Antártida: Estación Polar (3 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: Antártida: Estación Polar
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—Sarah, mierda, no… No veo a nadie. No puedo… No están… No está ninguno… —Una pausa y, a continuación—: ¡Oh, Dios mío! ¡Sarah! ¡Pida ayuda! ¡Pida…!

Y entonces un ruido de cristales rotos resonó por el intercomunicador y la voz de Benjamin Austin ya no se oyó.

Abby estaba con la radio, gritando al micrófono, presa de la histeria.

—Por el amor de Dios, ¡que alguien me responda! Aquí la estación 409, repito, aquí la estación cuatro-cero-nueve. ¡Acabamos de sufrir numerosas pérdidas en una caverna submarina y solicitamos ayuda inmediata! ¿Alguien puede oírme? ¡Que alguien me responda, por favor! Nuestros buzos, oh Dios mío, nuestros buzos dijeron que habían visto una especie de nave espacial en esa caverna y ahora, ¡ahora hemos perdido contacto con ellos! En la última comunicación que hemos tenido con ellos dijeron estar siendo atacados, atacados bajo el agua…

La estación polar Wilkes no recibió respuesta a su señal de socorro.

A pesar de que fue recibida por, al menos, tres instalaciones radioeléctricas distintas.

Primera incursión

16 de junio, 06.30 horas

El aerodeslizador avanzaba a toda velocidad por la superficie helada.

Estaba pintado de color blanco, algo inusual. La mayoría de los vehículos de la Antártida tenían un color naranja brillante por cuestiones de visibilidad. Y atravesaba la vasta extensión de nieve con un apremio sorprendente. Nadie tiene nunca prisa en la Antártida.

Dentro del veloz aerodeslizador blanco, el teniente Shane Schofield observaba detenidamente el exterior a través de las ventanas de fibra de vidrio reforzadas. A unos cien metros de la proa de estribor se podía ver un segundo aerodeslizador, también blanco, que surcaba a toda velocidad el llano y helado paisaje.

Shane Schofield, treinta y dos años, era demasiado joven para estar al frente de una unidad de reconocimiento. Pero poseía una experiencia que no dejaba traslucir su verdadera edad. Era delgado y musculoso, con un rostro de bonitas facciones (aunque curtido) y pelo negro muy corto. En ese momento, su pelo moreno estaba cubierto por un casco de camuflaje de kevlar. El cuello vuelto de un jersey gris asomaba bajo las protecciones de los hombros. Bajo los pliegues de ese cuello vuelto llevaba una placa de kevlar ligera. Protección frente a francotiradores.

Se rumoreaba que Shane Schofield tenía los ojos de un azul profundo, pero se trataba de un rumor que nunca había sido confirmado. Es más, en Parris Island (el legendario campo de entrenamiento del cuerpo de Marines de los Estados Unidos), se decía que nadie con un rango inferior al de general había visto los ojos de Schofield. Siempre los llevaba ocultos tras unas gafas plateadas reflectantes y antidestellos.

Su distintivo no hacía sino añadir más misterio a su figura, pues todo el mundo sabía que había sido el mismísimo general de brigada Norman W. McLean quien le había dado su alias operativo, un sobrenombre que, según muchos daban por sentado, tenía que ver con los ojos que el joven teniente siempre ocultaba.

—Whistler Uno,
¿me recibe
?

Schofield cogió su radio.

—Whistler Dos,
aquí
Whistler Uno.
¿Qué ocurre
?

—Señor… —La voz grave del sargento de personal Buck
Libro
Riley se vio interrumpida de repente por las interferencias. Durante las últimas veinticuatro horas, las condiciones ionosféricas en la Antártida se habían deteriorado con gran rapidez. Una erupción solar había golpeado con toda su fuerza en la masa continental, afectando a todo el espectro electromagnético y limitando el contacto por radio a transmisiones
UHF
de corto alcance. El contacto entre los aerodeslizadores, a cien metros de distancia entre sí, era difícil. El contacto con la estación polar Wilkes, su destino, era imposible.

Las interferencias desaparecieron y la voz de Riley volvió a escucharse por el altavoz.

—Señor, ¿recuerda ese contacto móvil que captamos hace cerca de una hora?

—Sí —dijo Schofield.

Durante la última hora, el
Whistler Dos
había estado recibiendo emisiones del equipo electrónico de un vehículo que avanzaba en dirección contraria, de vuelta a la costa, hacia la estación de investigación francesa Dumont d'Urville.

—¿Qué ocurre?

—Señor, ya no recibo esa señal.

Schofield bajó la mirada hacia la radio.

—¿Está seguro?

—No tenemos ninguna lectura en nuestros indicadores. O bien han apagado el motor o simplemente han desaparecido.

Schofield frunció el ceño pensativo. A continuación echó un vistazo al estrecho compartimento para personal situado tras él. Allí se encontraban cuatro marines, dos sentados a cada lado, todos ellos provistos de ropa de nieve. En sus regazos descansaban cascos de kevlar grises y blancos, y chalecos antibalas del mismo color cubrían sus pechos. Cada uno de ellos llevaba a su lado un fusil automático también gris y blanco.

