Aníbal (75 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
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Y, sobre todo, había mujeres. Hacia algunas décadas Capua había recibido de Roma una variante del derecho civil latino; los habitantes de Capua podían sentirse romanos, aunque sin derecho a voto, y podían agradecer esto a que pagaban impuestos y suministraban tropas a Roma. Según las últimas cifras, Capua y sus alrededores podían movilizar a casi treinta mil soldados de a pie y a cuatro mil jinetes; tras las escaramuzas de los romanos contra los celtas y los dos primeros años de la gran guerra, ya faltaban en Capua más de cinco mil hombres. Había más de tres mil viudas, y muchas más muchachas que jóvenes.

En la ciudad confluían cinco grandes carreteras; con ellas, Aníbal dominaba las principales vías de comunicación entre Roma y el sur. Desventajas que Capua había comprobado dolorosamente muchas veces —como la carencia de defensas naturales— se habían convertido en ventajas. Como no existía un río caudaloso, ni una pared de piedra impenetrable, los capuanos habían rodeado la ciudad de grandes y gruesas murallas que en el pasado —contra samnitas y romanos— no habían podido guarnecer con el suficiente número de hombres. Las tropas púnicas se dirigieron hacia esas murallas y los cuarteles correspondientes; Asdrúbal el Cano, quien no sabía pasar un invierno ocioso, ocupaba a uno u otro grupo de soldados en trabajos de mejora y fortificación.

Consejeros de Capua habían procurado a Aníbal y sus oficiales espaciosas casas en las inmediaciones de la muralla. Cuando Antígono llegó por fin a Capua, encontró a Aníbal, para su gran alegría, en el mejor de los cuidados. Pacuvia tenía treinta años, y era una mujer inteligente y cariñosa. Era la dueña de la casa confiscada por la ciudad, que en un primer momento había debido y querido abandonar.

Había muchas noticias buenas, y aún más noticias malas, que eran discutidas una y otra vez durante las largas y tranquilas noches de invierno. Aníbal estaba a menudo con la tropa, llevaba a los hombres en marchas forzadas a través de Campania, mandaba poner sitio a Casilinum y emplazaba destacamentos de seguridad en puntos importantes; sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad, donde los largos hilos de su red de informadores empezaban a atarse de nuevo.

Las buenas noticias eran más bien vagas; promesas o anuncios: un príncipe llamado Hampsikhoras comunicó desde Sardonia que su gente, resignada a no recuperar la libertad, ansiaba volver del opresor dominio romano a la moderada dirección de Kart-Hadtha. Mensajes similares llegaban desde diferentes regiones de Sicilia, donde la opresión romana y los crecientes abusos de los legionarios contra la población hacían añorar cada vez más los viejos buenos tiempos de la epicracia karjedonia. Por último, en Siracusa, ciudad cuyo viejo rey Hierón había renovado la antigua alianza con Roma dos años atrás y había enviado unos cuantos arqueros al Tiberus, se decía que las cosas estaban adquiriendo un nuevo cauce: a Hierón no le quedaba mucho tiempo de vida, aunque sí más que a su hijo Gelón, muerto hacía poco, quien se había mostrado más inclinado hacia los púnicos; no obstante, el previsible sucesor de Hierón, su nieto Hierónimo, se separaría de los romanos.

Frente a estas promesas se levantaban hechos negativos. Entre éstos se encontraba el informe desfavorable hecho por Antígono respecto a Macedonia y Filipo, lo mismo que la continuación de la «locura helénica». Después de la batalla de Rafia, en la frontera sirio—egipcia, la guerra entre Ptolomeo y Antíoco había terminado, por fin, hacía un año; pero aún continuaba el levantamiento del antiguo gobernador seléucida de Asia, Achaios, contra Antíoco, de modo que una guerra desembocó inmediatamente en la otra. Quizá Ptolomeo volvía a estar en condiciones de mirar más allá de su propio umbral. Antíoco continuaba sin poder hacerlo.

