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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (82 page)

BOOK: Aníbal
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—¿Y por eso se discutía en el Consejo? ¿Preveíais todo esto desde el comienzo de la guerra?

Oreibasio rió.

—No podía preverse. Sin Aníbal la guerra hubiera terminado hace mucho, y un hombre así no podía entrar en nuestros cálculos. No, señor del Banco de Arena. —El masaliota soltó por fin el traje de Antígono—. Si durante cualquiera de estos años Karjedón hubiera utilizado únicamente la quinta parte de sus gastos de guerra para enviar refuerzos a Aníbal, Roma hace tiempo que hubiera retrocedido hasta sus antiguas fronteras y hubiera tenido que cerrar tratados que la limitaran a éstas. O hubiera sido destruida. Pero Karjedón ha despilfarrado, desperdiciado, regalado, sacrificado absurdamente todo. Y nosotros no rompimos la alianza con Roma porque sabíamos, calculábamos, esperábamos que eso sería precisamente lo que haría el Consejo de Karjedón. Karjedón ha sido siempre un enemigo agradable; Roma es un amigo terrible. Karjedón no nos hubiera protegido; como principal amigo de Roma, Massalia no necesita protección contra Roma, aún no. Quizá de esta manera consigamos mantener nuestra independencia diez o veinte años más. Después nos convertiremos en una provincia de Roma, con un gobernador y una guarnición romana, y nos obligarán a hablar latín y a renunciar a nuestras antiguas instituciones.

Antígono examinó el liso rostro de adolescente. Los latidos debajo del ojo eran ahora más violentos, más evidentes; sobre las facciones del armador yacía una fría capa de amargura.

—¿De modo que os habéis puesto del lado de Roma para no ser esclavizados en seguida, sino dentro de un par de décadas?

—Así es. Y como apoyamos tan valientemente a los romanos, ahora podemos comerciar en las regiones que han ocupado en Iberia. Y —tosió— puesto que somos amigos tan leales, no nos hacen exigencias desagradables. Saben tan bien como nosotros que Aníbal todavía puede vencer, y que necesitan toda la ayuda posible.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Sólo quiero decir, señor del Banco de Arena, que en Roma se sabe que estás aquí. Y, naturalmente, saben que has intentado varias veces enviar dinero y tropas a Aníbal. Pero no nos han pedido tu extradición. Todavía no.

Antígono bebió lentamente el vino aromático, ya frío.

—¿Y si quisieran tenerme en sus manos, qué pasaría?

Oreibasio sonrió.

—En esta casa aprobaríamos la extradición y te dejaríamos escapar. Discretamente. Hasta entonces… —Afiló los labios y dijo susurrando: tu barco, ¿diez talentos de plata?

—Demasiado, señor de los barcos.

—Tú conoces la situación. En estos tiempos muchos mercantes se hunden, son apresados, requisados, se pierden. Actualmente los barcos cuestan el doble de lo que se pagaba por ellos antes de la guerra. Y tu barco está especialmente bien pertrechado y en muy buen estado para navegar.

Cinco días después un emisario trajo varios pesados sacos de cuero a Antígono— El heleno contó las monedas en su cómoda prisión. Seis talentos; no sabia si Oreibasio había pagado con dinero propio o con medios del Consejo.

En primavera, casi un año después del inicio del cautiverio de Antígono, llegó a Massalia una embajada del Senado de Roma. Era el día de la gran fiesta del inicio de la primavera. Arquesilao visitó a su tío por primera vez desde hacía mucho tiempo; llevaba prisa.

—Mañana tendrá lugar la fiesta del sol, en la explanada que hay frente al templo de Artemis. —Hablaba titubeando, e, intencionadamente o no, en voz muy baja—. Resulta que estaréis unos momentos sin vigilancia. Oreibasio se ocupará de ello. En la desembocadura oriental del Ródano os espera un barco, oculto entre los cañaverales. Debéis subir a una carreta de bufones cubierta con una capota de tela de color azul grisáceo. Tiene unos parches rojos, un triángulo sobre la rueda trasera de la izquierda.

Arquesilao se marchó antes de que Antígono o Bomílcar pudieran darle las gracias o hacer preguntas.

La fiesta de la igualdad del día y la noche era celebrada en todos los templos de Massalia. Únicamente la pequeña comunidad judía no participaba en la celebración. La plaza situada frente al templo de Artemis no tenía ninguna significación especial; sólo era la más grande. La mayoría de las fiestas tenían lugar casi sin que hubiera creyentes; por lo demás, Massalia depositaba los regalos y honraba a los dioses en los días prescritos, esto es, después de la cosecha, para que (en el caso de los sacerdotes: sí) éstos los dejaran en paz. Hogueras con carne asada ardían en la gran plaza; los viñadores y comerciantes de vino había montado puestos con enormes ánforas y grandes cubas de madera. Frente a todos los despachos de vino habían mesas burdas y troncos usados como asientos; los posaderos de las calles vecinas participaban sacando a la calle grupos de mesas que parecían cabezas de puentes. Por todas partes podían verse tiendas y barracas: adivinos, contorsionistas, narradores, tragasables, bufones, monstruos. Coleccionistas de animales que habían viajado mucho mostraban sus piezas más exóticas. En un aprisco levantado a uno de los costados de la plaza, dos bisontes castrados, un elefante hembra y unos cuantos chacales se mantenían a cierta distancia unos de otros; al lado, tras altas estacas, un leopardo andaba en círculos, resoplaba, observaba a la multitud con ojos fosforescentes.