Habían transcurrido dos días desde que la señal de socorro de la estación polar Wilkes fuera captada por el
Shreveport
, el barco de desembarco de la Armada, mientras este se encontraba amarrado en el puerto de Sídney. Quiso la suerte que solo una semana antes se hubiera decidido que el
Shreveport
, un buque de despliegue que se empleaba para transportar unidades de reconocimiento del cuerpo de Marines, permaneciera en Sídney para que le fueran realizadas unas reparaciones urgentes mientras el resto del grupo regresaba a Pearl Harbor. Así, transcurrida una hora desde la recepción de la señal de socorro de Abby Sinclair, el
Shreveport
(reparado y listo para navegar) ya se encontraba en el mar, portando consigo un pelotón de marines rumbo al sur, en dirección al mar de Ross.

En ese momento, Schofield y su unidad se estaban acercando a la estación polar Wilkes desde la estación McMurdo, otra instalación de investigación estadounidense (si bien esta de mayores dimensiones) situada a algo menos de mil quinientos kilómetros de la estación Wilkes. McMurdo estaba situada al borde del golfo del mar de Ross y en ella trabajaba durante todo el año una plantilla permanente compuesta por ciento cuatro personas. A pesar del perdurable estigma asociado al desastroso experimento nuclear que la Armada estadounidense llevó a cabo allí en 1972, la estación McMurdo seguía siendo la entrada estadounidense al Polo Sur.

Wilkes, por otro lado, era la estación más remota que se podía encontrar en la Antártida. A más de novecientos cincuenta kilómetros de su vecino más próximo, se trataba de un puesto de avanzada estadounidense situado encima de una plataforma de hielo costera no muy alejada de la lengua de hielo de Dalton. Limitaba en su parte continental con cientos de kilómetros de llanuras de hielo estériles azotadas por increíbles rachas viento y, al mar, con más de noventa metros de imponentes acantilados que eran golpeados durante todo el año por enormes olas de casi veinte metros de altura.

El acceso por aire había sido descartado. El invierno acababa de empezar y tormentas de nieve de treinta grados bajo cero llevaban asolando el campamento durante tres semanas. Se esperaba que estas ventiscas se prolongaran durante cuatro semanas más. Con unas condiciones climáticas tales, los rotores expuestos del helicóptero y los turborreactores se congelarían en mitad del vuelo.

Y el acceso por mar implicaba acceder por los acantilados. La Armada estadounidense tenía una palabra para definir una misión así: suicidio.

Lo que solo dejaba el acceso por tierra. Con aerodeslizadores. Los doce hombres que conformaban la unidad de reconocimiento de los marines realizarían el trayecto de once horas entre la estación McMurdo y la de Wilkes en dos aerodeslizadores militares autoventilados.

Schofield pensó en la señal móvil de nuevo. Si se contemplaban en un mapa, las estaciones McMurdo, Wilkes y D'Urville conformaban algo similar a un triángulo isósceles. D'Urville y Wilkes, ambas en la costa, serían la base del triángulo. McMurdo, situada al borde de un enorme golfo formado por el mar de Ross, la cúspide.

La señal que el
Whistler Dos
había captado y que se dirigía hacia Dumont d'Urville había estado manteniendo una velocidad estable de cerca de sesenta y cinco kilómetros hora. A esa velocidad, probablemente se tratara de un aerodeslizador convencional. Quizá los franceses tenían a gente en la estación de D'Urville que había captado la señal de socorro de Wilkes, habían enviado ayuda y estaban regresando a la estación…

Schofield pulsó de nuevo su radio:

—Libro, ¿cuándo fue la última vez que captó la señal?

La radio le respondió de forma entrecortada:

—La última señal se obtuvo hace ocho minutos. Contacto mediante telémetro. Idéntica a la firma electrónica previa. Trazado consistente con el vector previo. Era la misma señal, señor, y hace ocho minutos se encontraba justo donde debería estar.

Con esas condiciones meteorológicas (vientos huracanados de ciento cincuenta kilómetros por hora que arrojaban la nieve a tal velocidad que esta caía horizontalmente), el barrido de radar convencional era inútil. Al igual que había hecho la erupción solar en la ionosfera con las comunicaciones por radio, el sistema de baja presión en el terreno inutilizaba sus radares.

Preparados para cualquier eventualidad, los aerodeslizadores iban provistos de unas unidades montadas en el techo llamadas telémetros. El telémetro, colocado sobre una torreta giratoria, ejecutaba un lento movimiento de vaivén que formaba un arco de ciento ochenta grados y emitía un poderoso haz de luz conocido como «aguja». A diferencia de los radares, cuyo alcance lineal siempre se había visto limitado por la curvatura de la tierra, las agujas podían ir pegadas a la superficie de la tierra e inclinarse sobre el horizonte durante al menos otros ochenta kilómetros. En cuanto cualquier objeto «vivo» (cualquier objeto con propiedades químicas, animales o electrónicas) se cruzara en la trayectoria de una aguja, quedaría registrado. O, como al operador del telémetro de la unidad, el soldado José
Santa
Cruz, le gustaba decir: «Si hierve, respira o pita, el telémetro trincará a ese cabrón».

