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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (17 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Lo siento. Ya te he dicho que estaba muy cansado. Demasiados líos en el trabajo. La puesta en marcha del ciclotrón me ha dado muchos quebraderos de cabeza. Ya sabes...

—Sí...

Durante unos minutos ninguno de los dos habló. Olga había recostado la cabeza en su almohada y observaba el polvillo en suspensión sobre el débil rayo de sol que se colaba por un ángulo de la ventana.

—¿Seguro que no te pasa nada más?

—Nada más, claro... —Se detuvo un momento y luego, riéndose, añadió—: A lo peor es la crisis de los cincuenta.

—¿Le
démon du midi
quieres decir?

—No, mujer. Aquí no hay demonio que valga. Que tengo cincuenta años y que estas cosas pasan, ya lo sabes...

—Sí... Bueno, me debes uno.

—De acuerdo.

Olga cruzó los dedos. Esperaba ser compensada sin tener que esperar mucho tiempo.

Alberto no tardó en dormirse. Olga se levantó a coger un libro. La habitación era muy pequeña y contenía pocos muebles para no abigarrar el espacio: un armario empotrado, la cama y una mesita de noche para Alberto. En la pared que corría paralela al lado de cama ocupado por Olga, habían mandado excavar un hueco de aproximadamente un metro y medio de alto por dos y medio de ancho, habían instalado en él dos estanterías de madera y le habían adjudicado las funciones de mesita de noche, librería, tocador y cajón de sastre para las llaves, monedas y demás menudencias sin por ello robar ni un centímetro a la habitación. En ella no había elementos fútiles si se descontaba el silloncito Luis XVI, que, como decía Alberto, tampoco resultaba muy perturbador: era gracioso y pequeño. Y hasta podía ser aprovechable, porque en alguna parte tenían que dejar la ropa cuando se desnudaban, ¿o no?

Retiró un poco el silloncito Luis XVI para ver mejor los títulos del estante inferior. Entonces cayeron al suelo. Los boxers de Alberto se desmayaron blandamente, como si quisieran ser contemplados con atención. ¡¿Otros calzoncillos nuevos?! ¿Pero qué mosca le había picado? ¿Estaba renovándose el ajuar? ¿Y dónde quedaba su proverbial sencillez? Siempre los había usado blancos o a lo sumo de colores claros, pero eso... Eso era casi de mal gusto. Estampados, con animalitos, de colores vivos... ¿O era que Patricia imaginaba a su hijo con ropa interior poco interesante y había decidido regalarle una partida de calzoncillos? Probablemente, claro. Desde luego, si su suegra era la causante de tal giro estético, debía de andar perdiendo el norte ella misma.

Se metió en la cama con la novela, pero sólo pudo leer tres líneas. Eso sí, las leyó un montón de veces sin enterarse de nada. Cerró el libro y lo dejó en el suelo, cerca de la cama. Permaneció muy quieta oyendo la respiración de Alberto. ¿Qué sería lo que le ocurría? Fuera lo que fuera, no parecía dispuesto a hablar del asunto, aunque tampoco ella tenía mucho interés en indagar. Lo mejor sería que esa borrasca asomada a sus vidas se desplazara por sí sola o acabara disolviéndose sin provocar inconvenientes mayores. Actuar como siempre, con cariño y comprensión, bastaría para que todo volviera a la normalidad. Aunque, ¿iba a ser sencillo mantener el comportamiento habitual si las condiciones se modificaban tanto? Quizás no, hubo de reconocer, pero contaba con su fuerza de voluntad, su lealtad y, sobre todo, su cariño hacia él para que así fuera. No deseaba en modo alguno hacer o decir algo que provocase un conflicto entre ellos. Era preferible esperar. La paz familiar ante todo, suspiró Olga. A lo mejor, entretanto, valía la pena tomar alguna medida, poner en marcha estrategias que siempre habían funcionado: comprarle un disco compacto que le gustase, por ejemplo, el último de Andreas Scholl, sentarse a su lado sin hablar, salir alguna noche a cenar o al cine los dos solos, fugarse un fin de semana sin niños... Sonrió burlonamente cuando le cruzó este pensamiento por la cabeza: eso, Monegal, y leer. «¿Qué espera en la cama un hombre de una mujer?», a ver si consigues ponerlo en marcha.

 

 

Tenía unas ganas desesperadas de fugarse al espacio cósmico. ¿Por qué, Monegal? Vamos a ver, ¿por qué esa tristeza y ese malhumor? Quizás sería algo relacionado con el trabajo... No, no era eso. Si todo funcionaba como una seda: las relaciones con los compañeros, los análisis de muestras de la campaña, la preparación de nuevos proyectos... Entonces, ¿qué? La familia, tampoco. Édgar continuaba con su cretinez adolescente, etapa natural, al fin y al cabo. María, con su inteligencia privilegiada y su savoir faire como mascarón de proa, navegando sin dificultades por la vida. Alberto... Alberto, ciertamente, ya era otra cuestión. ¿Su malestar era fruto de los cambios producidos entre los dos? Tal vez una parte de su inquietud era explicable por esa razón, pero no toda. ¿Entonces? Si se entretenía en comprobar el origen de su incomodidad, no tenía más remedio que admitir la importancia del teléfono y el correo electrónico. ¿Había sonado demasiado el teléfono? ¿Demasiado poco? Ni una cosa, ni otra. Había sonado como siempre. El problema era quién había llamado. O, mejor, quién no había llamado. Del mismo modo que lo relevante era quién no había escrito ningún mensaje. Luego, muy a pesar suyo, debía admitirlo: estaba triste porque Jorge no daba señales de vida.

