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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (29 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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—Eso es lo más jodido —dijo suavemente, elevando el puente de sus cejas con perplejidad.

—¿Qué? —pregunté en un suspiro, aún sin haberme sacudido aquella sensación.

Él sacudió su cabeza.

—No puedo olerte en absoluto. Y eso, de algún modo, resulta muy excitante.

Parpadeé, incapaz, de pronunciar una sola palabra.

—Buenas noches, Rachel. —Había una nueva sonrisa en su rostro al dar otro paso hacia atrás.

—Buenas noches —susurré.

Se volvió y abrió la puerta. El aire gélido me sacó de mi estado de aturdimiento. Mi cicatriz demoníaca, adormecida, no me había molestado ni una sola vez. Eso, pensé, era preocupante. El que Kisten pudiera hacerme esto sin ni siquiera juguetear con mi cicatriz. ¿Qué demonios me estaba pasando?

Kisten me lanzó una última sonrisa desde el umbral, con la noche nevada como hermoso escenario. Tras girarse, descendió los helados escalones, haciendo crujir la sal con sus pisadas.

Desconcertada, cerré la puerta detrás de él, preguntándome lo que había ocurrido. Todavía sintiéndome confusa, coloqué la barra de la puerta; después la volví a quitar, al recordar que Ivy estaba fuera.

Me dirigí hacia mi habitación rodeándome a mí misma con los brazos. No podía dejar de pensar en lo que Kisten me había dicho sobre como la gente dictaba su propio destino cuando dejaban que un vampiro les vinculase. Aquella gente pagaba por el éxtasis de la pasión vampírica con diferentes niveles de dependencia, que iban desde ser mera comida hasta ser iguales. ¿Y si estaba mintiendo?, pensé. ¿Y si mentía para que le permitiese morderme? Pero entonces, una idea aún más aterradora hizo que mis pies se detuvieran y que mi rostro se paralizase.

¿Y si me estaba diciendo la verdad?

16.

Seguí a Ivy hasta la puerta principal; mis botas resonaban con fuerza en el pasillo. Su alta figura se movía con una gracilidad absorta, tan agresiva como siempre en sus refinados pantalones de cuero. Ella podría preferir el cuero para las compras de solsticio, pero yo había optado por unos vaqueros y un jersey rojo. Incluso así, ambas teníamos buen aspecto. Ir de compras con Ivy era divertido. Siempre invitaba a galletas, y esquivar las ofertas de citas cobraba un delicioso sentido del peligro debido a que Ivy atraía a toda clase de gente.

—Tengo que estar de vuelta para las once —me dijo cuando entramos en el santuario, echándose el pelo hacia atrás—. Esta noche tengo una misión. La hija menor de edad de una persona está metida en un burdel, y tengo que ir a sacarla de ahí.

—¿Necesitas ayuda? —le ofrecí, abotonándome el abrigo y colgándome la mochila del hombro mientras caminaba.

Los pixies se encontraban reunidos frente a las ventanas de cristal tintado, flotando bajo las luces de colores y chillando por algo que había en el exterior.

Ivy me ofreció una sonrisa de suficiencia.

—No. No me llevará mucho tiempo.

La intensa impaciencia reflejada en su pálido rostro ovalado, hizo que me preocupase. Había regresado de muy mal humor cuando visitó a Piscary. Obviamente no le había ido bien, y tuve la sensación de que iba a pagar su frustración con quienquiera que hubiera raptado a esa chica. Ivy era implacable con los vampiros que victimizaban a los menores de edad. Alguien iba a pasar las vacaciones en el hospital.

Sonó el teléfono y tanto Ivy como yo nos quedamos quietas, mirándonos entre nosotras.

—Yo lo cojo —dije—. Pero si no es una misión, dejaré que se encargue el contestador.

Ivy asintió y se dirigió a la puerta con su bolso.

—Iré arrancando el coche.