En un cuadrilátero dejado libre en el centro de la plaza, galos y germanos desnudos, untados de aceite y brillantes de sudor luchaban entre si; el que quería perder su dinero podía retar a uno de los feroces gigantes. Sobre una plataforma de madera era exhibida una ternera de dos cabezas, cuidada por una mujer pelirroja de piel escamosa y miembros infinitamente hinchados. Un grupo de músicos heleno—frigios tocaban, en la escalinata del templo, liras, siringas, diversas flautas e instrumentos de percusión de madera y metal. Antígono y Bomílcar escucharon un rato a los músicos, que hacían brotar como por encanto maravillosas escalas y armonías, y rieron con los masaliotas cuando el músico de más edad habló de una breve estancia en Roma, donde los bárbaros habían empezado a inquietarse al terminar la segunda pieza, y al concluir la tercera les habían reclamado que dejaran los instrumentos y lucharan o pelearan un poco con los puños.

Un gigante de barba blanca que llevaba un tambor colgado se abrió paso entre la multitud, dando golpes a la tensa piel de ternera del tambor y gritando una y otra vez:

—Ari, Ari, Aristoboulos. Aristoboulos y sus estremecedores enanos. Estre, estre, estremecedores enanos. Venid, venid, venid a Ari, Ari, Ari y estre, estre, estre.

Uno de los guardas tocó el codo a Antígono.

—Deberías ver a los enanos, señor. Por recomendación del armador Oreibasio.

Antígono inclinó la cabeza y tiró de Bomílcar. El capitán dejó de mala gana que una ramera escapara de sus brazos. Aristoboulos —el mismo gigante del tambor, pero ahora sin barba— se volvió hacia los curiosos.

—Negocios urgentes nos llaman —gritó el gigante—. Negocios muy urgentes. Ésta será nuestra primera y única función de hoy. Quien quiera verla, que la vea; quien quiera asombrarse, que se asombre, quien quiera verla y asombrarse, ¡que pague! ¡Empezaremos cuando el bote haya alcanzado un cierto peso!

Alguien gritó:

—¡Primero la función, después el dinero!

Aristoboulo se levantó; su voz sonó irritada.

—¡El arte que entusiasma a la Oikumene! Bárbaros y romanos querían ver primero y pagar después; ¡las personas de gusto exquisito saben qué fue lo que se perdieron!

El bote de madera circuló entre el público. La compañía parecía haber recibido efectivamente cierta llamada; la mayoría de los curiosos arrojaron óbolos y hasta dracmas al bote. Aristoboulo había colocado su carreta en una calle estrecha que salía de la plaza y llevaba hacia el oeste; un cordel sostenido por toneles formaba un circulo que se extendía, en parte, sobre la plaza y, en parte, sobre el final de la calle. Dentro del circulo se habían colocado gruesas esteras. Cabezas observaban desde los edificios de ambos lados de la estrecha calle; Aristoboulo lanzó maldiciones contra los vecinos que pretendían ver el espectáculo sin pagar, hasta que también de las ventanas cayeron monedas.

La carreta —grande, de cuatro ruedas, cubierta con una capota de color azul grisáceo— estaba cerrada por detrás con una portezuela. De pronto ésta se abrió. Siete enanos salieron del carro dando volteretas, rodaron pasando unos por encima de los otros, por debajo, cruzándose, corrieron alrededor del circulo formado por el cordel, saltaron unos sobre otros al mismo tiempo y desde tres puntos distintos. Como peces brincando sobre la superficie del agua. Luego dos de ellos se colocaron espalda contra espalda; otros dos subieron sobre los hombros de éstos, el quinto trepó sobre el cuarto y pronto los siete habían formado una torre. Aristóbulo arrojó al que se encontraba más arriba un paquete atado con cordones. El enano desató los cordones y se pasó una tela por encima de la cabeza; un paño de lana azul grisácea con puntos rojos cayó ondeando y envolvió a la torre de enanos. El que se encontraba en lo alto de la torre se puso un sombrero de ala ancha; de pronto los enanos se habían convertido en un personaje gigantesco, el paño de lana, en un abrigo. Un instante después el abrigo se abrió un poco. Uno de los enanos, envuelto en una tela color carne, salió por la abertura, como un falo. Su cabeza, calva y rosada, era el prepucio. La torre empezó a balancearse rítmicamente, hacia adelante y hacia atrás, mientras Aristoboulo tocaba el tambor y cantaba con voz ronca una canción apenas inteligible, pero sin duda obscena. De pronto, el enano que hacia las veces de falo escupió un líquido lechoso y se dejó caer hacia adelante; el abrigo volvió a envolverlo.