Las peores noticias llegaron de Iberia. Tras los contragolpes del año anterior, Asdrúbal había conseguido sofocar insurrecciones, reforzar el ejército y construir una nueva flota. Incluso había recibido refuerzos de Kart-Hadtha —cuatro mil soldados de pie libios y quinientos númidas—. Sin embargo, los representantes de los Ancianos le habían impedido que depusiera de su cargo al incapaz almirante Amílcar —quien ahora se había puesto de acuerdo con los romanos y había incitado a la rebelión a los tartesios—. Asdrúbal, en lugar de poder utilizar el ejército reforzado para atacar a los dos Cornelios en el Iberos, tuvo que emprender una marcha forzada hacia el sur. Apenas Asdrúbal hubo aniquilado a los tartesios, con un copo perfectamente ejecutado, el Consejo de Kart-Hadtha le ordenó que emprendiera aquella expedición hacia Italia, a través de los Pirineos y los Alpes, que el estratega había proyectado el año anterior y el mismo Consejo había impedido entonces, y ahora la orden fue dada con tan poca cautela que prácticamente toda Iberia se enteró. Ahora bien, las alianzas firmadas entre íberos y púnicos no hacían que los primeros se sintieran obligados hacia la lejana Kart-Hadtha, sino hacia el hombre con el que habían cerrado esas alianzas. La noticias de la inminente partida de Asdrúbal hacia Italia hizo que todo el país ardiera en llamas; sólo después de recibir cartas apremiantes de Asdrúbal, decidió el Consejo de Kart-Hadtha enviar a Iberia a un inexperto subestratega llamado Himilcón con un ejército de aproximadamente diez mil libios y mil númidas; éste debía ocuparse de mantener la tranquilidad en Iberia tras la partida de Asdrúbal.

Como para demostrar que dominaban a la perfección el elevado arte de embrollarlo todo con insensateces, los dos Ancianos se inmiscuyeron también en los preparativos y organización de la expedición a Italia. Asdrúbal había planeado separar a los Cornelios atacando la flota romana, capitaneada por Publio Cornelio Escipión, y atrayendo a Gneo Cornelio hacia el interior mediante el ataque de pequeñas tropas de acoso y noticias falsas, para así poder avanzar bordeando la costa hastalos Pirineos sin entrar en sangrientas batallas con los romanos, que retardarían la marcha. Pero los Ancianos decidieron otra cosa: la flota era demasiado costosa como para ponerla en juego en un ataque, y antes de partir hacia Italia, Asdrúbal tenía que aniquilar al ejército romano en el Iberos. Y tenía que hacerlo de inmediato, sin un largo descanso después de la expedición contra los tartesios, sin reorganizar las tropas, sin fuerzas adicionales que protegieran los flancos; las tropas de Himilcón debían quedarse en el sur de Iberia. El agotado ejército fue vencido y reducido casi a la mitad por los dos Cornelios, cerca del Iberos.

—No dejo de preguntarme cuánto más tiene que tragar tu hermano antes de asesinar a los Ancianos. O de abandonar todo. —Antígono se repantigó frente a la gran hoguera; había pasado una larga y agradable noche de conversación con Memnón y un largo día durmiendo; su hijo había salido a caballo a primera hora de la tarde para hacer la ronda habitual por los campamentos adelantados. Aníbal, quien acababa de regresar de una cabalgata de seis horas, estaba sentado sobre un escabel, con el torso desnudo y el rostro dirigido a la hoguera. Tenía un vaso de vino aromático caliente en la mano. Pacuvia le estaba frotando la espalda con aceite y ungüento perfumado.

—No hará ninguna de las dos cosas. —Aníbal dejó escapar un gemido de placer cuando los dedos de Pacuvia se ocuparon de un punto tenso—. No hará ninguna de las dos cosas, Tigo. El… él es un Barca.

—A pesar de ello. Oh estratega, vuestra lealtad hacia una ciudad que apenas conocéis y que siempre os apuñala por la espalda tiene algo de divino. Ya sea misterio divino, o divina estupidez.

—Sangre divina —dijo Pacuvia. Sonreía y seguía dando friegas.

—Tal vez. El peso de la sangre, la historia y la tradición, Tigo.

El heleno tenía la mirada fija en su vaso.

—No os comprendo. No del todo. Existen límites.

Aníbal carraspeó.

—¿Crees que Quinto Fabio Máximo se pasaría a nuestro bando si el Senado lo degradara? ¿Por ejemplo?

Antígono pensó un largo rato.

—No. Se presentaría bajo los estandartes como simple legionario. Supongo.

—Exacto. —Sonó como si con ello todos los problemas quedaran explicados y resueltos.

—¿Y Magón? ¿Piensas que también él se dejaría tratar como Asdrúbal, sin amotinarse?

—Magón también, sí. Es mi hermano y es hijo de Amílcar.

