—A sus órdenes, señor —musitaron los oficiales al mando.
—Esperad —interrumpió Safo—. Tengo una idea. —Sin pedir la aprobación de Malchus, desenvainó la espada y se movió para situarse delante del grandullón que se había reído de ellos al llegar. El guerrero lo miraba de modo lascivo y desagradable—. ¿Este engendro sabe luchar? —preguntó Safo en un íbero pasable.
El líder ausetano no daba crédito a sus oídos. Safo apenas le llegaba al hombro al guerrero.
—Es mi hijo mayor. Nunca ha salido derrotado en un combate.
—¿Qué hace? —susurró Bostar a Malchus.
El semblante de Malchus denotó preocupación por primera vez.
—No sé, pero espero que los dioses le sonrían.
Safo alzó la voz.
—Si lo derroto, entonces pedirás perdón, aceptarás los regalos de Aníbal y permitirás que nos marchemos ilesos. Cuando llegue nuestro ejército, lo dejarás pasar sin problemas.
El jefe se echó a reír. Igual que todos aquellos que oyeron a Safo.
—Por supuesto. Sin embargo, si sales derrotado, te cortará la cabeza a ti y a tus acompañantes y le servirán de trofeo.
—No esperaba menos —replicó Safo con desdén.
El jefe se encogió de hombros con expresión cruel. Entonces ordenó a la masa de guerreros que formaran un círculo grande y amplio. Malchus aprovechó la iniciativa y utilizó a sus soldados para formar un pasillo y lo que sería la zona de combate. Él y Bostar se situaron en primera línea. A muchos ausetanos no les gustó este movimiento y empezaron a dar empujones a las tropas cartaginesas, hasta que el grito airado de su líder les hizo parar. Rodeado por sus guardaespaldas, el jefe ocupó un sitio justo delante de Malchus.
Sujetando la espada desenvainada, Safo recorrió airado el estrecho pasillo de rostros lascivos y hostiles. El enorme guerrero que iba detrás de él recibió una bienvenida clamorosa. Cuando ambos estuvieron en el centro del círculo, la masa de ausetanos cerró filas. Los luchadores estaban a una distancia de unos doce pasos. Safo iba armado con una espada y un puñal. Como concesión despectiva, su contrincante había dejado de lado el escudo y el
saunion
y se había quedado con una espada larga y recta de doble filo. De todos modos, seguía pareciendo una lucha muy desigual.
A Bostar se le revolvió el estómago. Safo era un buen espadachín, pero nunca se había enfrentado a un monstruo como aquel. A juzgar por la mandíbula apretada de su padre y la expresión inmutable, estaba pensando algo parecido. Independientemente de la opinión que le mereciera Safo en los últimos tiempos, Bostar no quería que muriera derrotado por el gigante. Cerró los ojos y le rezó a Baal Safón, el dios de la guerra, para que ayudara a su hermano. Para que los ayudara a todos.
Safo movió los hombros para calentar los músculos y se planteó qué hacer. ¿Por qué había lanzado un desafío tan estúpido? La explicación era sencilla. Desde que Bostar salvara a Aníbal, a Safo le consumían los celos. Siempre había existido una competencia feroz entre ellos, pero aquello había llegado demasiado lejos. Desde los meses en que dejaran Saguntum, Safo había fingido compartir el deseo de Bostar de olvidar el asunto de una vez por todas, pero el sentimiento le acosaba constantemente como si de un tumor maligno se tratara. Tal vez ahora podría recuperar parte de su orgullo herido. Safo observó los músculos prominentes de su adversario e intentó no desesperarse. ¿Qué posibilidades tenía de salir victorioso? Solo una, se estremeció Safo al pensarlo. Su velocidad.
El jefe alzó el brazo derecho y se hizo el silencio. Miró a los dos hombres para cerciorarse de que estaban preparados e hizo un movimiento descendente con el brazo.
Con un rugido ensordecedor, el guerrero se abalanzó hacia delante con la espada en alto. Para él, la lucha tenía que acabar rápido. Brutalmente. Se acercó más a Safo y le asestó un golpe demoledor. En vez de darle, la hoja silbó por el aire y acabó en el suelo de guijarros, que salieron disparados. Safo había desaparecido y danzaba con agilidad detrás de su contrincante, de un lado a otro. El guerrero bramó de rabia y giró sobre sus talones para situarse frente a él. Volvió a blandir el arma contra Safo, en vano. Parecía darle igual. Como era más fuerte y grande, y tenía un arma más larga, contaba con toda la ventaja.
«La velocidad no basta», pensó Safo. Desesperadamente, esquivó una estocada que le habría atravesado el peto de bronce y las costillas si le hubiera alcanzado. Por el momento, la túnica de lino acolchado del guerrero había desviado todos los golpes que había alcanzado a asestarle de refilón. Sin acercársele peligrosamente, era imposible hacer más. Cuando se alejó de su contrincante lascivo, Safo no vio que uno de los ausetanos estiraba el pie. Al cabo de un instante, tropezó y cayó hacia atrás sobre el suelo duro. Por suerte, mantuvo la espada en la mano.