Al llegar a ese punto del razonamiento, Olga se sintió conmocionada. Pese al acuerdo con ella misma de centrarse únicamente en su pareja, una parte de ella, ¡ajena a su voluntad!, iba en sentido contrario.

Por hoy se acabó, se dijo pinchando la indicación de apagar el sistema. Dos horas antes había resuelto ir a comer a casa y, en ese instante, acababa de decidir que, además, ya no regresaría al instituto. Permanecería en su estudio toda la tarde. Como no existía ninguna posibilidad de que Jorge la llamara allí, ése era un territorio en el que se sentiría a salvo. Seguro que si hubiese tenido valor para hablar del asunto con Susana, su amiga hubiese encontrado alguna forma plástica de expresarlo. Quizás hubiese hablado de un búnker... No, no hubiera utilizado una imagen bélica. Un castillo inexpugnable se acercaba más al universo de Susana. O tal vez hubiera dicho que era como alcanzar el cielo jugando a la rayuela. Claro, ese alivio al penetrar en el gran semicírculo que coronaba el recorrido del juego... Ese semicírculo dibujado con tiza blanca, donde una estaba a salvo de eventuales caídas porque en él no había que saltar a la pata coja ni esforzarse por recoger la maldita piedrecita. En fin, un sitio cómodo y seguro, donde el teléfono perdería su carácter de enemigo mudo. En casa, recuperaría el sosiego y se concentraría en su trabajo sin extraviarse en distracciones insensatas. No sólo le molestaba pensar en Jorge de forma recurrente, sino también que esa obsesión perturbara sus tareas profesionales. Apagó el ordenador.

Introdujo algunos papeles en la cartera, salió del instituto, se metió en el metro y, después de un largo trayecto y un transbordo, llegó a su estación. ¡Vaya!, se dijo cuando ya había recorrido la mitad del camino hasta su edificio: casi se le olvidaba que, en casa, apenas quedaban galletas Digesta. Entraría en Cadena Dos a por unos cuantos paquetes. Las Digesta era lo único que compraba en ese supermercado, que no destacaba precisamente por su calidad ni por lo variado de su oferta. Sin embargo, esa marca de galletas sólo la encontraba ahí.

Cuando vio el trajín de gente que se acumulaba en el local, estuvo a punto de abandonar, pero, finalmente, pudo más la inmediatez de su deseo. Y pensar que mortificaba a sus dos amigas por su enganche a la nicotina... Si tuviera algo de decencia no sólo debería dejar de incordiarlas con lo de abandonar el tabaco sino, además, ser capaz de confesarles su propia adicción. Porque ésa era la realidad: estaba colgada de esas galletas. No había un paquete en casa, pues bajaba a por uno. Empezaba un paquete y ya no podía parar hasta comer la mitad. Se hacía el firme propósito de no probarlas en un tiempo y a los tres días alucinaba galletas por los rincones. Y los días precedentes a la menstruación, no podía dejar de comerlas hasta que le sentaban mal. Ni siquiera a Teresa, como médica, se lo había contado, aunque había estado cerca de hacerlo, pero, francamente, la reina de las nieves no invitaba a la confidencia. La única que se había dado cuenta de su debilidad —¡cómo no!— había sido María. Desde luego, mami, le había soltado una tarde, ni que estuvieran hechas con marihuana. Pues sí: estaba enganchada. Cuanto más nerviosa o preocupada se hallaba, más desbordante era su compulsión por las galletas.

Tuvo que hacer algo de cola porque la caja rápida estaba colapsada, aunque, como también las otras estaban a rebosar, no servía de nada cambiarse. La atendió la cajera amable y rellenita. Probablemente, se dijo Olga, esa mujer era feliz: un trabajo con rutinas diarias que le proporcionaban estabilidad, quizás una vida familiar plácida, sin maravillosas exaltaciones pero carente también de terribles cataclismos, a lo mejor un compañero atento y cariñoso junto a ella. Olga suspiró cuando la cajera complaciente —tan distinta a la de pelambrera naranja y labios berenjena, que más que hablar, ladraba— le devolvió el cambio.

Luego, en el ascensor, no resistió la tentación y empezó el paquete de galletas. Y siguió comiéndolas mientras preparaba una ensalada liviana y una merluza al vapor, muy ligera también. Un almuerzo tan distinto a los del
Hespérides
...