Magón se encontraba fuera desde hacia mucho tiempo. Había marchado hacia el sur con parte de la tropa para ejercer sobre ciudades brutias una suave presión que las moviera a pasarse a los púnicos; luego había viajado a Kart-Hadtha llevando algunos cántaros llenos de anillos, festones de espadas y otras joyas quitadas a los cuerpos de los romanos muertos en Cannae; viajaba como embajador de su hermano, intermediario entre el estratega y la ciudad. portavoz de los deseos del estratega.

—¿Crees que le concederán lo que pides?

Aníbal arrugó la frente y balanceó la cabeza.

—¿Después de las malas noticias de Iberia? Me temo que el Consejo pensará primero en la plata y reclutará tropas para Iberia.

—Pero sin refuerzos…

—Necesito gente, es verdad. Todavía no se… Ya veremos qué nos depara la primavera.

Con sus fortalezas y pequeñas guarniciones, los romanos no podían acometer grandes empresas contra Aníbal, pero si le obligaban a vigilarlos constantemente. Y para ello hacía falta gente. Aníbal tenía que emplazar soldados que vigilaran las carreteras importantes, y otros que protegieran las ciudades que se habían pasado al bando púnico y ahora eran acosadas por los romanos. Según los tratados firmados con Capua y otras nuevas ciudades amigas que hasta entonces habían tenido que suministrar soldados a Roma, estas ciudades no estaban obligadas a esto con Aníbal; Capua había abierto sus puertas después de que Aníbal prometiera observancia de la antigua constitución de la ciudad, autonomía interna y exoneración de tributos forzosos. Los púnicos podían reclutar voluntarios en Capua o en cualquier otro lugar, pero para ello hacía falta dinero. Los oficiales no dejaban de confiar en conseguir mejores resultados en el siguiente intento de reclutar tropas, pero las cantidades exigidas siempre eran demasiado elevadas; para proteger los territorios, ciudades, puertos y aliados ganados hasta entonces, hacia falta por lo menos veinticinco mil hombres más. Dinero para pagarles. Más dinero para reclutar itálicos. O mucho más dinero para reclutar únicamente itálicos y quizá algunos helenos, si no les enviaban refuerzos de Kart-Hadtha.

—Soldados, caballos, monedas, barcos —murmuró Aníbal—. Sobre todo barcos. Si se llegara a un acuerdo con Filipo… Macedonia no tiene flota. ¿Cómo traerían sus tropas a Italia? ¿Cómo protegeremos Siracusa si Hierón muere y su nieto realmente se pasa a nuestro bando? ¿Y Sardonia? Barcos. Monedas. Armas. Soldados.

Un jinete llegó a la puerta de la casa. O varios. Un guarda apareció en el umbral. Aníbal se levantó, se echó encima el chitón, sonrió a Pacuvia y salió.

—¿Un poco de asado, heleno?

—Señora de la casa, diosa de la hospitalidad, ¡sí!

Pacuvia inclinó la cabeza y salió por otra puerta. Antígono yació su vaso y cerró los ojos. Pensó en sus dudas. Después en los milagros que Aníbal había hecho hasta ahora. El cruce de los Alpes había sido imposible, lo mismo que la victoria de las tropas extenuadas frente a Cornelio y Sempronio; imposible había sido también la marcha a través de los pantanos, y aún más imposible la victoria contra el poderoso ejército de Flaminio. Para no hablar de Cannae. Era completamente imposible romper las sólidas alianzas de Roma. y ahora prácticamente todo el sur de Italia era púnico. Antígono volvió a sus dudas, las sopesó poniendo en el otro platillo la riqueza de ideas de Aníbal, al parecer inagotable. El estratega pesaba más. Roma nunca había estado tan quebrantada: ¿a caso esta gran guerra terminaría ganándose, a pesar de los Señores del Consejo de Kart-Hadtha?

Retumbar de pasos. Antígono abrió los ojos. Aníbal estaba de nuevo en la habitación; se acercó lenta, muy lentamente, al heleno. El ojo del estratega parecía como cubierto por un sutil velo.

—¿Qué pasa'? —Antígono se levantó de un salto, recordó que Aníbal apreciaba el humor negro, carraspeó—. Por tu aspecto uno diría que… que un mensajero acaba de informarte de la caída de la eterna Kart-Hadtha.

—Peor, Tigo. —La voz de Aníbal hacía sus palabras casi ininteligibles. El estratega estiró los brazos—. Un viejo y muy querido amigo… uno de mis más viejos amigos. Sostenme.

Antígono abrazó al estratega, perplejo y espantado.

—Muchacho ¿quién…?

—Una pérdida irreparable, Tigo. —La voz de Aníbal era sólo un murmullo; apretó a Antígono contra su cuerpo.

