Read Antártida: Estación Polar Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (6 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Pero, de hecho, la situación mejoró.

»Hace unos días, Renshaw ajustó el vector de su perforadora (se trata del ángulo en el que se realiza la perforación en el hielo) y, a cuatrocientos cincuenta metros de profundidad, dio con algo de metal.

Sarah se detuvo para dejar que Schofield asimilara lo que acababa de decir. Schofield no dijo nada.

Prosiguió:

—Enviamos la campana de inmersión, realizamos algunas pruebas de resonancia acústica y descubrimos que donde se suponía que se encontraba esa pieza de metal prehistórica había una especie de caverna. Los estudios e investigaciones posteriores revelaron que existía un túnel ascendente que conducía a esa caverna desde una profundidad de novecientos metros. Fue entonces cuando mandamos a los buzos y cuando Austin vio la nave espacial. Y fue entonces cuando todos los buzos desaparecieron.

Schofield dijo:

—Entonces, ¿qué tiene que ver todo esto con la muerte de Bernard Olson?

Sarah le respondió:

—Olson era el director de tesis de Renshaw. Siempre estaba observándolo mientras Renshaw hacía todos esos descubrimientos extraordinarios. Renshaw comenzó a volverse paranoico. Empezó a decir que Bernie le estaba robando su investigación. Que Bernie estaba usando sus descubrimientos para escribir un artículo y adelantarse a Renshaw.

»Verá, Bernie tenía contactos en el mundo de las publicaciones, conocía a algunos editores. Podía lograr que sacaran su artículo en un mes. A Renshaw, un estudiante de doctorado desconocido, le habría llevado mucho más tiempo hacerlo. Pensaba que Bernie intentaba robarle su descubrimiento. Y entonces, cuando Renshaw descubrió aquel metal en la caverna y vio que Bernie también iba a incluirlo en su artículo, se volvió loco.

—¿Y lo mató?

—Lo mató. El pasado miércoles por la noche. Renshaw fue a la habitación de Bernie y comenzó a gritarle. Todos lo escuchamos. Renshaw estaba enfadado y disgustado, pero eso ya lo habíamos oído antes, así que no le dimos demasiada importancia. Pero, esta vez, lo mató.

—¿Cómo? —Schofield no apartó la vista de la puerta cerrada.

—Él… —Sarah dudó—. Le clavó una aguja hipodérmica a Bernie en el cuello y le inyectó su contenido.

—¿Qué había en la jeringuilla?

—Un líquido de limpieza para sumideros de uso industrial.

—Encantador —dijo Schofield. Señaló con la cabeza a la puerta—. ¿Está ahí?

Sarah dijo:

—Se encerró después de que eso ocurriera. Se llevó consigo alimentos para una semana y dijo que si alguno de nosotros intentaba ir a por él también nos mataría.

Era aterrador. Estaba loco. Así que una noche, la noche antes de mandar a los buzos a investigar la cueva, nos reunimos y bloqueamos la puerta desde el exterior. Ben Austin fijó unos soportes a ambos lados de la pared y el resto colocamos una viga sobre esos soportes. A continuación Austin empleó una remachadora para sellar la puerta.

Schofield dijo:

—¿Sigue vivo?

—Sí. Ahora no le oye porque probablemente estará dormido. Pero cuando esté despierto, créame, lo sabrá.

—Mmm. —Schofield examinó los bordes de la puerta y vio los remaches—. Su amigo hizo un buen trabajo con la puerta. —Schofield se volvió—. Si está encerrado dentro. Para mí es suficiente si usted está segura de que no hay otra manera de salir de la habitación.

—Es la única entrada.

—Sí, pero me refiero a si hay otra forma de salir de la habitación. ¿Podría, digamos, excavar las paredes o el techo?

—Los techos y los suelos tienen un revestimiento de acero, por lo que no puede excavarlos. Y esta habitación se encuentra al final del pasillo, por lo que no está flanqueada por ninguna otra cámara. Las paredes son de hielo sólido. —Sarah Hensleigh sonrió torciendo la boca—. No creo que haya manera de salir de ahí.

—Entonces ahí lo dejaremos —dijo Schofield y comenzó a recorrer el camino de vuelta por el túnel de hielo—. Tenemos otras cosas de qué preocuparnos. La primera de ellas es descubrir qué les ocurrió a sus buzos allí abajo, en la cueva.

El sol brillaba intensamente sobre Washington D. C. El Capitolio prácticamente resplandecía en contraposición al espléndido cielo azul.

En uno de los lujosos rincones alfombrados de rojo del edificio del Capitolio, donde se estaba celebrando una reunión, se produjo un receso. Las carpetas se cerraron. Las sillas fueron echadas hacia atrás. Algunos de los delegados se quitaron las gafas de leer y se frotaron los ojos. Tan pronto como se anunció la pausa, pequeños grupos de asesores se colocaron inmediatamente al lado de sus jefes provistos de teléfonos móviles, carpetas y faxes.

