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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (23 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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—¿Te apetece jugar al veintiuno? —preguntó Kisten mientras me acompañaba sutilmente en esa dirección.

—Claro —respondí con una sonrisa.

—¿Quieres beber algo?

Observé a la gente a mi alrededor. Lo más habitual eran los combinados, exceptuando a un tipo con una cerveza. Se la bebía directamente de la botella, arruinando su imagen por completo, esmoquin aparte.

—Quiero un muerto flotante —pedí mientras Kisten me ayudaba a subir aun taburete—. Con doble ración de helado.

La camarera asintió y, tras anotar el pedido de Kisten, la bruja de mayor edad se marchó.

—¿Kisten? —Mi mirada se elevó, atraída por un gigantesco disco de metal gris que colgaba del techo. Irradiaba unos filamentos de metal brillante, como un resplandor que se deslizaba hacia los bordes del techo. Podría haber sido parte de la decoración, pero yo estaba dispuesta a apostar a que id metal continuaba por detrás de las paredes de madera y que incluso llegaba hasta el suelo—. ¿Qué es eso, Kisten? —le susurré al tiempo que le golpeaba con el codo. Kisten miró hacia el disco.

—Probablemente sea su sistema de seguridad. —Sus ojos toparon con los míos y sonrió—. Pecas —comentó—. Incluso sin tus hechizos, eres la mujer más hermosa que hay aquí.

Me ruboricé ante el cumplido, convencida de que el enorme disco era algo más que art decó; pero cuando se volvió hacia el crupier, miré frenéticamente hacia la pared de espejo que había junto a la escalera. Me quedé de piedra al verme con mi sofisticado atuendo, mis pecas y el pelo empezando a rizarse. Todo el barco era una zona antihechizos; al menos para nosotras, las brujas terrenales que usábamos amuletos; y sospechaba que aquel gran disco purpúreo tenía algo para interferir también con la magia de las brujas de líneas luminosas.

Tan solo con tener el barco sobre el agua era una especie de protección contra las líneas luminosas, a no ser que dieras un rodeo utilizando un familiar. Con toda probabilidad, el sistema de seguridad del barco anulaba los hechizos ya invocados de líneas luminosas y detectaría a cualquiera que activase una línea a través de un familiar para invocar uno nuevo. Una vez había tenido una versión más pequeña en las esposas reglamentarias de la SI, perdidas ya hacía tiempo.

Mientras Kisten departía amablemente con el crupier sobre su miserable ficha de cincuenta dólares, me recliné en mi asiento y examiné a la gente. Habría unas treinta personas, todas ellas bien vestidas, y la mayoría de más edad que Kisten y yo. Fruncí el ceño al darme cuenta de que Kisten era el único vampiro que había allí; brujas, hombres lobo y unos pocos humanos con los ojos enrojecidos por estar despiertos a deshoras, pero ningún vampiro.

Aquello tenía que ser falso, así que mientras Kisten doblaba su dinero con unas cuantas manos, yo desenfoqué mi atención, con la intención de examinar la sala con mi percepción extrasensorial. No me gustaba utilizarla, sobre todo por la noche, cuando podía ver superpuesto siempre jamás; pero prefería sufrir un episodio de «canguelitis» a no saber lo que estaba pasando. Deseché la idea de que Algaliarept supiera lo que yo estaba haciendo; y decidí que no podía saberlo, a menos que activase una línea. Lo cual no iba a hacer.

Tras prepararme, cerré los ojos para que mi, escasamente entrenada, percepción extrasensorial no tuviera que competir con mi visión más mundana y, con un impulso mental, abrí el ojo de mi mente. De inmediato, los mechones de mi pelo, que se habían liberado por su cuenta, se movían al viento que siempre soplaba en siempre jamás. El recuerdo del barco se disipó en la nada, y el abrupto paisaje de la ciudad demoníaca ocupó su lugar.

Se me escapó un leve sonido de desagrado, y recordé el motivo por el que nunca hacía esto tan cerca del centro de Cincinnati; la ciudad demoniaca era fea y estaba derruida. Probablemente, la luna en su cuarto menguante ya habría salido, y había un brillo rojo bien definido en el perfil inferior de las nubes, que parecía iluminar el inhóspito paisaje de edificios destrozados y escombros salpicados de vegetación con un fulgor que lo cubría todo y que, de alguna forma, me hacía sentir pegajosa. Se decía que los demonios vivían bajo la superficie y, al ver lo que le habían hecho a su ciudad, construida sobre las mismas líneas luminosas que Cincinnati, no era de extrañar. Había visto una vez siempre jamás durante el día. No era mucho mejor.

No estaba en siempre jamás; tan solo podía verlo, pero aun así me sentía incómoda, especialmente cuando comprendí que la razón por la que todo parecía más nítido de lo normal era porque yo estaba envuelta en el aura negra de Algaliarept. Al recordar mi trato incumplido, abrí los ojos, rezando porque Algaliarept no encontrase una manera de usarme a través de las líneas, como había amenazado.