Por un instante el heleno tuvo la extraña sensación de que no era él quien sostenía a Aníbal, sino que el estratega lo sostenía a él.

—Oh Tigo —dijo Aníbal en voz muy baja—. Una lanza. Todo sucedió muy rápidamente. Una emboscada romana; en la carretera.

Antígono sentía que los vigorosos músculos del púnico lo sostenían, le servían de apoyo. Y lo hacían girar de modo que la mirada del heleno se dirigiera hacia la puerta, por encima del hombro de Aníbal. Cuatro númidas —uno de ellos tenía una cicatriz en la mejilla; ¿por qué era importante eso? — trajeron un cadáver, colocándolo sobre la mesa. Podía verse un palmo de la lanza quebrada; la punta continuaba clavada en el pecho de Memnón.

ANÍBAL, HIJO DE AMÍLCAR BARCA, ESTRATEGA,

ANTE LAS PUERTAS DE NOLA, CAMPANIA,

A ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,

KART-HADTHA EN LIBIA

Recuerdos, salud, valor, amistad, oh Tigo: Como ves, el problema de Nola continúa sin resolverse; Marco Claudio Marcelo ocupa 1a fortaleza y la carretera, y basta nos ha propinado una pequeña derrota. La primera, y está bien que haya sido pequeña; pero en algún momento tenía que producirse nuestra primera derrota. Más amargo es el número de bajas. Tú sabes que. al no haber refuerzos, cada hombre vale por diez. En todo caso, sé muy bien a quién tengo que agradecer los jinetes; cuatro mil veces gracias, amigo.

Las propuestas que hiciste en invierno y tuvimos que dejar para más adelante deben hacerse realidad ahora. No busques motivos, ocúpate de que Daniel siga administrando bien la finca, de modo que. si algún día termina esta guerra, sin la muerte y la decadencia de todo, unos cuantos ancianos. —Aníbal desdentado, Asdrúbal encorvado, Magón con dolor de espalda— todavía puedan encontrar un último pan que comer. Todo lo demás, Tigo, absolutamente todo, todo, gástalo, a conciencia y hasta el último schekel. Ya sabes cuál es la situación: tenemos el sur de Italia, tenemos una parte del centro de Italia, Siracusa está de nuestra parte, Sardonia arde, los siciliotas del oeste se están levantando contra Roma, el tratado con Filipo está vigente. He enviado a Cartalón y Bonqart al norte, a territorio celta, y nos han hecho un costoso regalo: los celtas. bajo el mando de Cartalón y Bonqart han aniquilado cuatro legiones de boios. Los etruscos e incluso algunos latinos empiezan a vacilar, las grandes ciudades italiotas del sur vacilan desde hace ya mucho tiempo. Hay ejércitos romanos aquí y allá, pero el poder de Roma ha vuelto al estado de hace cien años; antes de Pirro, antes de la primera Guerra Romana. Y esto a pesar de los acontecimientos de Iberia.

Sé que el Consejo de Kart-Hadtha piensa que todo está ganado y sólo se preocupa por las minas de plata y los mercados de Iberia. Les he escrito; a cada uno de los consejeros; les he escrito que los frutos podrán recogerse dentro de un año, si hay suficientes recolectores para construir las escaleras y apoyarlas al árbol, sacudir el tronco y cortar las ramas molestas. He mandado acuñar monedas, oh Tigo, en Bruttium; monedas púnicas acuñadas sobre suelo itálico. Pero falta la plata para acuñar suficientes monedas, y faltan lo s hombres que reciban esas monedas como soldada. Armas no nos faltan; si sólo hubiera suficientes hombres para empuñar las espadas romanas que tomamos como botín en Cannae. Ya sabes cuánto he intentado conservar a los irremplazables íberos y libios; pero muchos de esos hombres han sido fieles a mi padre, a Asdrúbal y ahora a mi, y se están haciendo viejos, como tú y yo. Consolidar lo que hemos conseguido, haciendo economías y yendo con cuidado, sin correr riesgos; proteger a los nuevos aliados, fortificar ciudades, defender puertos, vigilar carreteras y cerrarlas a las legiones: bastarían treinta mil hombres, pero no los tengo; me falta la quinta parte de esa reducida cifra. Y harían falta otros treinta mil más para enfrentar las batallas decisivas, para hacer volar en mil pedazos el edificio, en apariencia sin grietas, de las alianzas latinas. Un año, ¡ojo rojo de Melkart!, medio año y Roma pediría la paz de rodillas. Pero lo que tenemos aquí no alcanza ni para una cosa ni para la otra. Hoy tenemos que sitiar esta ciudad, mañana partir en marcha forzada hacia una carretera para interceptar a un ejército romano, después tenemos que dividirnos en tres partes para ayudar a dos ciudades amigas y bloquear un paso. Todos están cansados, todos están extenuados, y todos son grandiosos.

