—¿Sabes usar una de estas?
Hanno regresó al presente con un sobresalto.
—Sí —masculló de mala gana.
—¿Cómo es eso?
—Mi padre solía enseñarme. —Hanno omitió a sus hermanos a propósito.
—¿Es soldado?
—Lo fue —mintió Hanno. Cuanto menos supiera Quintus, mejor.
—¿Luchó en Sicilia?
Hanno asintió a regañadientes.
Quintus se sorprendió.
—Igual que el mío. Pasó varios años en la caballería. Papá dice que tu pueblo fue un enemigo digno al que solo le faltaba un buen líder.
«Ya no —pensó Hanno con aire triunfante—. Aníbal Barca cambiará todo eso.» Hizo un esfuerzo para encogerse de hombros.
—Puede ser.
Quintus abrió la boca para formular otra pregunta.
—¡Vamos a practicar! —interrumpió Aurelia.
Hanno se alegró de que pasara el momento. Quintus respondió a la exigencia de su hermana y los dos empezaron a practicar con los
gladii
.
Hanno se marchó a comprobar las trampas. Poco después, a cierta distancia del claro, encontró el rastro de un jabalí. Corrió a dar la noticia lo más rápido posible teniendo en cuenta que llevaba los grilletes. La carne de jabalí era muy apreciada debido a su sabor intenso. Además, esos animales eran reservados y difíciles de encontrar. La oportunidad de cazar uno no debía desperdiciarse. La noticia de Hanno hizo que Quintus dejara inmediatamente de practicar con Aurelia. Envainó los
gladii
, los envolvió con una manta y los introdujo en la bolsa.
—¡Vamos! —exclamó, recogiendo el arco.
Aurelia corrió tras él. Ella estaba tan ávida como los demás de llevar un jabalí a casa.
Al cabo de unos cien pasos, Hanno iba muy rezagado.
—No puedo ir más rápido —explicó cuando los jóvenes romanos se giraron con impaciencia.
—Pues entonces más vale que lo dejemos correr —dijo Quintus molesto—. O puedes quedarte aquí. —Tuvo el detalle de sonrojarse.
A pesar de ello, Hanno apretó los puños. «Yo he encontrado el dichoso rastro —pensó—. No tú.»
Se produjo una pausa breve e incómoda.
—Tengo la solución —anunció Aurelia de repente. Extrajo un pequeño manojo de llaves del interior del vestido. Se arrodilló junto a Hanno y probó unas cuantas en uno de los grilletes hasta que se abrió.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —le exigió Quintus.
Aurelia no le hizo ningún caso. Dedicó una amplia sonrisa a Hanno y le abrió el otro. No pudo evitar pensar en lo mucho que se parecía a una estatua de un atleta griego.
Incrédulo, Hanno alzó un pie y después el otro.
—Por las barbas de Baal Hammón, qué bien se está así.
Quintus se le acercó.
—¿Cómo demonios has conseguido esas llaves?
Aurelia estaba henchida de orgullo.
—Ya sabes que a Agesandros le gusta beber por las noches. Suele estar roncando antes de la
vespera
. Lo único que tuve que hacer fue entrar sigilosamente y hacer una impresión de cada llave con cera, y luego se la llevé al herrero para que me hiciera una copia. Le dije que eran de los arcones de papá, y le di unas cuantas monedas para asegurarme de que no se lo diría a nadie.
Quintus abrió unos ojos como platos ante la osadía de su hermana, pero seguía sin estar satisfecho.
—¿Por qué lo hiciste?
Aurelia no pensaba admitir el verdadero motivo, que era que había llegado a aborrecer los grilletes de Hanno. La mayoría de los esclavos no iban sin ellos hasta que servían varios años a la misma familia y ya se consideraba que no existía el peligro de que huyeran, pero a algunos no se los llegaban a quitar nunca. Como era de esperar, Agesandros había convencido a Fabricius de que Hanno pertenecía a esa categoría.
—Para un día como hoy —le desafió, levantando el mentón—. Para que podamos cazar como es debido.
—¡Se escapará! —exclamó Quintus.
—No, no se escapará —replicó Aurelia con vehemencia. Se giró hacia Hanno—. ¿Verdad que no?
Hanno, a quien esa situación había pillado por sorpresa y asombrado ante la resolución de Aurelia, intentó encontrar una respuesta tartamudeando.
—N-no, por supuesto que no.
—¿Lo ves? —Aurelia dedicó un gesto triunfante a su hermano.
—¿Y tú te lo crees? ¡Es un esclavo!
Aurelia echaba chispas por los ojos.
—Hanno es de confianza, Quintus, y lo sabes perfectamente.
Quintus la miró de hito en hito durante unos instantes.
—Muy bien. —Miró a Hanno—. ¿Das tu palabra de que no te escaparás?
—Lo juro. Y a Tanit y Baal Hammón, Melcart y Baal Safón pongo por testigos —dijo Hanno con voz firme.
—Si mientes —masculló Quintus—, iré a cazarte personalmente.
Hanno lo miró a los ojos.
—Muy bien.
Quintus le dedicó un asentimiento breve.