Tras tomar aire, corrí hasta la parte trasera de la iglesia. Al tercer tono, el contestador se puso en marcha. El aparato emitió su mensaje y mi rostro se contrajo. Nick lo había grabado para mí; pensaba que era frívolo, ya que daba a entender que teníamos contratado a un secretario. Aunque ahora, sabiendo que se nos relacionaba con profesionales de otro ramo, probablemente solo contribuiría a crear confusión.

Fruncí aun más el entrecejo cuando el mensaje se interrumpió y la voz de Nick continuó hablando.

—Hola, Rachel —dijo titubeante—. ¿Estás ahí? Cógelo si estás. Yo… yo esperaba que estuvieras en casa. ¿Qué hora es allí? ¿Las seis?

Me obligué a contestar el teléfono. ¿Se encontraba en una zona horaria distinta?

—Hola Nick.

—Rachel. —El alivio en su voz era notable, en claro contraste con mi tono sereno—. Bien. Me alegro de haberte pescado.

Pescarme. Sí, claro.

—¿Cómo te va? —le pregunté, tratando de conservar el sarcasmo en mi voz. Todavía estaba dolida y confusa.

Tomó aire lentamente. Podía oír de fondo el sonido del agua al silbar, como si estuviera cocinando algo. Se entremezcló un tenue tintineo de cristales y el murmullo de una conversación.

—Me va bien —respondió—. Me va estupendamente. Anoche dormí realmente bien.

—Eso es genial. —¿
Por qué demonios no me dijiste que al practicar mi magia de líneas luminosas te estaba despertando? También podrías estar durmiendo bien aquí
.

—¿Qué tal te va a ti? —me preguntó.

Me dolía la mandíbula y me obligué a separar los dientes.
Estoy confusa. Estoy dolida. No sé lo que quieres. No sé lo que quiero yo
.

—Bien. —Me escocía la garganta—. ¿Quieres que te recoja el correo o vas a volver pronto a casa?

—Ya tengo a un vecino recogiéndolo, pero gracias.

No has contestado a mi pregunta
.

—Muy bien. ¿Sabes si vas a volver para el solsticio o le doy tu entrada a… otra persona? —No había titubeado a posta. Fue sin querer. Simplemente ocurrió. Era obvio que Nick también lo había oído, teniendo en cuenta su silencio. Se oyó una gaviota chillar de fondo. ¿Estaría en la playa? ¿Estaría en un bar en la playa mientras yo esquivaba hechizos oscuros en la fría nieve?

—Deberías hacerlo —dijo finalmente, y sentí como si me hubieran golpeado en el estómago—. No sé cuánto tiempo voy a estar aquí.

—Claro —susurré.

—Te echo de menos, Rachel —afirmó, y yo cerré los ojos.
No lo digas, por favor
, pensé.
Por favor
—. Pero me siento mucho mejor. Pronto estaré en casa.

Aquello era exactamente lo que Jenks me había advertido que diría, y se me hizo un nudo en la garganta.

—Yo también te echo de menos —respondí, sintiéndome de nuevo traicionada y perdida. No dijo nada más, y después de tres latidos continué llenando el silencio—. Bueno, Ivy y yo vamos a ir de compras. Está en el coche.

—Ah. —Sonó como si estuviera aliviado, el muy cabrón—. No te entretengo.
Mmm
, hablaremos más tarde.

Mentiroso
.

—De acuerdo. Adiós.

—Te quiero, Rachel —susurró, pero colgué como si no lo hubiera oído. No sabía si podría seguir respondiendo a eso. Aparté mi mano del auricular, sintiéndome desgraciada. Mis lacadas uñas rojas resaltaban con brillo frente al plástico negro. Me temblaban los dedos y me dolía la cabeza.

—¿Entonces por qué te marchaste en lugar de contarme lo que te pasaba? —pregunté a la vacía habitación.

