Antártida: Estación Polar (61 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: Antártida: Estación Polar
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—¿Cómo puede matar a sus propios hombres? —dijo Schofield.

Kozlowski dijo:

—Sigue sin entenderlo, ¿verdad, Espantapájaros?

—No comprendo cómo puede matar a sus propios hombres y pensar que le está haciendo un favor al país.

—¡Santo Dios, Espantapájaros! En primer lugar, ustedes no tendrían que haber estado allí.

Esa frase frenó a Schofield.

—¿Cómo?

—Piénselo —dijo Kozlowski—. ¿Por qué llegaron a la estación polar Wilkes antes que nadie?

Schofield rememoró el principio de toda aquella historia. Se encontraba en el
Shreveport
, en Sídney. El resto de la flota había regresado a Pearl, pero el barco había permanecido allí para que le realizaran unas reparaciones. Fue entonces cuando habían recibido el mensaje de socorro.

—Eso es —dijo Kozlowski leyéndole la mente a Schofield—. El
Shreveport
estaba siendo reparado en Sídney cuando recibió la señal de socorro de Wilkes. Y entonces un puto civil tarado va y os envía allí.

Schofield recordó la voz del subsecretario de Defensa por los altavoces de la sala de reuniones del
Shreveport
dándoles instrucciones de ir hasta Wilkes y proteger la nave espacial.

Kozlowski dijo:

—Espantapájaros, la razón de ser del Grupo Convergente de Inteligencia no es la de matar unidades estadounidenses. Existe para proteger a los estadounidenses…

—¿De qué? ¿De la verdad? —le contestó Schofield.

—Podíamos haber enviado a una unidad de Rangers del Ejército llena de hombres del
GCI
a la estación seis horas después de que llegaran allí. Podían haber tomado la estación (incluso aunque los franceses ya se hubieran encontrado allí) y custodiarla, y ningún soldado estadounidense habría resultado muerto.

Kozlowski negó con la cabeza.

—Pero no, tenían que estar en la zona. Y por esa razón tenemos infiltrados en unidades como la suya. Para eventualidades como esta. En un mundo perfecto, el
GCI
habría llegado primero. Pero si el
GCI
no puede llegar primero, entonces tenemos que asegurarnos de que las unidades de reconocimiento como la suya estén correctamente constituidas para garantizar que cualquier información que se encuentre en el lugar permanezca en ese lugar. Por el bien de la seguridad nacional, por supuesto.

—Mata a sus compatriotas —dijo Schofield.

—Espantapájaros. Esto no tenía que haber sucedido. Se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Llegó a la estación polar Wilkes demasiado pronto. Si todo esto se hubiese hecho como debería haberse hecho, ahora no tendría que matarlo.

El Buick llegó al puesto de vigilancia en la verja exterior del astillero. Había una barrera delante. El conductor bajó la ventanilla y mantuvo una breve conversación con el guardia que vigilaba la barrera.

Y, entonces, de repente, la puerta contigua a Kozlowski se abrió desde el exterior y un policía naval apareció tras la puerta con su pistola apuntando a la cabeza de Kozlowski.

—Salga del coche, señor.

El rostro de Kozlowski se ensombreció.

—Hijo, ¿tiene idea de con quién está hablando? —gritó.

—No, él no —dijo una voz desde el exterior del coche—. Pero yo sí —dijo Jack Walsh colocándose delante de la puerta abierta del coche.

Schofield, Kirsty y Renshaw salieron del coche totalmente confundidos. El Buick azul marino estaba rodeado por una multitud de policías navales con sus armas empuñadas.

Schofield se volvió hacia Walsh.

—¿Qué ocurre? ¿Cómo lo ha sabido?

Walsh señaló con la cabeza a la espalda de Schofield.

—Parece que tiene un ángel de la guarda.

Schofield se dio la vuelta y buscó entre la muchedumbre un rostro familiar. Al principio no conoció ningún rostro.

Pero entonces, lo vio. Si bien no era un rostro que esperase ver.

Allí, a menos de diez metros del círculo de policías navales que rodeaba al Buick, con las manos en los bolsillos, se encontraba Andrew Trent.

Mientras se llevaban a Kozlowski y a su conductor esposados, Schofield fue hasta Trent.

Junto a él había un hombre y una mujer a quienes Schofield no había visto antes. Trent los presentó como Pete y Alison Cameron. Eran periodistas del
The Washington Post
.

Schofield le preguntó a Trent qué había ocurrido. ¿Cómo había sabido la Policía Naval (respaldados por Jack Walsh) lo que ocurría para poder detener el coche de Kozlowski?

Trent se lo explicó. Un par de días antes había visto en la televisión una grabación aficionada de la cubierta de vuelo destrozada del
Wasp
. Trent reconoció las consecuencias del impacto de un misil nada más verlo. Posteriormente, cuando averiguó que el
Wasp
se dirigía a Pearl («Procedente de unos ejercicios tácticos en el océano Antártico»), corrió a coger el primer avión a Hawái.

