En cuanto se quedaron solos, se volvió hacia Quintus.
—¡Mira a quién tenemos aquí! —exclamó sarcástico.
—Padre —saludó Quintus nervioso mientras desmontaba—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió Fabricius enarcando las cejas—, pero sorprendido, enfadado y decepcionado también, porque no deberías estar aquí, sino en casa con tu madre y tu hermana.
Como toda respuesta, Quintus removió la arena con los pies.
—¿No tienes nada que decir? —Le espetó su padre—. ¿Y por qué estás aquí y no en un barco de camino a Iberia? Al fin y al cabo, allí es donde debería estar.
—Primero pasé por Roma —murmuró Quintus—. Me encontraba allí cuando Publio habló en la Curia y te vi salir.
Fabricius frunció el ceño.
—¿Y por qué, en nombre de Júpiter, no acudiste a mí entonces?
—No era tan fácil. No sabía dónde te alojabas ni si acompañarías al cónsul al norte —mintió Quintus—. No lo averigüé hasta más tarde. Después ya fue fácil seguirte hasta aquí.
—Ya veo. La diosa Fortuna debe de haber guiado tu camino. Las tribus de los alrededores no son especialmente hospitalarias —comentó Fabricius—. Es una lástima que no me abordaras en Roma, porque ahora ya estarías de vuelta en Capua, como que me llamo Gaius Fabricius —declaró mientras escudriñaba a Quintus con sus ojos oscuros—. ¿Así que has viajado solo hasta aquí?
Quintus soltó una maldición por dentro. La discusión iba a ser peor de lo que esperaba. Nunca había sabido mentir cuando le hacían una pregunta directa.
—No, padre.
—¿Y quién te ha acompañado? Supongo que Gaius, ¿no? Hace tan poco caso a Martialis como tú a mí.
—No —musitó Quintus.
—¿Quién, entonces?
Temeroso de la reacción de su padre, Quintus no respondió.
—¡Respóndeme! —exigió Fabricius furioso.
—Hanno.
—¿Quién?
—Uno de nuestros… tus… esclavos.
Fabricius tenía el rostro enrojecido.
—¡Dame más detalles! ¿O acaso esperas que recuerde el nombre de todos los esclavos?
—No, padre —respondió Quintus rápidamente—. Es el cartaginés que compré después de la caza del oso.
—¡Ah! Él. ¿Y dónde está esa escoria ahora? ¿Montando tu tienda?
—No está aquí —contestó Quintus tratando de ganar tiempo y evitar lo inevitable.
Incrédulo, Fabricius abrió unos ojos como platos.
—Repíteme eso.
—Se ha ido, padre —dijo Quintus en un susurro.
—¡Más fuerte! ¡No te oigo!
Un oficial que pasaba por su lado les miró y Quintus se sintió más humillado que nunca.
—¡Se ha ido, padre! —dijo en voz alta.
—¡Menuda sorpresa! —gritó Fabricius—. ¡Claro que ha huido! ¿Qué otra cosa cabía esperar de ese perro si sus compatriotas están tan cerca? Seguro que esperó hasta el último momento antes de desaparecer. ¡Felicidades! Aníbal acaba de ganar otro soldado.
A Quintus le dolió la verdad que escondían las palabras de su padre.
—No es eso lo que ha ocurrido —dijo en voz baja.
—¿Ah, no? —replicó Fabricius furioso.
—Hanno no ha huido.
—¿Ha muerto, entonces? —preguntó Fabricius en tono burlón.
—No, padre. Le he liberado —espetó Quintus.
—¿Cómo dices?
Sintiéndose cada vez más inseguro de sí mismo, Quintus volvió a repetir sus palabras.
Fabricius se debatía entre la sorpresa, la incredulidad y la rabia.
—¡Esto va de mal en peor! ¿Cómo te atreves? —Fabricius se acercó a su hijo y le propinó una bofetada.
Quintus dio un paso atrás ante la fuerza del golpe.
—Lo siento.