Schofield cogió de nuevo la radio:

—Libro, el punto donde desapareció la señal. ¿A cuánta distancia está?

—A unos ciento cuarenta y cinco kilómetros de aquí, señor —respondió la voz de Riley.

Schofield contempló la vasta superficie blanca que se extendía hasta el horizonte.

Al final dijo:

—De acuerdo. Compruébelo.

—Recibido —respondió Riley al instante. Schofield había pasado mucho tiempo junto a
Libro
Riley. Los dos hombres eran amigos de hacía años. De complexión robusta y atlética, Riley tenía el rostro de un boxeador: una nariz chata que se había roto demasiadas veces, ojos hundidos y cejas oscuras y espesas. Era muy popular en la unidad; serio cuando tenía que serlo, pero relajado y divertido una vez las situaciones de tensión habían concluido. Había sido el sargento de personal al mando cuando Schofield no era más que un joven y atontado teniente segundo. Posteriormente, cuando le dieron el mando de aquella unidad de reconocimiento a Schofield, Libro (por aquel entonces un respetado sargento de personal de cuarenta años que podía haber solicitado ser asignado al Estado Mayor del Cuerpo de Marines) había permanecido junto a él.

—Nosotros continuaremos hasta Wilkes —dijo Schofield—. Descubran qué ha ocurrido con esa señal y luego nos encontraremos en la estación.

—Recibido.

—El tiempo de seguimiento es de dos horas. No se retrasen. Y coloque el arco de su telémetro desde la cola. Si hay alguien ahí fuera detrás de nosotros, quiero saberlo.

—Sí, señor.

—Ah, Libro, una cosa más —dijo Schofield.

—¿Qué?

—Pórtese bien con los otros chicos, ya sabe.

—Sí, señor.

—Uno, corto —dijo Schofield.


Whistler Dos
, corto.

Y, tras eso, el segundo aerodeslizador se desvió hacia la derecha y aceleró en dirección a la tormenta de nieve.

Una hora después comenzó a vislumbrarse la costa y, con ayuda de unos prismáticos de gran potencia, Schofield entrevió la estación polar Wilkes por primera vez.

Vista desde la superficie no parecía una estación, sino más bien un grupo variopinto de estructuras achaparradas, similares a cúpulas, medio enterradas en la nieve.

En medio del complejo se alzaba el edificio principal. Era poco más que una enorme y redonda cúpula sobre una enorme base cuadrangular. Por encima de la superficie, la estructura mediría en su totalidad unos treinta metros de ancho, pero no tendría más de tres metros de altura.

En la parte superior de uno de los edificios más bajos dispuestos alrededor de la cúpula principal se encontraban los restos de una antena. La mitad superior de la antena estaba doblada hacia abajo y lo único que la mantenía unida a la mitad inferior vertical eran un par de cables tensados. El hielo lo cubría todo. La única luz era un tenue resplandor blanco procedente del interior de la cúpula principal.

Schofield ordenó que el aerodeslizador se detuviera a menos de un kilómetro de la estación. Tan pronto como se hubo detenido, la puerta corredera lateral se abrió y los seis marines saltaron de la base inflada del vehículo y aterrizaron en la nieve compacta con un ruido sordo.

Mientras corrían por el terreno cubierto de nieve pudieron escuchar, por encima de los rugidos del viento, como las olas golpeaban contra los acantilados situados en la parte más alejada de la estación.

—Caballeros, ya saben lo que tienen que hacer —fue todo lo que dijo Schofield por el micro de su casco mientras corría.

Envuelto por la ventisca, el escuadrón vestido de blanco se desplegó y comenzó a avanzar hacia el complejo de la estación.

Buck Riley vio el agujero en el hielo antes de vislumbrar el aerodeslizador accidentado en su interior.

La grieta parecía una cicatriz en la nieve; un corte profundo y creciente de unos cuarenta metros de ancho.

El aerodeslizador de Riley se detuvo a unos cien metros del borde de la enorme sima. Los seis marines bajaron con cuidado y avanzaron cautelosamente por la nieve en dirección al borde de la grieta.

El soldado de primera clase Robert
Quitapenas
Simmons era su escalador, por lo que le colocaron el arnés a él primero. Quitapenas era un hombre menudo, ágil como un gato y con un peso similar. Era también muy joven (veintitrés años) y, al igual que la mayoría de los hombres de su edad, reaccionaba a los elogios. Se había henchido de orgullo cuando había escuchado a su teniente decir una vez al comandante de otro pelotón que su escalador era tan bueno que podía escalar el interior del Capitolio sin cuerda. Su sobrenombre era otra historia, una burla cariñosa con la que le habían obsequiado sus compañeros de unidad en referencia a su impresionante falta de éxito con las mujeres.

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