Los Cameron habían ido con él. Pues, si por alguna casualidad Shane Schofield o algún superviviente de la estación polar Wilkes se hallaba a bordo del
Wasp
, aquella sería la bomba informativa del siglo. Donde otros periodistas habían visto tan solo una cubierta de vuelo destrozada, los Cameron habían sabido leer entre líneas y habían visto el trasfondo de todo lo acontecido en la estación polar Wilkes.

Pero cuando habían llegado al muelle de Pearl, Trent había visto a
Chuck
Kozlowski junto a un Buick azul marino, esperando a que el
Wasp
atracara.

A Trent se le había helado la sangre. ¿Por qué estaba Kozlowski allí? ¿Acaso había vencido el
GCI
(al igual que en el Perú) y Kozlowski estaba allí para felicitar a los traidores? ¿O estaba allí por otro motivo? Pues, si Schofield había sobrevivido, el
GCI
querría sin duda eliminarlo.

Y, así, Trent y los dos periodistas se habían limitado a observar y esperar. Y entonces, cuando vieron a Schofield salir del buque y ser escoltado hasta el Buick de Kozlowski, Trent había llamado a la única persona que creía que podía (y que estaría dispuesto) a utilizar su autoridad sobre
Chuck
Kozlowski.

Jack Walsh.

—¿Quién lo hubiera imaginado? —dijo Walsh mientras se acercaba hasta ellos—. Ahí estaba yo, en el puente de mi maltrecho barco, ocupándome de mis asuntos, cuando mi técnico de comunicaciones viene corriendo y me dice que tengo a un tipo por la línea externa que dice tener que hablar conmigo. Dice que es una emergencia relativa al teniente Schofield. «Su nombre es Andrew Trent.» —Walsh sonrió—. Supuse que debía contestar la llamada.

Schofield, sorprendido, negó con la cabeza.

—Ha pasado por mucho hoy —le dijo Trent a Schofield rodeándole con el brazo.

—Tenemos que hablar —dijo Schofield—. Me gustaría que algún día me hablara de lo que ocurrió en el Perú.

—Así será, Shane, así será. Pero antes, tengo una propuesta que hacerle. ¿Le gustaría aparecer en la primera plana del
The Washington Post
?

Schofield sonrió.

El 23 de junio (dos días después de que Schofield y el
Wasp
atracaran en Pearl), el
The Washington Post
sacó en primera plana una foto de Shane Schofield y Andrew Trent en la que ambos sostenían una copia del ejemplar del
Post
del día anterior. Bajo la foto se incluían copias de sus respectivos certificados oficiales de muerte emitidos por el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. El de Trent databa de un año atrás.

El titular rezaba:

SEGÚN EL EJÉRCITO,

ESTOS DOS HOMBRES ESTÁN OFICIALMENTE MUERTOS

El reportaje (de tres páginas) que acompañaba a la foto y relataba los acontecimientos que habían tenido lugar en la estación polar Wilkes había sido escrito por Peter y Alison Cameron.

Las posteriores historias acerca de lo acontecido en la estación polar Wilkes hablaron del
GCI
y de su infiltración sistemática en las unidades militares de élite, universidades y empresas privadas. Los flases no dejaron de destellar en todo el país durante las seis semanas siguientes conforme los espías del
GCI
fueron suprimidos de los diversos regimientos, instituciones y empresas, y acusados de espionaje en virtud de diversas leyes.

Sin embargo, no hubo mención alguna en los reportajes de televisión ni en los periódicos de la presencia de tropas francesas y británicas en la estación polar Wilkes.

En los tabloides se difundieron rumores acerca de qué otros países habían enviado tropas a la estación polar Wilkes. Irak. China. Incluso Brasil había merecido una mención.

En ciertos círculos se afirmó que
The Washington Post
sabía quién más había estado allí. Un periódico de la competencia fue más lejos y afirmó que el mismísimo presidente había hecho una visita a Katharine Graham (la legendaria propietaria del
Post
) y le había pedido, por el bien de las relaciones diplomáticas de los Estados Unidos, que no publicara los nombres de los países que habían estado presentes en la estación polar Wilkes. Ese rumor jamás llegó a ser confirmado.

El
Post
, sin embargo, nunca mencionó a Gran Bretaña o Francia.

Informó de que una batalla había tenido lugar en la Antártida, pero mantuvo de forma categórica que desconocía la identidad de la fuerza o fuerzas oponentes. Todos los artículos que aparecieron en el
Post se
limitaron a decir que el conflicto había sido contra «enemigos desconocidos».

En cualquier caso, los acontecimientos de la estación polar Wilkes fueron noticia durante seis semanas más antes de caer en el olvido.

