Read Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX Online
Authors: Paco Ignacio Taibo II
Los cinco jóvenes, a los que la opinión pública bautizará como «los dieguitos», se enfrentan a sus monumentales paredes con una mezcla de miedo y ansia. Les han ofrecido cuatrocientos pesos por cada mural, y se proponen ir más lejos que Diego en el enfoque nacionalista de su pintura. Esto hace que Revueltas, a pesar de ser ateo, elija como tema a la Virgen de Guadalupe, indígena y morena, rodeada de prostitutas, y vestida con tonos pastel absolutamente mexicanos, y que los otros trabajen sobre materiales indiscutiblemente nacionales.
Mientras Rivera avanza en
La Creación
, «los dieguitos» comienzan a pintar sus muros, entre junio y octubre de 1922, y lo tienen que hacer al aire libre. Así se inicia una tormentosa relación entre los muralistas y los estudiantes, bastante conservadores y mojigatos, que durará dos años. Michel, un crítico norteamericano, reseña:
«El nuevo movimiento comenzó hostigado por el escarnio y los silbidos, el sarcasmo y el desprecio. Los proyectiles comenzaron a volar; papeles mascados, chicle, escupitajos, cayeron sobre los murales, mientras descendían de los andamios las maldiciones, y brochas cubiertas de pintura ondeaban amenazadoras. Hubo actos de vandalismo. Intrusos abalanzándose en repentinos ataques, trepando a los frescos, pintando en los círculos que marcaban el lugar donde se pintarían las cabezas narices grotescas y cómicos ojos. Los acosados alzaron robustas barricadas, pero éstas fueron inútiles para detener a los atacantes. Los pintores fortificaron los pasamanos y las escaleras con maderas y clavos, y tras este escenario continuaron con sus grandes decoraciones».
El escultor Ignacio Asúnsolo, que había combatido en la revolución, decidió tomar cartas en el asunto y un buen día entró a la preparatoria con un grupo de campesinos armados y persiguió a tiros a los estudiantes que querían linchar a los muralistas.
«— ¿Llamas arte a eso? —preguntó un estudiante a su compañero mientras estaban de pie contemplando a Diego, que se encontraba en su andamio pintando su primer mural en la preparatoria—. ¡Mira aquella mujer desnuda! —continuó el estudiante refiriéndose al desnudo de la parte izquierda inferior— ¿Te agradaría casarte con una mujer como ésa?»
— Joven —dijo Diego inesperadamente, mirando hacia abajo por encima del hombro desde su encaramada posición—, nadie exigiría de usted que se casara con una pirámide, pero una pirámide también es arte. —Y continuó pintando tranquilamente».
En septiembre de 1922 se producen dos nuevas incorporaciones al grupo de pintores muralistas. David Alfaro Siqueiros llega a Veracruz en la tercera clase de un barco. Chihuahuense de origen, tiene veintiséis años, ha estudiado pintura en San Carlos, ha sido militar en el ejército constitucionalista, y desde 1919 se encuentra en Europa combinando un cargo diplomático con una beca de estudios que le dio Vasconcelos, y que le fue cortada en agosto para que regresara a México a pintar. Es amigo de Rivera y con él ha debatido muchas veces la posibilidad de conseguir un muro en Ciudad de México. Ahora, la posibilidad está abierta, con un salario de 3,30 diarios; es el octavo «maestro de dibujo» contratado por Vasconcelos para que trabaje en la preparatoria. Su primer proyecto, una obra monumental, un «muro de verdad», donde pintará
El espíritu de Occidente
.
En ese mismo mes aparece en Ciudad de México el pintor jalisciense Amado de la Cueva, que a sus treinta y un años también regresa de Europa y se incorpora al grupo de ayudantes de Rivera.
Años más tarde sus nombres formarán parte de un mito que recorrerá el planeta.
