—Por supuesto, señor —masculló Safo de mala gana.
—Sin embargo, algunos elementos juegan a nuestro favor.
A comienzos de año, mis emisarios viajaron a la Galia Cisalpina. Casi todas las tribus con las que se encontraron los recibieron de forma amistosa —afirmó Aníbal—. De hecho, los boyos y los insubres les prometieron ayuda inmediata cuando lleguemos.
Malchus y sus dos hijos intercambiaron una mirada de satisfacción. Aquella información era nueva para todos. No obstante, los compañeros de Aníbal no reaccionaron y se dedicaron a mirar fijamente al trío.
Aníbal alzó un dedo a modo de advertencia.
—Hay muchos obstáculos que salvar antes de llegar a estos posibles aliados. Cruzar los Alpes será el mayor con diferencia, pero otro serán los fieros nativos que viven al norte del Iberus, que sin duda opondrán resistencia con métodos violentos. Ya tenemos planes para nuestro paso por estas regiones. Sin embargo, hay una zona sobre la que sabemos muy poco. —El índice de Aníbal regresó a las montañas que separaban Iberia de la Galia. Dio un golpecito en el mapa intencionadamente.
A Bostar se le secó la boca.
Aníbal observó a Malchus.
—Necesito que alguien tantee las posibles reacciones de las tribus ante la entrada de un ejército enorme en su territorio. Para descubrir cuántos se enfrentarán a nosotros. Debo tener esta información a comienzos de primavera. ¿Te ves capacitado?
A Malchus le destellaban los ojos.
—Por supuesto, señor.
—Bien. —A continuación Aníbal observó a Bostar y a Safo.
—El viejo zorro liderará la manada pero de todos modos necesita a machos jóvenes que sepan cazar bien. ¿Queréis acompañar a vuestro padre?
—¡Sí, señor! —exclamaron los hermanos al unísono—. Hacéis un gran honor a nuestra familia encomendándonos esta misión, señor —añadió Safo.
El general sonrió.
—Estoy convencido de que recompensareis mi confianza con creces.
Encantado ante el comentario dedicado a Safo, Bostar dedicó a su hermano una breve mirada de satisfacción. Fue recompensado con un fuerte asentimiento.
—¿En qué estás pensando, Malchus?
—Tendremos que partir de inmediato, señor. El Iberus está muy lejos.
—A casi tres mil estadios —convino Aníbal—. Como sabéis, hasta el río es un territorio pacífico. Una vez cruzado el río y hasta la frontera con la Galia, quizá sea harina de otro costal. Ese territorio es un revoltijo de montañas, valles y pasos, y se rumorea que las tribus que lo habitan son extremadamente independientes. —Hizo una pausa—. ¿Cuántos hombres necesitarás?
—Conseguir pasar a base de fuerza bruta no es una opción que se contemple. Ni tampoco es nuestro objetivo. Tenemos que ser una embajada, no un ejército —dijo Malchus—. Lo importante es tener la capacidad de moverse con rapidez y evitar el ataque de los bandidos. —Miró a sus hijos, que asintieron—. Dos docenas de mis lanceros y el mismo número de
scutarii
será suficiente, señor.
—Escoge a quien quieras de cada unidad. Y ahora ¡brindemos por nuestro éxito! —Aníbal chasqueó los dedos y un esclavo apareció desde la trastienda—. ¡Vino! —Cuando el hombre se escabulló, el general miró con solemnidad a los congregados alrededor de la mesa—. Pidamos a Melcart y Baal Safón, Tanit y Baal Hammón que guíen y protejan a estos valerosos oficiales durante su misión.
Cuando la sala se llenó de un murmullo que ponía de acuerdo a los presentes, Bostar añadió una petición personal: «Que Safo y yo dejemos atrás nuestras diferencias de una vez por todas.»
Afrontando heladas, barro y el crudo viento invernal, la embajada avanzó a duras penas hacia el Iberus. A partir de ahí, los habitantes del interior no eran de fiar y por eso Malchus les condujo por la ruta costera, más segura y muy poblada, llena de ciudades acostumbradas a los comerciantes extranjeros. El grupo pasó por Adeba y Tarraco antes de llegar sano y salvo a Barcino, situada en la desembocadura del río Ubricatus.
Había varias rutas por las montañas que conducían a la Galia y Aníbal les había advertido que probablemente dividiría su ejército entre ellas. Para ello había que visitar a la tribu que controlaba cada uno de los pasos. Un período de tiempo seco y apacible, atípico para esa época del año, animó a Malchus a dirigirse hacia el norte por el terreno montañoso primero en vez de tomar el camino más fácil para llegar a la Galia, el que pasaba por la costa a través de poblaciones como Gerunda y Emporiae. Eso lo dejaba para el final. Contrataron a lugareños como guías y la embajada pasó varios días recorriendo senderos estrechos que serpenteaban por colinas y valles. Como era de imaginar, el tiempo empeoró y un viaje que podía haber durado unas pocas semanas se prolongó durante dos meses. Por suerte, su calvario no fue en vano. Los jefes de clan que recibieron a los cartagineses parecieron quedar impresionados por las historias de las victorias militares de Aníbal a lo largo y ancho de Iberia, así como por la descripción de la magnitud de su ejército. Lo más importante, sin embargo, es que agradecieron los regalos que Malchus les ofreció: bolsas de monedas de plata, las bonitas
kopides
y espadas cortas celtíberas.