Pero, cuando, el día de mañana, desembarque en Libia un ejército romano, cuando el Consejo se sienta con la soga al cuello y los Señores vean arder sus fincas, entonces —ya lo hemos visto, lo hemos oído, lo sabemos—, entonces, oh Tigo, nuestros consejeros tardarán pocos meses en reclutar a cien mil soldados entre los masilios y masesilios, mauritanos y gatúlicos, garamantas, augíleros y nasamones, y en Lacedemonia y Asia. No comprenden que ese gasto está a punto de caer sobre ellos, y que será el fin. Si gastan ahora sólo la tercera parte de eso, los frutos serán recogidos. Si no lo hacen ahora, el árbol que nos impide ver el sol crecerá sin control.

Por eso, amigo y guardián del dinero, gasta todo lo que puedas gastar. Quinientos númidas son demasiado pocos, pero son muchos; trescientos gatúlicos de aquí, mil lacedemonios de allá, muy poco, demasiado poco, pero envíamelos.

E intenta, con Bostar y los otros, influir en una cosa. Se trata de algo casi tan importante como lo anterior. El Consejo enviará barcos y tropas al lugar donde los bolsillos de los consejeros estén amenazados o donde puedan encontrar ganancias. Enviarán tropas a Iberia, en lugar de dejar actuar a Asdrúbal, y perderán esas tropas; apoyarán a Sardonia con tropas y dinero, y lo perderán todo; desembarcarán tropas y dinero en Sicilia, y lo perderán todo, si los estrategas que envíen allí no tienen presente una cosa. También esto se lo he escrito, pero, te lo ruego, díselo a todos los de la ciudad, hazles regalos para que te escuchen: deben enviar a esos lugares la mitad, y la otra mitad a nosotros, a Italia; y los que asuman el mando en Sicilia y Sardonia tienen que atrincherarse en ciudades y defender puertos, fortificar las montañas y construir murallas, molestar y mantener ocupados a los romanos con su simple presencia, pero, por todos los dioses en los que pueda creer alguien, nunca, nunca, nunca deben buscar una batalla abierta contra las legiones romanas con sus tropas inexpertas. Enviadme soldados, movilizad a los antiguos soldados para mantener a los legionarios romanos lejos de Italia, pero no presentéis batalla. Defendeos, pero no ataquéis; debilitad, pero no intentéis aniquilar, pues de lo contrario seréis aniquilados. Con oficiales experimentados y tropas probadas durante años de luchas, y también astucia, aprovechamiento del terreno y el clima y, por último, suerte, es posible vencer a las legiones; pero no con soldados recién reclutados y oficiales inexpertos.

Una cosa más, oh Tigo, que te debo y agradezco; y al mismo tiempo el ruego de que utilices toda tu influencia para que se construyan barcos y las flotas no sean desperdiciadas. Si se desembarcan en Sardonia y Sicilia tropas bajo el mando de oficiales cautos, que los barcos se retiren inmediatamente y de allí, antes de que se vean metidos en un combate naval contra los romanos. Lo importante no es que los romanos tengan barcos o no, sino que los nuestros puedan moverse; para bloquear Apolonia cuando lleguen las tropas macedonias y para traer a los macedonios a Italia.

Pues éstos son el tratado y el juramento que, conseguido gracias a tu hábil mediación, el estratega Aníbal, los ancianos Myrkam y Barmorkar y todos los miembros del Consejo de Kart-Hadtha y todos los otros púnicos que acompañan a Aníbal en la campaña, han cerrado y jurado con y frente a Jenófanes, hijo de Cleómaco de Atenas, a quien el rey Filipo, hijo de Demetrio, ha enviado a nosotros en calidad de apoderado suyo, de los macedonios y de sus aliados.