El grupo se va amalgamando, no sólo por su carácter de asalariados de la Secretaría de Educación Pública (por cierto mal pagados) y el uso común de las paredes de la Escuela Nacional Preparatoria, también por las continuas conversaciones sobre la técnica para pintar murales y los contenidos nacionalistas de su pintura. A fines de 1922, un nuevo elemento vincula más aún entre sí a los pintores: la participación política, en un país que tras una sangrienta revolución comienza a reactivarse bajo la sensación de que todo ha ido a medias, que algo se le ha escamoteado.
Rivera se había ligado durante los primeros meses de 1922 a un grupo de intelectuales encabezado por Vicente Lombardo Toledano, director de la Escuela Nacional Preparatoria, que con el membrete «Grupo Solidario del Movimiento Obrero», mantenía estrechas relaciones con la CROM [Confederación Regional Obrera Mexicana], la central sindical moderada de la década de los veinte. En septiembre, el pintor asistió como delegado a la IV Convención Nacional de la CROM.
Desengañado por los crecientes compromisos de la CROM con el gobierno y el conservadurismo de sus dirigentes, Rivera busca una opción política más a su izquierda. Probablemente el motín del agua provocado por la CROM en noviembre de 1922 para derrocar al ayuntamiento de Ciudad de México, que terminó en un enfrentamiento entre manifestantes y soldados con varios muertos y heridos, en el que estuvieron presentes Rivera, Siqueiros y Revueltas (el ayuntamiento se encontraba a pocos pasos de la Escuela Nacional Preparatoria donde los tres estaban pintando), haya acabado de confirmar a los pintores en la búsqueda de una opción más radical en materia política. Muy pronto habrán de encontrarla.
Un texto de Diego de aquellos meses muestra el sujeto de su hallazgo político: « […] en la pizarra negra del cielo de México una estrella grande que luce roja con cinco picos en ella, como en las facciones de la cara de la luna pueden adivinarse un martillo y una hoz. Y unos emisarios han venido diciendo que es presagio del nacimiento de un nuevo orden y una nueva ley».
Es el comunismo, con la aureola de la Revolución Soviética. Diego ingresa entonces en el Partido Comunista Mexicano y es inscrito con la credencial número 992. El PCM se encuentra entonces en un mal momento. Tras la derrota de la gran huelga inquilinaria que dirigió en Ciudad de México en 1922 y la separación de un grupo importante de sus dirigentes, con la salida forzada del país de los cuadros de la Internacional Comunista que lo dirigían, se encuentra reducido a un puñado de militantes y en una profunda crisis política. Pero Diego poco le pide al partido; concentrado en los murales, dedicando quince o dieciséis horas al trabajo en el andamio de la Escuela Nacional Preparatoria, poco puede percibir de esta crisis y su militancia esos meses sólo habrá de expresarse hacia el interior de su mundo de trabajo, el círculo de muralistas. Pero ahí, sus ideas y las de Siqueiros harán germinar un proyecto: «El sindicato».
El sindicato nació entre los últimos días de noviembre y finales de diciembre de 1922, entre conversaciones mientras se pintaba, pláticas callejeras y reuniones en la casa de Diego Rivera. Sus fundadores fueron los nueve muralistas con contratos en la preparatoria (Diego, Siqueiros, Charlot, Revueltas, Alva de la Canal, Emilio García Cabero, Carlos Mérida, Xavier Guerrero y Fernando Leal) y algunos de sus ayudantes: Máximo Pacheco (que trabajaba con Revueltas) y Roberto Reyes Pérez (que trabajaba con Siqueiros). Al grupo se adhirió el pintor jalisciense, José Clemente Orozco, que volvía de Estados Unidos, donde se había cruzado con Siqueiros. Orozco tenía treinta y nueve años, había estudiado en San Carlos y trabajado como ilustrador en varias revistas; autor de caricaturas mordaces, un tanto nihilista y escéptico, Orozco, solitario y muy áspero en las relaciones, no dio demasiada importancia ni tiempo al movimiento, aunque se sintió obligado a sumarse a la iniciativa.