Algunos días después de que el
Wasp
regresara, la reunión de la
OTAN
celebrada en Washington D. C. concluyó.

Todos los periódicos y canales de televisión mostraron los rostros sonrientes de los delegados estadounidenses, británicos y franceses posando en las escaleras del Capitolio, estrechándose las manos delante de sus banderas entrelazadas, sonriendo para las cámaras, proclamando a los cuatro vientos que la alianza de la
OTAN
proseguiría durante otros veinte años más.

Los medios se hicieron eco de las palabras del representante francés, monsieur Pierre Dufresne, que dijo al respecto: «Este es el tratado más sólido sobre la faz de la tierra». Cuando se le preguntó de dónde emanaba esa solidez, Dufresne respondió: «Nuestra amistad verdadera y genuina es nuestro vínculo».

En una habitación privada del Hospital Naval de Pearl Harbor, Libby Gant se hallaba tumbada en una cama con los ojos cerrados. Un tenue rayo de luz se coló por la ventana de la habitación hasta posarse sobre su cama. Gant seguía en coma.

—¿Libby? ¿Libby? —dijo la voz de una mujer, invadiendo su consciencia.

Los ojos de Gant se abrieron lentamente y vio a su hermana, Denise, de pie junto a ella.

Denise sonrió.

—Hola, dormilona.

Gant intentó abrir los ojos. Cuando lo hizo, tan solo dijo:

—Hola.

Denise sonrió torciendo la boca.

—Tienes visita.

—¿Qué? —dijo Gant.

Denise ladeó la cabeza hacia la izquierda. Gant miró en esa dirección y vio a Schofield desplomado sobre el asiento de las visitas junto a la ventana. Estaba profundamente dormido.

Llevaba unas gafas Oakley plateadas sobre la cabeza. Sus ojos, y las dos cicatrices que los recorrían, estaban a la vista de todos.

Denise le susurró:

—Ha estado aquí desde que le colocaron la costilla. Dijo que no se marcharía hasta que despertaras. Concedió la entrevista al
The Washington Post
y les dijo a los demás que regresaran cuando te hubieras despertado.

Gant miró a Schofield, que dormía bajo la ventana. Y sonrió.

Epílogo

Cerca de la isla Santa Inés, Chile

30 de noviembre

Era una isla pequeña, una de los centenares de islas situadas al sur del estrecho de Magallanes, en la parte inferior de Chile, de Sudamérica, del mundo.

A unos ochocientos kilómetros al sur de la isla se hallaban las islas Shetland del Sur y la Antártida. Esa pequeña isla era lo más cerca que uno podía estar de la Antártida sin estar allí.

El nombre del chico era José y vivía en un pequeño poblado pesquero situado en la costa oeste de la isla. El poblado se encontraba junto a la bahía que las ancianas llamaban la bahía del Águila Plata.

Según las historias locales, muchos años atrás, un enorme pájaro de color plata con una cola de fuego había caído en el mar. Las mujeres decían que ese pájaro había ofendido a Dios con su velocidad y belleza, y que por eso este le había prendido fuego y lo había lanzado al mar.

José no creía en esas historias. Ahora tenía diez años y, para él tan sólo, tan solo se trataba de una historia de fantasmas que las ancianas contaban para asustar a los niños.

Ese día era el día de bucear y José tenía planeado buscar ostras para, con un poco de suerte, vendérselas a su padre a cambio de dinero.

El niño se metió en el agua y buceó hacia las profundidades. A esa hora de la tarde, las corrientes oceánicas se desplazaban hacia la isla. José rogó por que portaran ostras consigo.

Llegó al fondo y al momento encontró su primera ostra del día, pero también encontró algo más.

Era un pequeño objeto de plástico.

José cogió aquel plástico y salió a la superficie. Cuando lo hizo, observó el extraño objeto que portaba en la mano. Era rectangular y bastante pequeño. Estaba muy desgastado, pero José pudo leer el nombre que tenía grabado:

«Niemeyer».

José frunció el ceño mientras observaba la placa de identificación. A continuación lanzó aquel trozo de plástico sin valor y prosiguió con la búsqueda de ostras.

Agradecimientos

En esta ocasión debo dar las gracias muy especialmente a Natalie Freer, la persona más generosa y sincera que conozco. A Stephen Reilly, mi hermano y buen amigo; mi fiel apoyo a pesar de los miles de kilómetros que nos separan. A mi madre por sus comentarios sobre el texto, a mi padre por los lamentables títulos que me sugirió y a los dos por su amor y apoyo. Y, por último, me gustaría dar las gracias a todas las personas que trabajan en Pan (en concreto a mis editoras, Cate Paterson y Madonna Duffy; primero, por «descubrirme» y, segundo, por soportar todas mis descabelladas ideas).

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