Aníbal. Enemigo de Roma (56 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Al cabo de un momento, los guerreros empezaron a gritar alzando los puños cerrados.

El jefe de los intérpretes se volvió hacia Aníbal.

—Todos quieren tener ese honor, señor. Sin excepción.

Aníbal esbozó una amplia sonrisa.

—Anúncialo a las tropas —ordenó.

Se oyó el sonido de aprobación de los soldados al recibir la respuesta de los prisioneros.

—Los galos consideran más honorable combatir hasta la muerte que una vida de esclavitud —susurró Malchus al oído de Hanno.

Hanno seguía sin entender el objetivo de todo ello.

—No todos los hombres podrán participar —anunció Aníbal—. Divididlos en dos filas —ordenó Aníbal, y esperó mientras los prisioneros eran colocados en posición—. Elegid a cada cuarto hombre hasta que tengáis seis —gritó.

Su orden fue obedecida de inmediato y el resto de los prisioneros fueron apartados a un lado. Se entregó un escudo y una espada a la media docena de guerreros que habían sido elegidos y estos comenzaron a luchar en cuanto se dio la señal. De inmediato se abalanzaron sobre sus oponentes y la sangre enseguida salpicó el suelo.

—¿Qué sentido tiene esto? —masculló Safo—. Deberíamos matarlos a todos y ya está.

—Esta es tu solución para todo —replicó Bostar airado.

—¡Chitón! —susurró Malchus—. Aníbal no hace nada al azar.

Una vez más, a Hanno le sorprendió la animosidad existente entre sus hermanos, pero no tuvo tiempo de pensar demasiado en ello.

Los duelos fueron cortos y salvajes y no pasó mucho tiempo hasta que tres guerreros ensangrentados se pusieron de pie sobre los cuerpos de sus oponentes a la espera de que Aníbal cumpliera su promesa. Y así lo hizo. Cada uno de ellos pudo elegir cuantos artículos desearon de las bandejas y uno de los caballos que estaban atados allí cerca. A continuación se marcharon al son de los vítores de los soldados.

—¡Vosotros podéis conseguir mucho más que esto! —gritó Aníbal a sus hombres—. Para vosotros, el premio de la victoria no serán caballos ni capas, ¡sino ser los hombres más envidiados del planeta porque tendréis la riqueza de Roma!

Impresionado por la táctica de Aníbal, Hanno miró a Bostar.

—Nos conducirá hasta las mismísimas puertas del enemigo —dijo su hermano.

—Así es —declaró Malchus.

—Donde aniquilaremos hasta el último de estos hijos de puta —añadió Safo.

De pronto, Hanno se sintió exultante. Roma sí sería derrotada. Ahora estaba seguro de ello.

20

Contratiempos

Al cabo de unos días, Quintus se calentaba al calor de una hoguera junto a algunos de sus nuevos camaradas. Era una tarde húmeda y oscura y el fuerte viento empujaba hacia el campamento unas nubes bajas que amenazaban nieve, lo que no ayudó a mejorar el estado de desánimo general.

—Todavía no me lo puedo creer —se quejó Licinius, un tarentino parlanchín que compartía tienda con Quintus—. Hemos perdido nuestra primera batalla contra los
guggas
. ¡Qué vergüenza!

—Solo ha sido una refriega —puntualizó Quintus malhumorado.

—Quizás —aceptó el robusto Calatinus, otro compañero de tienda con el que tenía muchos puntos en común pese a ser un año mayor que Quintus—, pero menuda refriega. Seguro que todos estáis encantados de poder estar aquí ahora. —Todos sus compañeros asintieron al oír sus palabras—. Son muchas las bajas que hemos sufrido. Hemos perdido a casi toda la caballería y a cientos de vélites. Seiscientos legionarios han sido capturados y Publio está gravemente herido. No se puede decir que hayamos empezado con buen pie.

—Mucha razón tienes —afirmó Cincius, también compañero de tienda de Quintus, un hombre grande de cara rubicunda rematada por una mata de pelo pelirroja—. Además, hemos retrocedido varias posiciones. ¿Qué pensará Aníbal de nosotros?

—En nombre del Hades, ¿por qué tuvimos que replegarnos? —se preguntó Licinius—. Una vez destruido el puente, los cartagineses no tenían manera de cruzar el Ticinus y alcanzarnos.

Calatinus se aseguró de que no hubiera nadie cerca que pudiera oírle antes de contestar.

—Yo creo que al cónsul le entró el pánico, cosa que no es de extrañar si se tiene en cuenta que ahora ha quedado fuera de combate.

—¿Cómo sabes tú lo que piensa Publio? —replicó Quintus irritado—. No es ningún idiota.

—Como si tú le conocieras, chico nuevo —saltó Cincius.

Quintus refunfuñó, pero tuvo el sentido común de no contestar. Cincius parecía tener ganas de pelea y le doblaba en tamaño.

—¿Por qué no le plantó cara a Aníbal cuando se presentó ante nuestro campamento? —continuó Cincius—. ¡Allí perdió una gran oportunidad!

El resto murmuró que estaba de acuerdo.