Exhalé lentamente, de forma controlada, para tratar de expulsar la tensión de mi cuerpo. Me iba de compras con Ivy. No lo echaría a perder dándole vueltas a lo de Nick. Se había marchado. No iba a regresar. Se sentía mejor en una zona horaria diferente a la mía; ¿por qué iba a regresar?

Tras colgarme del hombro la mochila, me dirigí hacia la puerta. Los pixies todavía estaban reunidos junto a las ventanas en pequeños grupos. Jenks estaba en algún otro sitio, lo que me hizo sentir aliviada. Tan solo me diría: «Ya te lo advertí», de haber escuchado mi conversación con Nick.

—¡Jenks! ¡Te dejo al mando de la nave! —exclamé al abrir la puerta principal, y una sonrisa, débil pero sincera, se dibujó en mis labios cuando me llegó un penetrante silbido procedente de mi escritorio.

Ivy ya estaba en el coche, y mis ojos se movieron hacia la casa de Keasley, al otro lado de la calle, atraídos por el murmullo de niños y el ladrido de un perro. Aminoré el paso. Ceri se encontraba en el patio, vestida con los vaqueros que le había llevado antes y un viejo abrigo de Ivy. Sus relucientes guantes rojos y un sombrero a juego causaban un intenso contraste con la nieve, mientras ella y unos seis niños de entre diez y dieciocho años rodaban bolas de nieve de un lado a otro. Una montaña de nieve comenzaba a cobrar forma en un rincón del pequeño patio de Keasley. En la puerta contigua, había cuatro niños más haciendo lo mismo. Parecía que allí iba a tener lugar una batalla de bolas de nieve en cualquier momento.

Saludé con la mano a Ceri, y luego a Keasley, quien estaba de pie en su porche, contemplando la escena con una concentración que me indicaba que a él también le gustaría estar allí abajo, participando. Ambos me devolvieron el saludo y sentí una especie de calidez en mi interior. Había hecho algo bien.

Abrí la puerta del Mercedes que le habían prestado a Ivy y me introduje en él para comprobar que el aire aún salía frío por las rejillas. Al enorme turismo de cuatro puertas le costaba horrores calentarse. Sabía que a Ivy no le gustaba conducirlo, pero su madre no le prestaba nada mejor, y no podía llevar la moto en esas condiciones.

—¿Quién era? —inquirió Ivy mientras yo desviaba la rejilla del aire hacia otra parte y me ponía el cinturón de seguridad. Ivy conducía como si no pudiera morir, lo cual pensé que era algo irónico.

—Nadie.

—¿Nick? —preguntó, lanzándome una mirada de complicidad.

Apreté los labios y acomodé la mochila sobre mi regazo.

—Como te he dicho, no era nadie.

Ivy retiró el coche del bordillo sin mirar hacia atrás.

—Rache, lo siento.

La sinceridad en su voz impasible me hizo levantar la barbilla.

—Creía que odiabas a Nick.

—Y le odio —respondió en un tono carente de disculpa—. Creo que es manipulador y que oculta información que podría hacerte daño. Pero a ti te gustaba. Puede… —titubeó, apretando y relajando los dientes—. Puede que regrese. Él te… ama. —Profirió un sonido gutural—. Oh, Dios, me has hecho decirlo.

—Nick no es tan malo —dije entre risas y ella se volvió hacia mí. Mis ojos se centraron en el camión al que estábamos a punto de embestir en un semáforo, y me preparé para el impacto.

—Te he dicho que te ama. No que confíe en ti —aclaró, con sus ojos fijos en mí, mientras frenaba suavemente para detenerse en seco con nuestro morro a quince centímetros de su parachoques.

Se me encogió el estómago.

—¿Crees que no confía en mí?