—Es un poco tarde para disculpas, ¿no crees?
—Sí, padre.
—¡No tienes derecho a actuar de esta manera! —despotricó Fabricius—. ¡Mis esclavos me pertenecen a mí, no a ti!
—Lo sé, padre —murmuró Quintus.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho? ¿En qué puñetas estabas pensando?
—Le debía la vida.
Fabricius frunció el ceño.
—¿Te refieres a lo que pasó en la cabaña de Libo?
—Sí, padre. Cuando regresó, Hanno podría haberse puesto fácilmente en mi contra y haberse puesto del lado de los bandidos. En lugar de ello, me salvó la vida.
—Eso no es motivo suficiente para liberarle sin mi permiso —gruñó Fabricius.
—Eso no es todo.
—¡Eso espero! —Fabricius lo miró con expresión inquisidora—. ¡Habla!
Quintus agradeció que su padre no le abroncara durante unos segundos.
—Agesandros estuvo en su contra desde el momento en que lo compré. ¿No recuerdas lo que sucedió cuando el galo se hizo daño en la pierna?
—Una paliza demasiado fuerte no es motivo para liberar a un esclavo —interrumpió Fabricius—. Si así fuera, no quedarían esclavos en toda la puñetera República.
—Ya lo sé, padre —dijo Quintus con humildad—. Pero después de recibir tu carta en primavera, Agesandros colocó un monedero y un puñal entre las pertenencias de Hanno y le acusó de robarlas y de querer matarnos a todos antes de huir. Su intención era vender a Hanno al mismo hombre que había comprado a su amigo, que les obligaría a luchar entre sí como gladiadores en un
munus
. ¡Y todo era mentira!
Fabricius lo miró pensativo.
—¿Y qué dijo tu madre?
—Ella creyó a Agesandros —concedió Quintus reticente.
—¡Eso tendría que haberte bastado! —bramó Fabricius.
—¡Pero Agesandros mentía, padre!
Fabricius bajó las cejas.
—¿Por qué iba a mentir Agesandros?
—No lo sé, padre. ¡Pero estoy seguro de que Hanno no es ningún asesino!
—Eso es algo que nunca se puede saber a ciencia cierta —replicó Fabricius con sequedad. A Quintus le consoló que no sonara tan furioso como antes—. Nunca confíes plenamente en un esclavo.
Quintus hizo acopio de valor antes de volver a hablar.
—En ese caso, ¿cómo puedes confiar tanto en la palabra de Agesandros?
—Me ha servido bien durante más de veinte años —contestó su padre un poco a la defensiva.
—¿Y confías en el más que en mí?
—¡Vigila lo que dices! —le advirtió Fabricius. Hubo una breve pausa—. Empieza a contarme la historia desde el principio y no te dejes nada.
Quintus comprendió que su padre le concedía una prórroga antes de dictar sentencia. Respiró hondo y empezó a relatar su historia que, por increíble que parezca, su padre no interrumpió en ningún momento, ni siquiera cuando le explicó que Aurelia había prendido fuego al granero y que Gaius y él habían liberado a Suniaton. Una vez hubo acabado, Fabricius se incorporó y dio unos golpecitos en el suelo con el pie durante unos instantes.
—¿Por qué decidiste ayudar al otro cartaginés?
—Porque Hanno se negaba a marcharse sin él —respondió Quintus, a lo que añadió vehemente—: es mi amigo y no podía traicionarle.
—¡Alto ahí! —le interrumpió Fabricius en tono glacial—. No hablamos de Gaius, aquí. Liberar a un esclavo sin el permiso de su dueño es un delito. ¡Y tú lo has cometido dos veces! Se trata de un asunto muy serio.
Quintus se encogió ante la furia de su padre.
—Claro, padre. Lo siento.
—Ambos esclavos habrán desaparecido a estas horas, si saben lo que les conviene —murmuró Fabricius—. Gracias a tu impetuosidad, ahora tengo cien didracmas menos en el bolsillo, al igual que el hijo del oficial de Capua.