—Yo creo que fue un acto de cobardía —concluyó Cincius, cada vez más animado con el tema.

Quintus estalló airado.

—¡Es mucho mejor luchar en el terreno que uno elige en el momento que uno elige! —declaró, recordando lo que le había dicho su padre—. ¡Es de todos sabido! Pero en estos momentos no podemos hacer ni una cosa ni la otra y, con Publio herido, no creo que la situación cambie en un futuro próximo. Era mucho mejor mantenernos en una posición segura, aquí en el campamento. De lo contrario, pensad en lo que podría haber ocurrido.

Cincius lanzó una mirada feroz a Quintus, pero al ver que el resto se sumía en un silencio iracundo, decidió no decir nada más por el momento.

Quintus no estaba contento. No dudaba del valor de Publio, pero el de Flaccus era harina de otro costal. Siempre había pensado que su futuro cuñado era un héroe, pero no podía negar la realidad de lo sucedido en Ticinus. A petición suya, Flaccus había acompañado a la caballería en su funesta misión de reconocimiento. Quintus también había estado allí, todavía exultante por habérsele permitido incorporarse a la patrulla. Su padre y él vieron a Flaccus cuando comenzó el combate, pero no después. No reapareció hasta más tarde, cuando el castigado remanente de la patrulla se batió en retirada y cruzó el río Ticinus hasta el campamento romano. Al parecer, la marcha de la batalla mantuvo a Flaccus alejado del combate y, cuando se percató de la superioridad de los cartagineses, fue en busca de ayuda. Evidentemente, los tribunos se negaron a conducir a sus legiones de infantería por un puente provisional para enfrentarse a un enemigo compuesto enteramente por tropas de caballería. ¿Qué otra cosa podría haber hecho si no?, preguntaría después a todos Flaccus muy serio.

No había manera de corroborar la historia de Flaccus, sobre todo teniendo en cuenta el modo en que se habían precipitado los acontecimientos, así que no tenían más remedio que aceptar su versión.

Fabricius no había dicho nada a Quintus al respecto, pero era obvio que le preocupaba la posibilidad de que Flaccus fuera un cobarde, tribulación que también compartía su hijo. A pesar del miedo que había sentido durante el combate, Quintus se había mantenido firme en su posición y había luchado contra el enemigo. Por muchos contactos que tuviera, Aurelia no podía casarse con un hombre que abandonaba a sus compañeros en plena batalla. Quintus atizó el fuego con un palo e intentó no pensar más en ello, pero para su disgusto sus compañeros habían decidido reanudar la triste conversación.

—Mi mozo ha estado bebiendo con algunos de los legionarios que custodian la tienda de Publio y dicen que una gran flota cartaginesa ha atacado Lilybaeum en Sicilia —explicó Licinius.

—¡No! —exclamó Cincius.

Licinius asintió compungido.

—Ahora ya no podremos contar con la ayuda de Sempronio Longo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Quintus.

—Los soldados juraron sobre las tumbas de sus madres que lo que decían era verdad.

Quintus le lanzó una mirada dubitativa.

—¿Y cómo es posible que no nos hayamos enterado por otras fuentes?

—Se supone que es máximo secreto —masculló Licinius.

—Pues yo he oído que toda la tribu de los boyos se dirige al norte para unirse a Aníbal —añadió Cincius—. Si eso es cierto, podrían atacarnos en pinza y quedaríamos atrapados entre ellos y los
guggas.

Quintus recordó en ese momento que su padre le había contado que una vaca que no podía tener crías había dado a luz en una granja cercana a un ternero monstruoso que tenía todos los órganos por fuera ¡y además estaba vivo! Se lo había explicado un oficial que conocía y que lo había visto con sus propios ojos durante una patrulla. «¡Basta ya!», pensó Quintus con resolución.

—No nos pongamos nerviosos —aconsejó—. Estas historias son una exageración.

—¿Ah, sí? ¿Y si los dioses están enfadados con nosotros? —replicó Licinius—. Ayer fui al templo de Placentia para hacer una ofrenda y los sacerdotes me dijeron que las gallinas sagradas no quieren comer. ¿Qué más pruebas necesitas?

Quintus sintió que le invadía una rabia terrible.

—¿Y qué debemos hacer? ¿Rendirnos sin más ante Aníbal?

Licinius se sonrojó.

—¡Claro que no!

Quintus se volvió hacia Cincius, que negó con la cabeza.

—¡Pues cerrad la puñetera boca! Hablar así es terrible para la moral. Somos équites, no lo olvidéis. Debemos servir de ejemplo para los soldados, ¡no meterles el miedo del Hades en el cuerpo!

Avergonzados, sus compañeros sintieron un repentino interés por sus sandalias.

—¡Ya estoy harto de vuestras quejas! —gruñó Quintus antes de levantarse—. Hasta luego. —Se marchó sin esperar respuesta.