—Entonces ve delante.
Hanno, que gozó de la libertad de poder correr por primera vez desde hacía meses, fue brincando hasta el lugar donde había visto el rastro del jabalí. Por supuesto que pensó en huir, pero Hanno no quería incumplir la promesa que había hecho bajo ningún concepto.
Les frustró ver que el jabalí resultaba esquivo hasta llevarlos a la exasperación.
Al cabo de una hora todavía no le habían puesto los ojos encima. El rastro del animal les había llevado a un punto donde el bosque se aclaraba al ascender por la ladera de la montaña y ahí había desaparecido. La gran zona de roca desnuda implicaba que tenían muy pocas posibilidades de encontrarlo por ahí.
Quintus se fijó en que estaba oscureciendo y soltó una maldición.
—Pronto tendremos que dejarlo. No me gustaría pasar la noche aquí. Separémonos, probablemente sea nuestra mejor opción.
Mientras Aurelia se iba por la izquierda de Quintus, Hanno se dirigió lentamente hacia la derecha. Mantenía la vista fija en el suelo pero no vio nada de nada durante por lo menos doscientos pasos. La vista se le iba por las laderas que había por encima. Buena parte del terreno estaba cubierto de maleza, unas hierbas cortas que solo servían para las ovejas o las cabras.
Hanno frunció el ceño. A cierta distancia por encima de ellos y oscurecido en parte por varios enebros y pinos, vio una pequeña estructura de madera. El humo ascendía lentamente por un orificio del vértice del tejado. El cercado en forma de celosía que la rodeaba revelaba la presencia de un redil de ovejas. No le sorprendió. Como la mayoría de los lugartenientes, los rebaños de Fabricius pastaban por las colinas en primavera y verano, acompañados de pastores solitarios y sus perros. Las cabañas improvisadas, y los recintos para los animales, se encontraban esparcidos de forma regular por el paisaje, a modo de refugio en caso de mal tiempo y como protección contra depredadores como los lobos. Sin embargo, Hanno se sorprendió al oír balidos. Alzó la vista al cielo. Era temprano para que los animales hubieran vuelto de pastar. Lanzó una mirada a Quintus, que seguía intentando encontrar el rastro del jabalí. A Aurelia la vio más abajo, también absorta.
Hanno estaba a punto de silbar flojo cuando algo se lo impidió. Así que volvió trotando a donde estaban los dos romanos.
Quintus se emocionó al ver que Hanno se acercaba.
—¿Has visto algo?
—Las ovejas de ahí están en el redil —dijo Hanno—. ¿No es un poco pronto?
Quintus se colocó la mano en forma de visera.
—Por Júpiter, tienes razón —reconoció, molesto por no haber sido él quien se daba cuenta—. Libo es el pastor de esta zona. Es un buen hombre, no es de los que se escaquea.
A Hanno se le hizo un nudo en el estómago.
—No estoy tranquilo. —Quintus cogió el saco y lo vació en el suelo. Desenrolló la capa. Se introdujo con cuidado un
gladius
en el cinturón y le tendió el otro a Aurelia, que los había alcanzado—. Probablemente no lo necesites —dijo con una falsa sonrisa de seguridad. Dobló la duela con la rodilla y Quintus colocó la cuerda en su sitio. Llevaba diez flechas en la aljaba. «Más que suficientes», pensó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Aurelia.
—Probablemente nada —repuso Quintus para tranquilizarla—. Voy a ir con Hanno a ver qué hay en esa cabaña.
El temor se reflejó en los ojos de Aurelia aunque habló con voz firme.
—¿Qué hago?
—Quédate aquí —ordenó Quintus—. Escóndete. No nos sigas bajo ningún concepto, ¿está claro?
Aurelia asintió.
—¿Cuánto tiempo tengo que esperar?
—Un cuarto de hora, no más. Si para entonces no hemos vuelto, regresa a la finca lo más rápido posible. Busca a Agesandros y dile que traiga muchos hombres. Bien armados.
Aurelia perdió entonces la compostura.
—No subáis ahí —susurró—. Vamos a buscar a Agesandros juntos.
Quintus se lo planteó durante unos instantes.
—Libo podría correr peligro. Tengo que cerciorarme —declaró. Dio un golpecito a Aurelia en el brazo—. Todo irá bien, ya verás.
Aurelia se dio cuenta de que su hermano no iba a cambiar de opinión. Dio un paso hacia Hanno pero entonces se quedó parada.
—Que Marte os proteja a los dos —susurró. Le dio mucha rabia que le temblara la voz.
«Y Baal Safón», pensó Hanno, invocando al dios de la guerra cartaginés.
Los dos jóvenes empezaron a ascender y dejaron a Aurelia atisbando desde detrás de un pino grande. A Quintus le sorprendió el cambio imperceptible que ya se había producido en su relación. Aunque no veían ningún tipo de actividad humana más arriba, ambos aprovechaban de forma instintiva los pocos arbustos existentes para ocultarse. Como si fueran soldados. «No seas tonto, es un esclavo.»