Quintus quiso decirle que Gaius había intentado comprar a Suniaton, pero la ira de su padre estaba a punto de explotar y Quintus decidió guardar silencio y asentir cabizbajo.
—Como soy tu padre, puedo imponerte el castigo que estime más conveniente, incluso la muerte —le advirtió Fabricius.
—Estoy a tu merced, padre —admitió Quintus cerrando los ojos. De todos modos, pasara lo que pasara, estaba contento de haber dejado marchar a Hanno.
—Aunque tú y tu hermana os habéis comportado de una forma indigna, he detectado la verdad en tu historia, o al menos lo que tú pensabas que era la verdad. En otras palabras, hiciste lo que creías que era correcto.
Sorprendido, Quintus abrió los ojos.
—Sí, padre. Y Aurelia también.
—Por ello no hablaremos más del asunto por ahora, pero las cosas no se quedarán así —sentenció Fabricius frunciendo los labios—. Y Agesandros tendrá que darme una explicación la próxima vez que nos veamos.
«Espero estar allí para presenciarlo», pensó Quintus mientras sentía resurgir su ira contra el siciliano.
—Todavía no me has explicado por qué has abandonado a tu madre y a tu hermana para venir aquí —preguntó Fabricius mirándole fijamente.
—Pensé que la guerra se habría acabado en unos pocos meses, tal y como dijo Flaccus, y no quería perdérmela —añadió Quintus.
—¿Y ese es motivo suficiente para desobedecer mis órdenes?
—No —respondió Quintus, que sintió que se sonrojaba todavía más.
—¡Pero eso es precisamente lo que has hecho! —le acusó su padre. Se quedó con la mirada fija en la distancia—. Como si no tuviera bastante con lo que ya tengo aquí.
—Me quitaré de en medio y regresaré a casa —murmuró Quintus.
—¡Ni soñarlo! ¡Es demasiado peligroso! —Fabricius vio la cara de sorpresa de su hijo—. Publio ha decidido cruzar el río Padus y conducir las tropas a territorio hostil. Ya se ha tendido un puente temporal hasta la otra orilla. Mañana por la mañana iremos al sur a enfrentarnos con el ejército de Aníbal. No quedará ningún soldado romano aquí, y los galos no son de fiar. Te cortarían el cuello en menos de siete kilómetros a la redonda.
—¿Qué quieres que haga, entonces? —preguntó Quintus desanimado.
—Tendrás que venir con nosotros —contestó su padre descontento—. Estarás a salvo en el campamento hasta que surja la oportunidad de enviarte de regreso a Capua.
Quintus se sintió más desgraciado que nunca. ¡Qué humillación! Había logrado encontrar al ejército de Publio, pero no se le permitiría luchar. Aunque tampoco le sorprendía si tenía en cuenta que sus actos habían colmado la paciencia de su padre. Al menos Hanno había logrado escapar. Quintus también se sintió afortunado de que Fabricius no le hubiera dado una buena paliza.
—¿Fabricius? ¿Dónde estás? —llamó una voz estridente.
—Por todos los dioses. ¡Lo que me faltaba! —murmuró Fabricius.
Extrañado por la reacción de su padre, Quintus se volvió y vio a Flaccus.
—¡Hete aquí! Publio quiere que nos volvamos a reunir para hablar de… —Flaccus se paró en seco al ver a Quintus—. ¿Quintus? ¡Qué agradable sorpresa!
Quintus esbozó una sonrisa culpable. Al menos alguien se alegraba de verle.
—¿Has hecho venir a Quintus? —Flaccus no esperó la respuesta de Fabricius—. ¡Una idea excelente! Ha llegado justo a tiempo —declaró Flaccus alzando el puño—. ¡Mañana les daremos una lección a esos
guggas
de mierda que jamás olvidarán!
—No le hecho venir —respondió Fabricius secamente—, sino que él ha considerado apropiado dejar a su madre y hermana solas y venir hasta aquí sin previo aviso.