Al final, el único pueblo que quedaba por contactar eran los ausetanos, que controlaban la ruta costera hacia la Galia. Después de regresar a la ciudad de Emporiae para volver a herrar a los caballos y abastecerse, Malchus se retiró a la única posada con capacidad suficiente para hospedar a todos sus hombres. Inmediatamente pidió reunirse con los guías, tres cazadores morenos. Poco después del atardecer, se reunieron alrededor de una mesa en su habitación. Unas pequeñas lámparas de aceite ovales despedían un cálido destello ámbar en el mugriento yeso de la pared. Los hijos de Malchus se sentaron el uno frente al otro. Su relación era educada, incluso cordial, pero Bostar había dejado de intentar ser amigo de Safo. Cada vez que lo había intentado, su hermano se había mostrado indiferente a sus propuestas. «Que así sea —decidió Bostar—. Es mejor que pelearse continuamente.» Tales ideas siempre le hacían pensar en Hanno y su deseo culpable de que hubiera sido Safo quien se perdiera en alta mar. Desasosegado, Bostar apartó la idea de su mente.
Malchus sirvió vino personalmente a los guías.
—Habladme de esa tribu —ordenó en un rudimentario íbero.
Los tres se miraron el uno al otro. El mayor, un hombre fibroso con el rostro trigueño y la piel ajada, se inclinó hacia delante en la silla.
—Su población principal está al pie de la colina, por encima de la ciudad, señor. El camino es recto.
—¿No como los senderos que hemos tenido que tomar con anterioridad?
—No, señor, nada de eso.
Tanto Bostar como Safo se sintieron aliviados. A ninguno de los dos le habían gustado los días pasados en senderos serpenteantes y traicioneros, donde un pequeño resbalón implicaba caerse por un precipicio.
—¿A qué distancia?
—Menos de un día a caballo, señor.
—¡Excelente! Partiremos al amanecer —declaró Malchus. Miró a sus hijos—. Al volver descansaremos una noche y nos dirigiremos al sur. La primavera está a la vuelta de la esquina y no debemos hacer esperar más a Aníbal.
El guía principal se aclaró la garganta.
—La cuestión es, señor, que nos preguntábamos si… —Le falló el coraje y se calló.
Safo, deseoso de adelantarse a Bostar, preguntó:
—¿Qué?
El hombre hizo acopio de valor.
—Nos preguntábamos si podía pagarnos e ir solos hasta allí —dijo titubeante—. Hemos pasado mucho tiempo lejos de nuestras esposas y familias, ¿sabe?
Malchus bajó las cejas.
—El camino es fácil. Es imposible perderse. —Miró a sus dos compañeros, que menearon la cabeza con fuerza para mostrar que estaban de acuerdo.
Malchus no respondió sino que lanzó una mirada a Bostar y Safo.
—¿Qué opináis? —preguntó en cartaginés.
Safo enseñó los dientes.
—Miente —gruñó en íbero—. Propongo que atemos a este perro traicionero a una mesa y veamos qué dice después de arrancarle unas cuantas tiras de piel. —Dejó con toda tranquilidad la daga delante de él—. Esto hará cantar a este pedazo de mierda como un pájaro enjaulado.
—¿Bostar? —preguntó Malchus.
Bostar observó a los tres guías, que parecían completamente aterrorizados. Luego miró a su hermano, que estaba dando golpecitos con la hoja en la mesa. No quería contrariar a Safo pero tampoco le apetecía ver sufrir a tres individuos inocentes porque sí.
—No creo que haga falta torturar a nadie —dijo Bostar en íbero, sin hacer caso de la cara de enfado de Safo—. Estos hombres han estado con nosotros día y noche durante semanas. No han tenido la posibilidad de traicionarnos. Creo que probablemente les tengan miedo a los ausetanos. Pero no veo motivos por el que no deban cumplir su juramento, que es guiarnos hasta que ya no los necesitemos.
Malchus calibró las dos respuestas en silencio. Al final, se dirigió al guía principal.
—¿Mi hijo ha acertado? ¿Teméis a los ausetanos?
—Sí, señor. Muchos son bandoleros. —Se produjo una pausa breve—. O peor.
Bostar se asustó. Safo se le volvió a adelantar antes de que pudiera reaccionar.
—¿Cuándo pensabais decirnos esto exactamente? —exigió.
No recibió respuesta.
Safo lanzó una mirada triunfante a Bostar.
—¿Por qué no les pedimos las indicaciones y luego los matamos?
Tal vez su hermano estuviera en lo cierto, pensó Bostar lleno de resentimiento. No quería reconocer que se había equivocado al confiar en los guías.
Su padre, sin embargo, les dio otra visión de la situación.
—¿Y si nos hubieran advertido? ¿Qué habríamos hecho?