El casino flotante estaba tal y como lo había dejado; los ruidos que me habían mantenido conectada mentalmente a la realidad volvían a cobrar sentido. Estaba utilizando ambas visiones y, antes de que mi percepción extrasensorial pudiera sobrecargarse y perderse, me apresuré a mirar a mi alrededor.

Mi atención fue inmediatamente atraída por el disco metálico del techo, y torcí mis labios en un gesto de desagrado. Parpadeaba con un denso fulgor purpúreo que lo cubría todo. Habría apostado a que eso era lo que había sentido al cruzar el umbral de la entrada.

Aunque eran las auras de los demás lo que más me interesaba, no era capaz de ver la mía, incluso cuando miraba hacia el espejo. Una vez, Nick me había dicho que era amarilla y dorada; pero no lo que cualquiera vería ahora, bajo la de Al. La de Kisten era de un saludable y cálido rojo anaranjado, con trazos amarillos concentrados sobre su cabeza, y una sonrisa se dibujó en mis labios. Utilizaba su cabeza para tomar decisiones, no su corazón; aquello no me sorprendía. No había negrura en ella, aunque al examinar el local, comprendí que las de casi todos los demás que había en la sala estaban teñidas de cierta oscuridad.

Contuve un sobresalto cuando advertí a un joven en la esquina que me estaba observando. Llevaba esmoquin, pero conservaba un aspecto de naturalidad en él, no como en la actitud estirada del portero o en el laconismo profesional de los crupieres. Y el vaso lleno en su mano lo identificaba como cliente, no como camarero. Su aura era tan oscura que resultaba difícil distinguir si poseía un profundo tono azul o verde. Contenía un matiz de negro demoníaco, y sentí una descarga de incomodidad, ya que si me estaba examinando con su percepción extrasensorial, de lo que estaba bien segura, podía ver que estaba envuelta en la negra sustancia de Algaliarept.

Tras reclinarse con el mentón apoyado sobre las puntas de sus dedos, enroscados en su mano, fijó su mirada en la mía desde el otro lado de la habitación, evaluándome. Tenía la piel intensamente bronceada, una idea genial en mitad del invierno, que al combinarse con los suaves reflejos de luz en su negro pelo, supuse que venía de fuera del estado, probablemente de algún lugar cálido. Con su constitución estándar y su normal aspecto, no me resultaba especialmente atractivo, aunque su aparente seguridad merecía un segundo vistazo. También parecía adinerado pero ¿quién no lo parece con un esmoquin?

Mis ojos se deslizaron hacia el tipo que bebía cerveza y decidí que un esmoquin también podía mostrar el efecto contrario, después de todo. Y tras ese pensamiento que me hizo sonreír, me volví hacia el chico surfista.

Todavía me estaba mirando y, al ver mi sonrisa, la imitó, asintiendo con su cabeza de una forma especulativa que invitaba a la conversación. Tomé aire para sacudir la cabeza y me detuve en seco. ¿Y por qué no? Me engañaba a mí misma al pensar que Nick regresaría. Y mi cita con Kisten era una oferta de una sola noche.

Preguntándome si su trazo de negrura correspondía a una marca demoníaca, enfoqué mi concentración para tratar de ver más allá de su aura, inusualmente oscura. Al hacerlo, el brillo púrpura del disco del techo resplandeció para adoptar los primeros matices de amarillo.

El hombre se sobresaltó, y dirigió su atención hacia el techo. Su rostro, limpio y afeitado, se vio invadido por la conmoción. Una súbita alarma atravesó la sala desde tres lugares diferentes y, junto a mi codo, Kisten maldijo mientras el crupier decía que aquella mano había sido manipulada y que todo juego quedaba suspendido hasta que pudiera abrir una nueva baraja.

Entonces perdí por completo mi percepción extrasensorial, mientras el brujo que manejaba el libro de registro me señalaba dirigiéndose a otro hombre, claramente de seguridad, dada su absoluta carencia de expresividad emocional.

—Oh, mierda —solté, dando la espalda a la sala y recogiendo mi muerto flotante.

—¿Qué pasa? —preguntó Kisten airadamente mientras amontonaba sus ganancias según el color.

Torcí el gesto, mirándole a los ojos sobre el borde de mi copa.

—Creo que la he cagado.

13.

—¿Qué has hecho, Rachel? —inquirió Kisten con sequedad, estirándose al mirar sobre mi hombro.

—¡Nada! —exclamé. El crupier me dedicó una mirada de cansancio y rompió el lacre de un nuevo mazo de cartas; no me di la vuelta cuando presentí una amenazadora presencia detrás de mí.

—¿Hay algún problema? —preguntó Kisten. Su mirada estaba fija un metro por encima de mi cabeza. Me volví despacio para encontrarme con un hombre muy, muy grande embutido en un esmoquin muy, muy grande.

—Es la señora con quien debo hablar —rugió su voz.

—No he hecho nada —me excusé con rapidez—. Tan solo estaba examinando la, eh, seguridad… —concluí suavemente—. Solo por un interés profesional. Mira. Toma una de mis tarjetas. Yo también trabajo en seguridad. —Rebusqué una torpemente en mi bolso de mano y se la ofrecí—. En serio, no pensaba manipular nada. No he activado ninguna línea. De verdad.