—¿Qué ocurre? —dijo George Holmes, el representante permanente de los Estados Unidos, a su asesor, mientras observaba como toda la delegación francesa (doce personas en total) se retiraba de la sala de negociaciones—. Es la cuarta vez que piden que se interrumpa la reunión.

Holmes observó al jefe de misión francés (un pedante pijo llamado Pierre Dufresne) abandonar la sala al frente de su grupo. Holmes negó con la cabeza, preguntándose qué estaría ocurriendo.

George Holmes era diplomático. Lo había sido toda su vida. Tenía cincuenta y cinco años, era bajo y, aunque no le gustaba admitirlo, tenía un poco de sobrepeso.

Holmes tenía la cara redonda y el cabello gris en forma de herradura. Llevaba unas gafas de gruesos cristales y montura de carey que hacían que sus ojos marrones parecieran más grandes de lo que realmente eran.

Holmes se levantó y estiró las piernas. Miró a su alrededor, a la gran sala de reuniones. En el centro se hallaba una mesa circular de gran tamaño, con dieciséis cómodas sillas de cuero situadas a la misma distancia entre sí alrededor de su circunferencia.

El motivo, la reafirmación de una alianza.

Las alianzas internacionales no son exactamente los asuntos amistosos que las noticias de televisión nos hacen creer. Cuando los presidentes y los primeros ministros salen de la Casa Blanca y se estrechan las manos ante las cámaras con sus banderas entrelazadas de fondo, esto no refleja en modo alguno la toma de decisiones previa, la ruptura de promesas, las objeciones y las peleas que se han sucedido en salas no muy diferentes a aquella en la que George Holmes se encontraba en aquel momento. Las sonrisas y los apretones de manos eran solo el glaseado de enormes y complejas tartas elaboradas por diplomáticos profesionales como Holmes.

Las alianzas internacionales nada tienen que ver con la amistad. Tienen que ver con ventajas y beneficios. Si la amistad reporta ventajas, entonces esa amistad será deseable. Si la amistad no reporta ventajas, entonces quizá tan solo será necesaria una mera relación civil. La amistad internacional (en términos de ayuda exterior, filiaciones militares y alineaciones políticas) puede ser un negocio muy costoso que no se debe tomar a la ligera.

Esa era la razón por la que George Holmes se encontraba en Washington ese soleado día de verano. Era un negociador. Más que eso, era un negociador diestro en las sutilezas del intercambio diplomático.

Y necesitaría de todos sus conocimientos y capacidades para ese intercambio diplomático, pues no se trataba de la simple reafirmación de una alianza.

Se trataba de la reafirmación de la que posiblemente era la alianza más importante del siglo
XX
.

La Organización del Tratado del Atlántico Norte.

L
A
OTAN
.

Phil, ¿sabía usted que, durante los últimos cuarenta años, el único objetivo de la política exterior francesa ha sido el de acabar con la hegemonía estadounidense sobre el mundo occidental? —musitó Holmes mientras esperaba a que la de-legación francesa regresara a la sala de reuniones.

Su asesor, un licenciado en Derecho por la universidad de Harvard de veinticinco años llamado Philip Munro, dudó antes de responder. No estaba seguro de si se trataba de una pregunta retórica. Holmes hizo girar su asiento y miró a Munro a través de sus gruesas gafas.

—Ah, no, señor, no lo sabía —dijo Munro.

Holmes asintió con aire pensativo.

—Nos consideran unos estúpidos brutos e inexpertos. Sureños reaccionarios y bebedores de cerveza a cuyas manos han ido a parar por accidente las armas más poderosas del mundo y que, gracias a ello, hemos logrado el liderazgo mundial. A los franceses les molesta. Demonios, si ni siquiera son ya miembros de pleno derecho de la
OTAN
, y todo porque piensan que esta organización perpetúa la influencia de los Estados Unidos sobre Europa.

Holmes resopló. Recordó cuando, en 1966, Francia se retiró del mando militar integrado de la
OTAN
porque no quería que sus armas nucleares estuvieran bajo el control de esta (y, por tanto, de los Estados Unidos). El por entonces presidente francés, Charles de Gaulle, había afirmado de forma categórica que la
OTAN
era una «organización estadounidense». En la actualidad, Francia conservaba un asiento en el Consejo del Atlántico Norte de la
OTAN
para permanecer al tanto de los asuntos que allí se trataban.

Munro dijo:

—Conozco a algunas personas que se mostrarían de acuerdo con ellos. Investigadores, periodistas. Gente que diría que para eso fue creada la
OTAN
. Para perpetuar nuestra influencia sobre los Estados Unidos.

Holmes sonrió. Munro era un valioso asesor. Culto y ardiente liberal, era uno de esos tipos para quienes cualquier momento y cualquier asunto era adecuado para mantener un debate filosófico. El tipo de hombre que abogaba por un mundo mejor cuando no tenía experiencia alguna en ello. A Holmes no le importaba. Es más, Munro era como un soplo de aire fresco para él.

—Pero ¿qué opina usted, Phil?