En un instante Olga fue transportada a la cubierta del
Hespérides
, a los brillos niquelados bailando en el mar y en las pupilas de Jorge cuando, al término de la guardia, se acodaron uno junto al otro en la barandilla del buque. ¡Pero qué ojos tenía aquel hombre! Bañados por el sol de mediodía, eran de un verde cristalino, casi transparente. Resultaba un color irreal, parecido al de las pupilas de los gatos domésticos. Y, sin embargo, Olga no alcanzaba a ver en qué más podía parecerse a los felinos. No resultaba sigiloso en su paso por la vida; era más bien expansivo y algo alborotador. Tampoco parecía taimado; Olga lo imaginaba digno de confianza. Y, desde luego, no se movía con la elasticidad y elegancia de los félidos. ¿Te gusta el mar?, preguntó Olga, mirando al frente y contemplando la danza de destellos sobre las olas. Jorge se quitó las gafas, las limpió con calma y observó los cristales al trasluz. Ella se dio la vuelta, extrañada por su tardanza en responder. Quizás no la había oído. O quizás esperaba justamente ese gesto suyo. Entonces, se puso las gafas de nuevo, le dedicó una sonrisa luminosa y contestó: casi tanto como tú. Olga se quedó literalmente muda. Estaba perpleja. ¿Había dicho que ella le gustaba? ¿Eso había dicho? Tal vez debería tratar de aclarar la respuesta diciendo algo así como: entonces no sé si te gusta el mar... No se atrevió. Podía sonar a provocación. Lo mejor sería dejar las cosas como estaban. En aquel momento, el geólogo desaparecido se presentó en cubierta para pedir disculpas; se había sentido indispuesto, sin ánimos para efectuar el turno de noche, sin fuerzas siquiera para justificar su ausencia. La sonrisa de Jorge se borró instantáneamente. Olga apenas estuvo atenta a la conversación. Sentía más curiosidad por el tono agrio no disimulado del geofísico. A Olga le hacía gracia su transparencia sentimental y esa labilidad emocional, que le recordaba la forma de ser de Susana.

La interrupción del geólogo había resultado un alivio para Olga. Luego, ni ella ni Jorge hicieron referencia a la frase porque fueron absorbidos por las tareas que tenían lugar en cubierta.

Los investigadores del segundo turno habían empezado el barrido con el side-scan-sonar. Mientras, Cloe y otro de los biólogos preparaban los sedimentos para trabajar con ellos. Habían depositado una parte de la masa sobre un tamiz cuadrado. Todos se habían quitado las chaquetas del traje de aguas porque el mar estaba manso. Además, antes de que la temperatura volviera a descender, tenían por delante al menos dos horas de calor. Olga observó cómo Jorge no sólo prescindía de la chaqueta de aguas, sino también del forro polar. La camiseta de algodón azul marino dejaba al descubierto el vello dorado de sus brazos, como delgadísimas hebras de miel. A pesar de ser una persona acostumbrada a la intemperie y a las condiciones climáticas adversas, su cuerpo sugería el de un bon vivant, alguien amante de la buena mesa y poco dado a ejercitar la musculatura. Una cierta barriga —que a Olga se le antojaba más confortable que disforme, aunque admitía algo de debilidad sentimental en ese juicio—, sólidos muslos que llegaban a rozarse, hombros y trapecio poco desarrollados...

Cloe y el otro biólogo estaban ya ocupados en tirar agua sobre los sedimentos del tamiz.

—¿Para qué sirve? —preguntó Jorge.

—Es un tamiz de cinco micras, que nos permite separar los organismos del barro.

Olga y él se acercaron a observar el resultado de la selección. El agua de la manguera había diluido el barro y lo había filtrado. La infauna había quedado retenida en la tupida rejilla. Jorge se agachó sobre el cedazo y lanzó una exclamación de sorpresa para, luego, añadir:

—¡Pues es verdad que hay organismos!

—Claro —replicó Olga, atónita.

Resultaba insólita la ignorancia de unos con respecto al trabajo de los otros. De la misma forma que ella había tenido que preguntarle lo más elemental sobre la deriva de los continentes, él necesitaba las nociones básicas en especies de infauna.

—Claro —insistió Olga—, organismos vivos, como crustáceos, moluscos, nemátodos... que más tarde clasificaremos y estudiaremos en el laboratorio del instituto.

—¿Exactamente qué estudiáis y qué pretendéis demostrar?

—Nuestra hipótesis —respondió Olga— es que el bentos, una vez perturbado por el paso de las artes de arrastre en una zona y al ser una comunidad muy asentada y lenta, tiene muy pocas posibilidades de recuperación, lo que implica, por lo tanto, a largo plazo, una modificación de la diversidad, que puede llegar a provocar, incluso, la desaparición de los peces más adaptados a ese lugar. En el laboratorio, cuantificamos la abundancia de organismos entre las zonas de control y las perturbadas, comparando los resultados de las muestras tomadas en los mismos puntos a distintos intervalos de tiempo. Y, por supuesto, tratamos de corroborar nuestra hipótesis.

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