(Te envío la versión helena, amigo; la púnica ya la tiene el Consejo; debes tener en cuenta que todo esto no hubiera sido posible sin ti, y que ha sido difícil y ha tardado en conseguirse, pues Jenófanes fue capturado por los romanos cuando venía hacia aquí y sólo fue puesto en libertad porque alegó ante el jefe de la patrulla romana que traía importantes mensajes de Filipo para el Senado. Pero en el viaje de regreso volvió a caer en manos de los romanos, y esta vez no lo dejaron ir. Ahora Roma conoce el contenido del tratado. Sólo una nueva embajada, encabezada por Heráclito el Oscuro, Crilón de Boiotia y Sosioteo de Magnesia, consiguió llegar a Filipo con el tratado. Ya ves la infinita importancia que tiene la cuestión de la flota en el mar Ilirio. Antes de transmitirse el tratado, tal y como fue firmado, permíteme repetirte una vez más: tropas de apoyo pequeñas y cautas a Sicilia y Sardonia, que éstas no se dejen llevar de ninguna manera a una batalla campal; mano libre para Asdrúbal; envío urgente de refuerzos a Italia; dirección de la flota hacia un objetivo, traer tropas macedonias a través del mar Ilirio.)

El tratado:

Ante Zeus, Hera y Apolo, ante el Protector de Karjedón, Heracles y Iolaos, ante Ares, Tritón y Poseidún, ante los Dioses que están con nosotros en nuestra campana, ante el Sol, la Luna y la Tierra, ante los Ríos, Puertos y Aguas, ante todos los Dioses que rigen el destino de Karjedón, ante todos los Dioses que rigen el destino de Macedonia y el resto de la Hélade, ante todos los Dioses que nos acompañan en la campaña, que todos ellos vigilen el cumplimiento de este juramento:

El estratega Aníbal y todos los miembros del Consejo de Karjedón que están con él, y todos los karjedonios que lo acompañan en esta campaña, declaran, después de haber recibido nuestro y vuestro visto bueno, que prestamos este juramento de amistad y sincero afecto jurando ser amigos, aliados y hermanos bajo estas condiciones.

El rey Filipo. los macedonios y todos los otros helenos que sean sus aliados deberán brindar protección y ayuda a los karjedonios, como parte preponderante del contrato, al estratega Aníbal y a quienes están con él, y a quienes se encuentran bajo la soberanía karjedonia, regidos por las mismas leyes que éstos, y a los habitantes de Ityke, y a todas las ciudades y tribus súbditas de Karjedón. a los soldados y aliados, a todas las ciudades y tribus de Italia, los territorios celtas y Liguria con las que tenemos amistad y con las que cerremos pactos de amistad y alianza. Asimismo, el rey Filipo, los macedonios y los otros helenos que sean sus aliados recibirán protección y ayuda de los karjedonios que están con nosotros en la campaña de los habitantes de Ityke y de todas las ciudades y tribus súbditas de Karjedón, de los soldados y aliados, de todas las ciudades y tribus de Italia, los territorios celtas y Liguria, y de todos con quienes cerremos alianzas.

No urdiremos intrigas unos contra otros, ni nos tenderemos emboscadas, sino que, con sentimientos sinceros, con el mayor celo, sin perfidia ni mulos pensamientos, seremos enemigos de aquellos que emprendan guerras contra los karjedonios, a excepción de reyes, ciudades y tribus con los que hayamos jurado tratados y amistad. Pero también seremos enemigos de aquellos que emprendan guerras contra el rey Filipo, a excepción de reyes, ciudades y tribus, con los que hayamos jurado tratados y amistad.

Pero vosotros también seréis aliados nuestros en la guerra que sostenemos con los romanos, hasta que los Dioses nos den la victoria a nosotros y vosotros, y nos ayudaréis según sea preciso y según acordemos. Cuando los Dioses nos hayan dado la victoria en la guerra contra los romanos, cuando los romanos pidan cerrar un tratado de amistad, lo cerraremos de tal manera que la misma amistad se extienda también a vosotros, y bajo condiciones que no permitan que los romanos emprendan jamás guerras contra vosotros, y que los romanos no posean soberanía en Kerkira, Apolonia, Epidamnos, Faros, Dimale, los partianos y los atintanos. Los romanos deberán devolver a Demetrio de Faros todos sus súbditos, que ahora se encuentran en la zona de dominio romano. Pero si los romanos emprenden la guerra contra vosotros o contra nosotros, nos ayudaremos mutuamente en esa guerra, según sea preciso para cada uno. Lo mismo si estalla alguna otra guerra, a excepción de aquellas contra los reyes, ciudades o tribus con los que hemos jurado tratados y amistad.

Si en algún momento nos parece bien quitar o añadir algo ueste tratado, sólo quitaremos o añadiremos lo que parezca bien a ambas partes.

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