¿«
De verdad
»? ¿No era patético? Mi pequeña tarjeta de presentación parecía diminuta en sus enormes manos, y él la miró una sola vez, leyéndola con rapidez. Contactó visualmente con una mujer situada al pie de las escaleras.

—No ha activado ninguna línea —vocalizó ella, encogiéndose de hombros y él se volvió hacia mí.

—Gracias, señorita Morgan —dijo aquel hombre, y dejé caer los hombros—. Por favor, no imponga su aura sobre los hechizos del local. —No mostró ni la sombra de una sonrisa—. Cualquier otra interferencia y tendremos que pedirle que se marche.

—Claro, sin problema —respondí, recuperando de nuevo el aire.

El hombre se marchó y se retomó el juego a nuestro alrededor. Los ojos de Kisten mostraban su enojo.

—¿Es que no se te puede llevar a ninguna parte? —espetó con sequedad, y puso sus fichas en un pequeño cubo antes de entregármelas—. Toma. Tengo que ir al baño.

Me quedé mirándole con aire ausente mientras me lanzaba una mirada de advertencia antes de marcharse sin prisa, dejándome a mi suerte en un casino con un cubo lleno de fichas y sin tener ni idea de qué hacer con ellas. Me volví hacia el crupier del veintiuno, quien enarcó sus cejas.

—Creo que jugaré a otra cosa —le comenté al tiempo que abandonaba el taburete ante su asentimiento.

Con el bolso de mano metido bajo el brazo, paseé mi mirada por toda la sala con las fichas en una mano y mi bebida en la otra. El chico surfista se había marchado, y reprimí un suspiro de decepción. Agaché la cabeza para mirar las fichas y advertí que tenían grabadas las mismas eses atravesadas. Me dirigí hacia el bullicio proveniente de la mesa de dados sin ni siquiera saber el valor monetario de lo que tenía.

Sonreí ante dos hombres, que se apartaron para hacerme un sitio, y dejé mi bebida y mis fichas en el borde más bajo de la mesa, a la vez que trataba de averiguar por qué algunas personas se mostraban contentas debido al cinco que acababa de salir, y por qué otras se enfadaban. Uno de los brujos que acababa de dejarme sitio permanecía demasiado cerca, y me pregunté cuánto tardaría en hostigarme con su frase de ligue. Efectivamente, después de la siguiente tirada, me lanzó una mirada de baboso y probó fortuna.

—Ya estoy aquí. ¿Cuáles son tus otros dos deseos?

Sentí un cosquilleo en la mano y me obligué a mantenerla en su sitio.

—Por favor —le dije—. Déjalo.

—Oh, qué bien educada, nenita —se burló en voz alta, intentando avergonzarme, pero yo era capaz de avergonzarme a mí misma mucho más fácilmente que él.

El murmullo de la partida pareció desvanecerse cuando me concentré en él. Estaba lista para hacerle pagar al momento su intento de herir mi autoestima, cuando apareció el chico surfista.

—Señor —dijo tranquilamente—, esa ha sido la peor frase que jamás he oído; no solo es insultante, sino que muestra una absoluta falta de prudencia. Obviamente está usted molestando a la joven. Debería marcharse antes de que ella le inflija un daño permanente.

Era protector, y al mismo tiempo implicaba que podía cuidar de mí misma, algo no muy fácil de cumplir en un solo párrafo, y mucho menos en una frase. Estaba impresionada.

El ligón de tres al cuarto tomó aire, hizo una pausa y, con sus ojos puestos por encima de mi hombro, cambió de idea. Refunfuñando, cogió su bebida y a su colega a mi otro lado y se marcharon.

Relajé los hombros y me encontré dejando escapar un suspiro al volverme hacia el chico surfista.

—Gracias —le dije, echándole un vistazo más de cerca. Tenía los ojos marrones y sus labios eran finos y, cuando sonreía, parecían llenos y sinceros. Había algo de herencia asiática en su pasado no muy lejano, lo que le proporcionaba un cabello completamente negro, y una nariz y boca pequeñas.

Inclinó la cabeza, aparentemente avergonzado.

—No las merece. Tenía que hacer algo para redimir a todos los hombres por esa frase. —Su rostro, de mentón fuerte, representó una falsa sinceridad—. ¿Cuáles son tus otros dos deseos? —preguntó con una risita disimulada.

Me reí, antes de ponerle fin mirando hacia la mesa de los dados al pensar en mis grandes dientes.

—Me llamo Lee —me dijo, rompiendo el silencio antes de que la situación se volviera más embarazosa.

—Yo soy Rachel —me presenté, sintiéndome aliviada cuando estiró su mano. Olía a arena y secuoya, y deslizó sus finos dedos en mi mano para corresponder a mi apretón con la misma fuerza. Nuestras manos se apartaron bruscamente y mis ojos buscaron los suyos cuando un desliz de energía luminosa se ecualizó entre nosotros.

—Lo siento —dijo al tiempo que ocultaba su mano tras la espalda—. Uno de nosotros debe estar bajo de energía.

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