—Deben de ser bandidos —masculló Quintus para sus adentros—. ¿Qué otra cosa pueden ser?
—Eso sería lo más probable en los campos que rodean Cartago —apuntó Hanno.
Quintus soltó una maldición.
—Me pregunto cuántos deben de haber.
Hanno se encogió de hombros con inquietud y deseó tener un arma. No era de extrañar que Quintus le hubiera dado el otro
gladius
a Aurelia, pero de todos modos le crispaba los nervios.
—Tengo tanta idea como tú.
A Quintus se le habían secado mucho los labios.
—¿Y si son demasiados para enfrentarme a ellos?
—Intentemos no cagarnos de miedo y nos marchamos arrastrándonos —respondió Hanno con sequedad—. Antes de ir a pedir ayuda.
—Suena un buen plan. —Quintus sonrió a su pesar.
El resto del ascenso se realizó en silencio. El último lugar en el que podían cobijarse antes de llegar a la cabaña del pastor era un ciprés esmirriado y lo alcanzaron sin problemas. Recobraron el aliento y cada uno de ellos se turnó para atisbar los rediles y la penosa estructura que había al lado, que era poco más que un cobertizo. Moviendo los labios en silencio, Quintus contó las ovejas.
—Hay más de cincuenta —susurró—. Es el rebaño entero de Libo.
«Seamos lógicos», pensó Hanno.
—A lo mejor está enfermo.
—Lo dudo —repuso Quintus—. Es fuerte como un roble. Ha vivido en la montaña toda su vida.
—Entonces esperemos un momento —aconsejó Hanno—. No tiene sentido que nos precipitemos sin saber antes a qué atenernos.
La observación de Hanno indignó a Quintus. «Los esclavos no dan consejos a sus amos», se dijo enfadado. Sin embargo, el consejo de Hanno era sabio. Mordiéndose el labio, extrajo una flecha con pluma de ganso de la aljaba. Era su preferida y había matado con ella muchas veces. «Pero nunca un hombre», pensó con un miedo repentino. Respiró hondo y exhaló lentamente. Quizá no fuera necesario. De todos modos, cogió tres astas más y las clavó en el suelo junto a sus pies. De repente le asaltó un pensamiento horroroso. Si había bandidos por ahí y le superaban en número, el arco era la única ventaja que tenía. Quizá no bastara. Quintus estaba preparado para el peligro potencial que se le avecinaba pero realmente no había pensado en Aurelia. Se giró hacia Hanno.
—Si me pasa algo, tienes que bajar corriendo y sacar a Aurelia de aquí como alma que lleva el diablo. ¿Entendido?
Era demasiado tarde para decir que Quintus tenía que haberle dado una espada, pensó Hanno enfadado. Habrían sido dos contra la cantidad de bandidos que pudiera haber en la cabaña. Asintió.
—Por supuesto.
Enseguida advirtieron movimiento dentro de la construcción, que se encontraba a apenas veinte pasos de distancia. Un hombre tosió y se aclaró la garganta como se suele hacer al despertar. Quintus se puso tenso y aguzó el oído. Hanno hizo lo mismo. Entonces oyeron que se abría la puerta desvencijada del otro extremo. Una figura de baja estatura vestida con una zamarra encima de una túnica de andar por casa apareció ante sus ojos. Estirándose y bostezando, se bajó los bombachos y empezó a hacer sus necesidades. La luz del sol que caía de lado iluminaba el arco amarillo de su orina.
Quintus masculló un juramento.
A pesar de la reacción del otro, a Hanno no le quedó más remedio que preguntar.
—¿Es el pastor? —susurró.
Quintus pronunció la palabra moviendo solo los labios.
—No.
Con cuidado, colocó su flecha preferida en la cuerda del arco y apuntó al desconocido.
—¿No puede ser otro pastor?
—No lo reconozco. —Quintus tensó el arco hasta que las plumas de ganso de la base de la flecha casi le tocaban la oreja.
—¡Espera! —susurró Hanno—. Tienes que estar seguro.
A Quintus volvió a molestarle el tono de Hanno. Sin embargo, no disparó: no tenía ningunas ganas de matar a un hombre inocente.
—¿Caecilius? ¿Dónde estás? —preguntó una voz desde el interior de la choza.
La pareja se quedó petrificada.
Después de la última sacudida, el hombre se subió los pantalones.
—Aquí fuera —repuso perezosamente—. Meando encima del pastor, para asegurarme de que sigue muerto.
Se oyó una sonora carcajada.
—El hijo de puta no tiene muchas posibilidades de estar de otra manera después de lo que le has hecho.
—No hables tanto, Balbus —añadió una tercera voz—. Cuando más ha gritado es cuando has utilizado el atizador al rojo vivo.
Quintus lanzó una mirada de horror a Hanno.
Balbus se echó a reír: un sonido profundo y desagradable.
—¿Qué opinas, Pollio? —No hubo respuesta inmediata y oyeron que Balbus daba una patada a alguien.
—Levántate, borracho de mierda.
—Si le meto la punta de la bota por el culo seguro que se levanta —bramó Caecilius, dirigiéndose a la puerta.