A Safo se le fue sonrojando lentamente la cara y el cuello.
—Habríamos ido al pueblo de todos modos —masculló.
—Pues eso —replicó Malchus con tranquilidad. Lanzó una mirada airada a los guías—. No es que no me entren ganas de acabar con vuestras miserables vidas por ocultarnos información importante, pero no le veo el sentido cuando habríamos hecho lo mismo de todos modos.
Los tres dieron las gracias entre tartamudeos.
—Será un honor para nosotros guiaros mañana hasta el poblado de los ausetanos, señor —dijo el guía principal.
—Así me gusta. —Malchus empleó un tono meloso, pero era fácil captar la amenaza que escondía—. ¡Myrcan! ¡Ven aquí!
Un lancero de pecho ancho apareció desde el pasillo.
—¿Señor?
—Coge las armas de estos hombres y acompáñalos a sus aposentos. Pon guardas en las ventanas y en la puerta.
—Sí, señor. —Myrcan tendió una mano rechoncha y los guías le entregaron las navajas dócilmente antes de seguirle.
—Parece ser que a los dos todavía os queda mucho por aprender antes de juzgar el carácter de los hombres —les reprendió Malchus—. No todo el mundo es tan honrado como tú, Bostar. Ni hay que torturar a todo hijo de vecino, Safo.
De repente, los dos hijos mostraron un súbito interés por la mesa que tenían delante.
—Id a descansar —dijo Malchus en un tono más agradable—. Mañana será un día largo.
—Sí, padre. —Los hermanos retiraron las sillas al unísono y se encaminaron a la puerta.
Ninguno de los dos habló camino del dormitorio.
La estimación que el guía había hecho de la distancia al pueblo ausetano fue acertada. Tras casi un día cabalgando, por fin vieron el asentamiento fortificado al final de un valle largo y estrecho. Tal vez estaba a poco menos de un kilómetro y ocupaba un punto elevado, fácil de defender. Como muchos otros en Iberia, estaba rodeado por una empalizada de madera. Se veían las figuras diminutas de centinelas patrullando las murallas. En las laderas situadas a ambos lados había ovejas y cabras pastando. Era una escena bucólica, pero los guías estaban muy inquietos.
Malchus les dedicó una mirada larga y despectiva.
—¡Largaos!
Los tres hombres lo miraron con ojos desorbitados.
—Ya me habéis oído —gruñó Malchus—. A no ser que queráis pasar un rato con Safo.
No hizo falta que añadiera nada más y tuvieron la sensatez de no mencionar el pago. Giraron el cuello de las mulas y se marcharon.
—Parece ser que estamos a punto de entrar en una guarida de lobos hambrientos. —Malchus miró por turnos a sus hijos—. ¿Cuál es nuestra mejor opción?
—Entrar directamente y decir que queremos ver al jefe —declaró Safo con descaro—. Como hemos hecho en los otros pueblos.
—No podemos presentarnos ante Aníbal sin algo de información —reconoció Bostar—. Pero tampoco deberíamos cometer la estupidez de meter la cabeza en el tajo del verdugo.
Safo frunció el labio superior.
—¿Tienes tanto miedo que eres capaz de dar esa excusa para no entrar?
—No —replicó Bostar acalorado—. Solo digo que no sabemos nada de esos hijos de puta. Si son poco fiables como dijo el guía, entrando ahí como toros salvajes los tendremos en nuestra contra desde un buen comienzo.
Safo le lanzó una mirada de descrédito.
—¿Y qué? Somos emisarios de Aníbal Barca, no un jefe de clan íbero de poca monta.
Se lanzaron una mirada furibunda.
—Paz —dijo Malchus al cabo de un momento—. Como de costumbre, hay parte de razón en cada una de vuestras opiniones. Si tuviéramos tiempo, yo quizá sería partidario de abordar a una de sus partidas de caza. Si tomamos unos cuantos rehenes dispondremos de una herramienta de negociación poderosa antes de entrar. Sin embargo, podríamos tardar días y tenemos que actuar de inmediato. —Lanzó una mirada a Safo—. No del modo que tú aconsejabas. Adoptaremos un enfoque más pacífico. Recordad, el gato acariciado tiene menos posibilidades de arañar o morder. Sin embargo, debemos tener confianza en nosotros mismos o, al igual que el gato, se volverán contra nosotros de todos modos.
Malchus se giró hacia sus acompañantes y les explicó la situación en cartaginés e íbero rudimentario. Hubo escasa reacción. Los libios y
scutarii
habían sido elegidos por su lealtad y valentía. Pelearían y, si era necesario, morirían por Aníbal. Donde y cuando se les ordenara.
—¿Quién de los dos domina mejor el íbero? —preguntó Malchus a sus hijos. Aunque lo tenía un poco oxidado, sus conocimientos le bastaban para entenderse. Sin embargo, en una situación peligrosa era mejor minimizar las posibilidades de equívocos.
—Yo —repuso Bostar de inmediato. Aunque él y Safo habían pasado más o menos el mismo tiempo en Iberia, era él quien había mostrado mejores aptitudes para la musicalidad y rapidez de las lenguas tribales.