Seguro que su padre podría arrojar algo más de luz sobre la situación, porque lo cierto era que Quintus se sentía muy abatido. Aunque sabía disimularlo bien, la salvaje lucha contra la feroz caballería númida de Aníbal le había afectado profundamente. Tenían suerte de haber escapado con vida. No era de extrañar que sus compañeros fueran tan susceptibles a los rumores que corrían por el campamento. De hecho, Quintus estaba haciendo un tremendo esfuerzo por controlar sus miedos.

Su padre no estaba en su tienda. Uno de los centinelas le informó de que había acudido al cuartel general del cónsul. Quintus pensó que el paseo le sentaría bien y le ayudaría a despejarse. Pasó junto a las tiendas de los cenómanos, una tribu de galos local que luchaba del lado de Roma. Eran más de dos mil hombres, sobre todo soldados de infantería y algunos de caballería. Se comportaban como un clan, algo que favorecía la diferencia de idioma. A pesar de ello, era palpable la camaradería que existía entre ellos y los romanos, algo que a Quintus le agradaba sobremanera. Saludó al primer guerrero que vio, un hombre fornido que estaba sentado en un taburete delante de la tienda, pero para su sorpresa el hombre le giró la cara y siguió lubricando la espada. Quintus no le dio demasiada importancia, pero poco después le sucedió lo mismo: un puñado de soldados que se encontraba a unos diez pasos de donde estaba él le miró con frialdad antes de darle la espalda.

«No es nada», se dijo Quintus. El otro día también fallecieron muchos de sus hombres y seguro que la mitad de ellos había perdido a un padre o un hermano.

—¡Aurelia! ¡Aurelia!

La voz de Atia despertó a Aurelia de un dulce sueño en el que aparecían Quintus y Hanno y, lo que era más importante todavía, un sueño en el que seguían siendo amigos. Pese a la imposibilidad de la situación y la urgencia en la voz de su madre, Aurelia estaba de buen humor.

—¿Qué ocurre?

—Ven aquí.

Aurelia saltó de la cama y, al abrir la puerta, se sorprendió al ver en el atrio a Gaius con su madre, ambos con un semblante muy serio. Cohibida por su vestimenta, regresó a su dormitorio para ponerse una túnica sobre el camisón de lana y se apresuró a salir de nuevo.

—¡Gaius! —exclamó—. Qué alegría verte.

Gaius inclinó la cabeza incómodo.

—Lo mismo digo.

A Aurelia se le encogió el estómago al percibir su ademán serio y, al fijarse en los ojos llorosos de su madre, sintió miedo.

—¿Qué sucede? —tartamudeó.

—Nos han llegado noticias de la Galia Cisalpina —dijo Gaius—. Y no son buenas.

—¿Nuestro ejército ha sido derrotado? —preguntó Aurelia sorprendida.

—No exactamente —respondió Gaius—, pero hace unos días hubo una fuerte refriega cerca del río Ticinus. Los númidas de Aníbal causaron numerosas bajas entre la caballería y los vélites.

Aurelia sintió que le flaqueaban las piernas.

—¿Mi padre está bien?

—No lo sabemos —respondió su madre con los ojos sombríos por el dolor.

—La situación sigue siendo muy confusa —contestó Gaius—, pero seguramente está bien.

—Numerosas bajas… —repitió Aurelia lentamente—. ¿Cuán numerosas exactamente?

No obtuvo respuesta.

Aurelia lo miró incrédula.

—¿Gaius?

—Se dice que de los tres mil soldados de caballería que salieron del campamento, regresaron unos quinientos —respondió Gaius evitando su mirada.

—En nombre del Hades, ¿cómo puedes decir entonces que mi padre sigue vivo? —gritó Aurelia—. ¡Es más probable que esté muerto!

—¡Aurelia! —bramó Atia—. Gaius solo intentaba darnos un poco de esperanza.

Gaius se sonrojó.

—Lo siento.

Atia le tomó la mano.

—No tienes nada de lo que disculparte. Has venido cabalgando hasta aquí al romper el alba para traernos la información que hay. Estamos muy agradecidas.

—¡Yo no lo estoy! ¿Cómo puedo estar agradecida por tales noticias? —chilló Aurelia.

Aurelia se fue llorando desconsoladamente hasta la puerta e, ignorando al sorprendido guardián, la abrió y salió fuera haciendo caso omiso de los gritos a sus espaldas.

Inconscientemente se dirigió a los establos, donde siempre había ido a refugiarse cuando estaba disgustada. Fue directamente hasta el único caballo que su padre había dejado atrás. Era un animal robusto de color gris que cojeaba cuando su padre partió a la guerra. El caballo relinchó al verla y, de pronto, el congojo que sentía Aurelia se transformó en ríos de lágrimas. Lloró durante largo tiempo, con la mente llena de imágenes de su padre a quien jamás volvería a ver. Hasta que notó que el caballo le lamía la mano Aurelia no consiguió recuperar un poco el control.

—Quieres una manzana, ¿verdad? —susurró acariciándole el hocico—. ¡Qué tonta soy! He venido con las manos vacías. Espera un momento e iré a buscarla.

Agradecida por la interrupción, Aurelia fue a la despensa que había al otro extremo de los establos. Eligió la manzana más grande que había y regresó.

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