—¡Ay, la impetuosidad de la juventud! —exclamó Flaccus con una sonrisa—. En cualquier caso, dejarás que venga con nosotros mañana, ¿no?
—No lo tenía previsto, no —replicó Fabricius con sequedad.
—¿Qué? —Flaccus lo miró incrédulo—. ¿Le negarás a tu hijo la oportunidad de mancharse las manos de sangre y de participar en una de las mayores victorias de la caballería de todos los tiempos? El hijo de Publio vendrá, y no es mucho mayor que Quintus.
—No es eso.
—¿Y qué es, entonces?
—No es asunto tuyo —respondió Fabricius enfadado.
Flaccus ni se inmutó ante su desaire.
—¡Venga! —insistió—. Salvo que el chiquillo haya cometido un asesinato, no le puedes negar esta oportunidad de oro. Esto podría ser un gran inicio para su carrera, una carrera que solo puede prosperar cuando tu familia se una a la de los Minucii.
Furioso, Fabricius pensó en las opciones que tenía. La insistencia de Flaccus le había puesto en una situación comprometida, y sería maleducado por su parte rechazar su propuesta. Además, podría perjudicar las oportunidades de Quintus de prosperar en el futuro. Aunque estuviera casado con Aurelia, Flaccus no tenía obligación alguna de ayudar a su cuñado, todo dependería de su buena voluntad.
—Muy bien. Le pediré permiso al cónsul para que Quintus se incorpore a mi unidad —dijo tratando de fingir alegría.
—¡Excelente! —exclamó Flaccus—. Seguro que Publio no rechazará a un jinete de la calidad de tu hijo.
Quintus no daba crédito a su suerte.
—Gracias —dijo con una amplia sonrisa—. No te decepcionaré, padre.
—Has tenido suerte —gruñó Fabricius mientras clavaba un dedo en el pecho de Quintus—. Y no te creas que te has librado del castigo que te mereces.
—Mañana se ganará la gloria y olvidarás todo lo que ha hecho —comentó Flaccus guiñando un ojo a Quintus—. Ahora será mejor que nos vayamos y no hagamos esperar más a Publio.
—Tienes razón —admitió Fabricius. Señaló una tienda cercana a Quintus—. En esa tienda hay sitio. Diles a los hombres que te he enviado yo. Buscaremos tu equipo más tarde.
—Sí, padre. Gracias.
Fabricius no respondió.
—Hasta mañana —se despidió Flaccus—. ¡Cubriremos el campo de batalla con los cuerpos de los
guggas
!
A Quintus le vino una imagen de Hanno a la mente, pero intentó forzar una sonrisa y eliminar la imagen de su cabeza. Lo único que importaba en esos momentos era vencer a los cartagineses, se dijo.
El reencuentro
Hanno no se atrevió a cruzar el improvisado puente sobre el río Padus. Ya había tentado lo bastante a la suerte saliendo solo del campamento en su mula fingiendo ser un esclavo. Al menos había dos centurias de legionarios vigilando la carretera que llevaba al cruce y, por muy aburridos que estuvieran los guardias, Hanno dudaba que fueran tan estúpidos como para no interrogar a un hombre de tez oscura que hablaba latín con acento. Por consiguiente, decidió cabalgar hacia el oeste por la orilla sur del río en busca de un lugar seguro para cruzarlo.
El viento invernal había arrancado las hojas de los árboles y dejado el paisaje desnudo, por lo que era muy fácil detectar cualquier movimiento, lo cual era perfecto para Hanno, que llevaba un puñal como toda arma y no deseaba encontrarse con nadie hasta que pudiera cruzar el río y adentrarse en el territorio de los ínsubros, que solían ser hostiles a los romanos. De todos modos, incluso allí Hanno prefería evitar todo contacto humano. Solo podía confiar en su propia gente y en los que luchaban a su lado. A pesar de que todavía no estaba a salvo, no podía evitar sentirse exultante. Casi percibía la presencia cercana del ejército de Aníbal.