Los espectadores gritaban, aplaudían y pataleaban. El abrigo cayó, lo mismo el sombrero; los siete enanos —dos, otros dos y tres más, uno encima de otro— daban gritos y agitaban los bracitos. Aristoboulo arrojó al que se encontraba debajo una gran esfera de madera, después otra, otra y otra; finalmente fueron una docena o más. Los enanos empezaron a pasarse las pelotas unos a otros, formando un desordenado circuito. Unos instantes después, el enano de más arriba dio un grito ronco al resbalársele una de las pelotas. La esfera se estrelló contra el suelo, se partió en dos mitades y de su interior salió volando una paloma blanca que se posó sobre la cabeza de Aristoboulo. Cuando reventó la segunda esfera, dejando salir una paloma pintada de azul, Antígono sintió que alguien le tocaba el codo. —Vamos. Estamos sin vigilancia —le susurró Bomílcar al oído, aunque en ese griterío también hubiera podido hablar en voz alta sin que apenas pudiera entenderse lo que decía.

Se abrieron pasó lentamente entre la multitud, hasta llegar a la calle estrecha y la carreta. Vieron el triángulo rojo pintado en la madera, encima de la rueda trasera del lado izquierdo. En la parte delantera había cuatro bueyes uncidos, con cebaderas colgadas del pescuezo; Antígono y Bomílcar subieron el pescante y se deslizaron a la parte cubierta por la capota.

Adentro hacía una peste terrible; parecía que los enanos no sólo vivían y comían allí, sino que también hacían allí sus necesidades. No podía tratarse únicamente de excrementos de paloma. Bomílcar sonrió al heleno.

—¿No pensabas a veces que a bordo del Alas faltaba espacio?

—Faltaba o sobraba; cuida tus monedas. Me temo que los pequeños tienen dedos rápidos.

Bomílcar asintió y se llevó la mano al cinturón.

—Aquí no entrarán.

La función duró mucho tiempo. Gritos, aplausos y carcajadas decían una y otra vez a los dos cautivos que se estaban perdiendo algo; pero si la fuga realmente tenía éxito, aquél era un precio razonable.

De pronto los enanos inundaron el carro, parloteando y cuchicheando. Aquello no era ni heleno ni ningún otro idioma que Antígono hubiera escuchado alguna vez. Aristoboulo cerró la portezuela; uno de los enanos hizo un guiño a Antígono, se abrió la parte superior de su traje y soltó una carcajada. El enano era una enana con tres pechos. Antígono suspiró sin dejarse oír.

El carro se puso en movimiento, lenta, torpemente, haciendo mucho ruido. Como en una larga pesadilla, el heleno sintió que los enanos trepaban sobre él, lo cubrían, lo llenaban de babas. Mientras se encontraran en la ciudad, Antígono no podía correr el riesgo de defenderse.

En algún momento la carreta se detuvo; oyeron voces, luego el vehículo siguió rodando. Aristoboulo hizo chasquear el látigo y se puso a rugir a todo pulmón canciones impenetrables, o trozos casi inconexos de una única canción interminable. El carro se balanceaba, se inclinaba hacia un lado, volvía a enderezarse. Uno de los enanos tiró violentamente del cinturón de Bomílcar; otro dejó que una paloma roja volara dentro del carro. La enana —¿o acaso había más de una?, ¿todas con tres pechos? — se había desnudado completamente; una piel rojiza la cubría desde las rodillas hasta el ombligo. Abrió las piernas, dio unos estridentes chillidos y se sentó sobre el calzón de Antígono. En ese momento se detuvo el carro; Aristoboulo metió la cabeza bajo la capota, sonrió ante el panorama que se ofrecía a sus ojos y chasqueó la lengua.

—Siento interrumpiros, vosotros dos os bajáis aquí.

Arquesilao estaba esperándolos al borde de la carretera que doblaba por las colinas costeras, al noroeste de Massalia. El hijo de Atalo estaba montado a caballo, y tenía en la mano las riendas de otras dos cabalgaduras. Éstas llevaban mantas, alforjas de provisiones, botellas de cuero y espadas.

Llegaron al Ródano después de tres días de viaje ininterrumpido hacia el norte. Muchas ciudades y tribus se dedicaban al comercio fluvial y marítimo; había que contar con la presencia de barcos de vigilancia romanos. En un pequeño puerto vendieron los caballos y adquirieron una balsa plana. Bomílcar dio un hondo suspiro de alegría cuando los cogió la corriente y empezaron a avanzar bordeando los cañaverales de la orilla, rumbo al mar.

—Sal —dijo el púnico, con los párpados entrecerrados—. Ah, el mar. Mi mar.

—No por mucho tiempo, amigo. Dentro de poco los romanos lo llamarán su mar.

Bomílcar escupió al río.

—No pueden controlar cada una de sus gotas.

Hacia el atardecer llegaron al extenso cañaveral de la zona de la desembocadura. La jungla húmeda y susurrante se mecía bajo los rayos rojizos y sesgados del sol. Flamencos, garzas y grullas volaban surcando el velo del cielo. Un pez gigantesco se elevó casi verticalmente a unas cuantas brazas de la balsa, cogió algo al vuelo y volvió a caer en el agua.

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