El guerrero se le acercó y Safo vio cómo la muerte le miraba a los ojos. Esperó a que su enemigo se balanceara hacia atrás y, entonces, con todas sus fuerzas, rodó hasta el centro del círculo. Detrás de él, oyó cómo la espada de su contrincante chocaba contra el suelo con un porrazo escalofriante. Como sabía que la velocidad era su mejor baza, rodó una y otra vez antes de intentar levantarse. Las risas burlonas de los espectadores ausetanos llenaron el ambiente y el guerrero grandullón alzó los brazos anticipando la victoria. A Safo le bullía la sangre al ver lo traicioneros que eran. Él también era consciente de que no podía salir airoso de aquella lucha por medios convencionales. Había llegado el momento de tentar a la suerte. De arriesgarse. Sacó el puñal con la mano izquierda y no hizo ningún caso de los abucheos que provocó tal acto.
Safo esperó respirando profundamente. Necesitaba que el guerrero intentara clavarle una estocada lateral. La única forma que se le ocurría para atraer al grandullón era quedándose quieto, sin defenderse. Era una apuesta arriesgada. Si el otro no mordía el anzuelo y respondía exactamente como deseaba, moriría, pero a Safo no se le ocurría nada más. El agotamiento amenazaba con vencerle y dejó caer los hombros.
El enorme guerrero se le acercó arrastrando los pies y sonriendo.
Safo se estremeció al darse cuenta de que su contrincante pensaba que se daba por vencido. No movió ni un músculo.
—Prepárate para morir —gruñó el guerrero. Levantando el brazo derecho, balanceó la espada trazando un arco y apuntando a la unión entre el cuello y los hombros de Safo. Asestó el golpe con una fuerza imparable, a un objetivo que permanecía inmóvil. Para los espectadores parecía el final del duelo.
En el último momento, Safo se dejó caer de rodillas y dejó que el otro cortara el aire por encima de su cabeza. Se echó hacia delante, estiró el brazo y le clavó el puñal en el muslo izquierdo. No era una herida mortal, pero tampoco era ese el objetivo. Cuando cayó impotente encima de su pecho, Safo oyó un fuerte grito de dolor. Una mueca de satisfacción asomó a sus labios mientras intentaba ponerse en pie, sujetando todavía la espada. El guerrero ensangrentado, que estaba a escasos pasos de distancia, se escoraba hacia un lado como un barco en una tormenta. Intentaba con todas sus fuerzas arrancarse el puñal de la pierna. Apuñalarlo en la espalda resultaría fácil.
Safo echó un vistazo rápido a los rostros desagradables que los rodeaban y tomó una decisión rápida. La clemencia resultaría mucho más útil que la crueldad. Actuó con rapidez y finalizó el trabajo. Pasó la hoja por la parte trasera de la pierna izquierda del enemigo y lo dejó lisiado. Mientras el guerrero se desplomaba a grito pelado, Safo le dio un pisotón en la mano derecha y le obligó a soltar el arma. Presionó el extremo de la hoja en el pecho del otro y bramó:
—¡Ríndete!
Gimiendo de dolor, el guerrero elevó ambas manos con las palmas hacia arriba.
Safo dirigió la mirada al jefe, cuyo rostro reflejaba la incredulidad más absoluta.
—¿Y bien? —se limitó a preguntar.
El jefe acabó por serenarse.
—Pido disculpas por haber insultado a Aníbal, vuestro líder. Los ausetanos aceptan estos regalos generosos y los agradecen —masculló de mala gana—. Tú y tus compañeros podéis marcharos.
—Excelente —repuso Safo desplegando una amplia sonrisa—. Vuestro hijo vendrá con nosotros.
El jefe se puso en pie de un salto.
—Necesita cuidados médicos.
—Los cuales no le faltarán. Lo dejaremos al cuidado del mejor cirujano de Emporiae. Tenéis mi palabra. —Safo se apoyó ligeramente en la espada, lo cual hizo gemir con fuerza al guerrero enorme—. O puedo rematarlo aquí mismo. Tú eliges.
El jefe hizo una mueca de furia, pero no podía hacer nada contra la determinación de Safo.
—Muy bien —repuso.
Fue entonces cuando Safo miró a su padre y a Bostar. Ambos le dedicaron unos fuertes asentimientos de cabeza para darle ánimos. Safo se puso a sonreír como un tonto. Contra todo pronóstico, había salvado la situación, ganado la aprobación de su padre y la admiración de su hermano. Sin embargo, en su fuero interno sabía que habría que derrotar a los ausetanos para que aquel paso a la Galia en concreto resultara seguro.
Planes
Hanno se despertó a la mañana siguiente por culpa de una patada en las costillas. Abrió los ojos gimiendo de dolor. Agesandros se cernía sobre él, flanqueado por dos de los esclavos más fornidos de la finca. Hanno sabía que eran unos brutos estúpidos que hacían lo que les dijeran. Sostenían unos grilletes con los puños morcillones. A Hanno le embargó la confusión y el miedo. El hecho de caer en la cuenta de que Quintus y Fabricius no estaban le sentó como un martillazo. Aquello debía de ser algo más que una coincidencia.