Munro permaneció en silencio durante unos instantes. Luego dijo:

—La
OTAN
hace que los países europeos sean económica y tecnológicamente dependientes de los Estados Unidos en cuestiones de defensa. Incluso los países altamente desarrollados como Francia e Inglaterra saben que, si quieren disponer de los mejores sistemas de armas, tienen que venir a nosotros. Y eso les deja con dos opciones: llamar a nuestras puertas con el sombrero en la mano o unirse a la
OTAN
. Y, hasta donde llega mi conocimiento, los Estados Unidos no han vendido ningún sistema de misiles
Patriot
a países no pertenecientes a la
OTAN
. A

que, sí, creo que la
OTAN
perpetúa nuestra influencia sobre Europa.

—No es un mal análisis, Phil. Pero deje que le diga algo, la cosa va más allá, mucho más allá —dijo—. Tanto que la Casa Blanca sostiene que la seguridad nacional de los Estados Unidos de América depende de esa influencia. Queremos mantener nuestra influencia sobre Europa, Phil. La económica y, muy especialmente, la tecnológica. A Francia, por otro lado, le gustaría que perdiéramos esa influencia. Y, durante los últimos diez años, los sucesivos Gobiernos franceses han llevado a cabo una activa política de erosión de la influencia estadounidense en Europa.

—¿Por ejemplo? —dijo Munro.

—¿Sabía que Francia fue la fuerza motriz tras la creación de la Unión Europea?

—Bueno, no. Pensaba que…

—¿Sabía que Francia fue la fuerza motriz tras la Carta de Defensa Europea?

Silencio.

—No —dijo Munro.

—¿Sabía que Francia es el país que subvenciona a la Agencia Espacial Europea para que esta pueda cobrar unos precios bastante más económicos que los de la
NASA
por poner en órbita satélites comerciales?

—No, no lo sabía.

Holmes se giró en su asiento y miró a Munro.

—Hijo mío, durante los últimos diez años, Francia ha intentado unir a Europa como nunca antes y vendérselo al resto del mundo. Ellos lo llaman orgullo regional. Nosotros lo llamamos un intento de decirle al resto de las naciones europeas que ya no necesitan más a los Estados Unidos.

—¿Europa ya no necesita a los Estados Unidos? —preguntó rápidamente Munro. Una pregunta tendenciosa.

Holmes sonrió a su joven asesor torciendo la boca.

Hasta que Europa consiga igualar nuestro armamento, sí, nos necesitará. Lo que más frustra a Francia es nuestra tecnología de defensa. No pueden igualarnos. Estamos muy por encima de ellos. Eso les enfurece.

»Y, mientras sigamos por encima de ellos, saben que no les queda otra opción que seguirnos. Pero —Holmes levantó un dedo—, una vez hayan puesto sus manos en algo nuevo, una vez hayan creado algo que supere a nuestra tecnología, creo que las cosas podrían ser diferentes.

»Ya no estamos en 1966. Las cosas han cambiado. El mundo ha cambiado. Si Francia saliera de la
OTAN
en este momento, creo que la mitad de las naciones europeas presentes en la Organización se marcharían con ese país…

En ese momento, las puertas de la sala de reuniones se abrieron y la delegación francesa, encabezada por Pierre Dufresne, entró de nuevo en la sala.

Cuando los delegados franceses ocuparon sus asientos, Holmes se acercó más a Munro.

—Lo que más me preocupa, sin embargo, es que los franceses podrían estar más cerca de ese nuevo descubrimiento de lo que pensamos. Mírelos hoy. Ya han interrumpido cuatro veces la reunión. Cuatro veces. ¿Sabe lo que esto significa?

—¿Qué?

—Están parando la reunión. Alargándola. Solo se para una reunión así cuando se está esperando información. Esa es la razón por la que nos están interrumpiendo reiteradamente, para poder hablar con los de Inteligencia y conocer las últimas novedades de lo que quiera que tengan entre manos. Y, tal como pinta todo esto, independientemente de lo que se trate, podría marcar la diferencia entre la existencia ininterrumpida de la
OTAN
y su completa destrucción.

La brillante y negra cabeza asomó a la superficie sin hacer un ruido. Era una cabeza siniestra, con dos ojos oscuros e inánimes a cada lado de un morro respingón y reluciente.

Algunos instantes después, una segunda cabeza idéntica apareció al lado de la primera, y los dos animales observaron con curiosidad la actividad que tenía lugar en el nivel E.

Las dos orcas que se encontraban en el tanque de la estación polar Wilkes eran más bien pequeñas, a pesar de que cada una de ellas debía de pesar cerca de cinco toneladas. Del morro a la cola medirían al menos cuatro metros y medio.

BOOK: Antártida: Estación Polar
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Green Room by Deborah Turrell Atkinson
Never Doubt I Love by Patricia Veryan
Unleashed by Katie MacAlister
Snow Angel Cove (Hqn) by RaeAnne Thayne
Are You Loathsome Tonight? by Poppy Z. Brite
Bounty on a Baron by Robert J. Randisi
The Porkchoppers by Ross Thomas