—Rachel —insistió, avanzando poco a poco cuando cambió la luz del semáforo, aunque el camión no se movía—. ¿Se va de la ciudad sin decírtelo? ¿Y encima no te dice cuándo va a volver? No digo que haya alguien entre vosotros; digo que hay algo. Se los pusiste de corbata y no es lo bastante hombre como para admitirlo, afrontarlo y superarlo.

No dije nada, contenta de que nos hubiésemos puesto de nuevo en movimiento. No es que le hubiera asustado. Es que el miedo le había paralizado. Debía haber sido horrible. No me extrañaba que se hubiera marchado. Genial, ahora me sentiría culpable todo el día.

Ivy sacudía el volante para cambiar de carril. Se oyó un claxon, y miró al conductor responsable del mismo por el espejo retrovisor. Lentamente, el coche dejó un amplio espacio entre nosotros, intimidado por la fuerza de aquella mirada.

—¿Te importa si paramos un minuto en casa de mis padres? Está de camino.

—Claro que no. —Contuve un grito cuando giró bruscamente a la derecha justo delante del camión que acabábamos de pasar—. Ivy, puede que tengas reflejos felinos pero el tipo que conducía ese camión se ha meado encima.

Ella emitió un gruñido, quedándose a medio metro del guardabarros del coche que había delante de nosotras.

Ivy hizo un notable esfuerzo por conducir normalmente a través de las zonas más transitadas de los Hollows, y lentamente fui relajando el apretón que le estaba propinando a mi mochila. Era la primera vez que estábamos juntas y alejadas de Jenks en una semana, y ninguna de nosotras sabía qué comprarle para el solsticio. Ivy se inclinaba por la caseta para perros climatizada que había visto en un catálogo; lo que fuera por sacarle a él y a su familia de la iglesia. Yo me conformaría con una caja de seguridad que pudiéramos cubrir con un trapo y hacer como si fuera una mesita.

A medida que Ivy conducía, crecían los terrenos forestados y los árboles eran más altos. Las casas comenzaban a alejarse de la carretera hasta que solamente asomaban sus tejados por encima del bosque.

Nos encontrábamos justo en los límites de la ciudad, directamente junto al río. En realidad no estaba de camino al centro comercial, pero la interestatal no quedaba lejos y, teniendo eso en cuenta, la ciudad era mucho más amplia.

Ivy se dirigió sin pensarlo dos veces hacia un camino tras una verja. Unas líneas simétricas marcaban en negro un sendero sobre la nieve recién caída, ya que había sido despejada. Me incliné para mirar por la ventanilla; yo jamás había visto la casa de sus padres. El vehículo fue perdiendo velocidad hasta detenerse ante una antigua casa de tres plantas con aspecto romántico; estaba pintada de blanco y tenía las contraventanas de color verde esmeralda. Había un pequeño biplaza rojo aparcado en la puerta, totalmente seco y sin rastro de nieve.

—¿Tú creciste aquí? —le pregunté al salir. Los dos nombres del buzón me hicieron pensar un buen rato, hasta que recordé que los vampiros conservaban sus apellidos después del matrimonio para mantener intactos los linajes vivos. Ivy era una Tamwood; su hermana era una Randal.

Ivy cerró su puerta de un golpe e introdujo las llaves en su bolso negro.

—Sí. —Miraba las luces de fiesta, que aportaban un toque sutil y de buen gusto. Estaba oscureciendo. El sol se encontraba solamente a una hora de ponerse, y yo esperaba que, para entonces, ya nos hubiésemos marchado. No estaba especialmente interesada en conocer a su madre.

—Entremos —dijo Ivy, pisando sonoramente con sus botas los despejados escalones, y la seguí hacia el porche cubierto. Abrió la puerta y gritó:

—¡Hola! ¡Estoy en casa!

Una sonrisa se dibujó en mis labios cuando me detuve en el umbral para sacudirme la nieve. Me gustaba oír su voz tan relajada. Tras entrar, cerré la puerta y respiré profundamente. Olía a clavo y a canela; alguien había estado usando el horno.

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