—¿A qué viene eso? —masculló.
En vez de responder, el siciliano le dio otra patada. Varias veces.
Protegiéndose la cabeza con las manos, Hanno se colocó en posición fetal y rezó para que Aurelia le oyera.
Al final, Agesandros paró. No había hecho ningún esfuerzo por ser silencioso.
—
Gugga
hijo de puta —rugió.
Hanno alzó la mirada con ojos entrecerrados. Se asustó al ver al siciliano con un puñal en la mano y un pequeño monedero en la otra.
—He encontrado esto bajo tu patética pila de pertenencias. ¿O sea que robas dinero y armas de tus amos? —bramó Agesandros—. Probablemente quieras cortarnos el pescuezo a todos por la noche, antes de huir para juntarte con tus paisanos mierdosos en la guerra contra Roma.
—Es la primera vez en mi vida que veo eso —exclamó Hanno. Inmediatamente recordó una imagen de Agesandros acechando en el
atrium
. ¡Eso es lo que había estado haciendo el siciliano!—. Cabrón —masculló Hanno, intentando incorporarse. Recibió una patada en la cara por las molestias. El golpe lo tumbó de nuevo en la esterilla mientras le embargaban oleadas de agonía. Se le llenó la boca de sangre y al cabo de un momento escupió dos dientes.
Agesandros se rio con crueldad.
—Ponedle los grilletes —ordenó—. En el cuello y en los tobillos.
Aturdido, Hanno observó cómo los esclavos se le acercaban y le ceñían los pesados aros de hierro alrededor del cuerpo. Tres fuertes clics y regresó a la situación del mercado de esclavos. Como antes, una larga cadena colgaba de la banda metálica que le rodeaba el cuello. Hanno fue obligado a ponerse en pie mediante un tirón brutal y conducido hacia la puerta.
—¡Parad!
Todos los ojos se giraron.
Aurelia, que todavía iba en camisón, estaba enmarcada en el umbral de la puerta de su habitación.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —chilló—. Hanno es un esclavo doméstico, no uno de los trabajadores de la finca para que hagas con él lo que te plazca.
El siciliano hizo una reverencia exagerada. Burlona.
—Perdonadme, mi señora, por haberos despertado tan temprano. Después de oír las noticias de la carta de vuestro padre, me preocupa cómo va a reaccionar este esclavo. Me preocupa que planeara haceros daño a vos y a vuestra familia antes de huir. Desgraciadamente, acerté. —Mostró las pruebas—. Está claro que esto no es de él.
Horrorizada, Aurelia lanzó una mirada rápida a Hanno. Se estremeció al ver que tenía la cara ensangrentada.
—Alguien lo ha dejado entre mis cosas —masculló Hanno, lanzando una mirada envenenada a Agesandros.
Aurelia lo entendió de inmediato y se abalanzó hacia delante.
—¿Lo ves?
El siciliano se rio por lo bajo.
—Es normal que diga eso, ¿no? Todos los
guggas
son unos mentirosos. —Hizo un gesto con la cabeza a los dos grandullones—. Venga, tenemos un largo viaje por delante.
—Te lo prohíbo —gritó Aurelia—. No des un paso más.
Los esclavos que sujetaban a Hanno se quedaron petrificados y Agesandros se giró.
—Perdonadme, mi señora, pero en este caso voy a desestimar vuestra autoridad.
La voz de Atia sonó como un latigazo.
—¿Y la mía? —preguntó—. Cuando Fabricius no está, yo estoy al mando, no tú.
Agesandros parpadeó.
—Por supuesto que sí, ama —repuso con voz queda.
—Explícate.
Agesandros mostró una vez más el cuchillo y el monedero y repitió sus alegaciones.
Atia intentó parecer horrorizada.
—¿Qué diría Fabricius si descubriera que he dejado a un esclavo tan peligroso en la finca, ama? —preguntó el siciliano—. Haría que me crucificaran y con razón.
«Cabrón listillo —pensó Hanno—. Usas tus triquiñuelas cuando solo tienes a dos mujeres que intimidar.» Fabricius estaba muy lejos y vete a saber cuándo volvería Quintus.
Atia asintió en señal de aceptación.
—¿Adónde lo llevas?
—A Capua, señora. Está claro que este perro es demasiado peligroso para venderlo como esclavo normal y corriente, pero me he enterado de la muerte reciente de un funcionario del gobierno local. El funeral se celebra dentro de dos días y el hijo del hombre quiere honrar el fallecimiento de su padre con una lucha de gladiadores. Un par de prisioneros se enfrentarán hasta que uno de ellos muera y el superviviente será ejecutado.
Atia esbozó una sonrisa desganada.
—Entiendo. ¿Mi marido perderá dinero con esto?
—No, señora. Por un evento como este, conseguiré mucho más de lo que pagamos por él.
Unas lágrimas de impotencia resbalaron por las mejillas de Aurelia. Se estrujó el cerebro para ver si se le ocurría qué hacer.
Atia se acercó para abrazar a Aurelia.