La reunión constitutiva se celebró en la casa de Diego Rivera y se acordó nombrar a la organización Unión Revolucionaria de Obreros Técnicos, Pintores, Escultores y Gremios Similares, aunque más tarde se adoptó definitivamente el de Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, con el que firmó todos sus documentos y comunicados.
La naciente organización produjo una declaración de principios que nunca se publicó, pero en la que se consumieron varios días discutiendo. De los testimonios de Siqueiros, Charlot, Orozco y Rivera, puede obtenerse una buena aproximación a las ideas centrales del texto, que iba mucho más allá que una propuesta gremial:
La declaración de principios era el resultado, más que de la evolución política del grupo, de las proposiciones más radicales de algunos de sus miembros. Las posiciones de Rivera, en aquel entonces miembro nominal del partido comunista; de David Alfaro Siqueiros, que se había formado políticamente en los agitados ambientes políticos anarquistas y comunistas de la España y Francia de la posguerra; el radicalismo de Fermín Revueltas y de Amado de la Cueva, incluso el izquierdismo católico de Charlot, se imponían a la apatía de algunos o al conservadurismo de otros. Pesaba la juventud del grupo, su adhesión a la pintura mural, la idea de que se encontraban ante una revolución que los llevaba hacia una pintura apreciable por las grandes masas y su condición laboral (trabajaban mucho más de diez horas diarias de promedio, trepados en andamios, en contacto con el yeso, la brocha, la espátula, con salarios mezquinos y en estrecha armonía con los albañiles, de cuya eficacia dependía la consecución del fresco). Éstos eran los puntos de apoyo de la naciente organización. La individualidad del trabajo de creación, las manías de un montón de apasionados genios, su peor enemigo. Y todo esto en medio de un interesante cóctel ideológico en el que las definiciones de radicalismo formal iban acompañadas de un indigenismo precursor. Siqueiros resumirá más tarde: «Mezclaba mis sueños políticos con ideas cosmogónicas y con teorías de cerebralismo puro sobre equivalencias plásticas de la geografía y la etnografía». El primer comité estuvo formado por Siqueiros como secretario general, Diego Rivera y Xavier Guerrero como primer y segundo vocal, y Fermín Revueltas, Ramón Alva, Orozco, Carlos Mérida y Germán Cueto. Algunos testimonios incluyen a Fernando Leal como tesorero.
Una de las primeras tareas del sindicato fue entrevistarse con Vasconcelos para que le diera un muro a José Clemente Orozco, pero el ministro, al que no le gustaban las caricaturas del pintor jalisciense ni sus dibujos del mundo marginal, se negó enérgicamente. Orozco reaccionó diciendo: «Ya les había dicho que el sindicato era una pendejada».
Éste no fue el único enfrentamiento de los pintores con su contratador y primer, aunque mezquino, mecenas. En sus memorias, Vasconcelos reseña de forma muy dudosa una entrevista con Siqueiros al fundarse el sindicato, en la que se negó a tratar colectivamente con el grupo un aumento salarial, despidiendo a los representantes y luego readmitiéndolos de inmediato tras «darles una lección»; y Reyes Pérez recuerda que el ministro suspendió el pago del salario de Fermín Revueltas porque un día pasó frente al mural en que éste trabajaba y encontró laborando a su ayudante y ausente al maestro. Vasconcelos decidió retirarle el pago a Revueltas y darle el sueldo íntegro en su lugar a Máximo Pacheco. La historia se hizo más complicada cuando Vasconcelos descubrió que Pacheco cobraba, pero le reintegraba el salario a Revueltas, que seguía pintando su enorme Virgen de Guadalupe. El ministro suspendió entonces el sueldo de ambos. El principio de autoridad atacaba a la Virgen de Guadalupe de mantos lilas y rojos cálidos.
Siqueiros cuenta: «Al llegar en una ocasión a la Escuela Nacional Preparatoria por el lado de San Ildefonso me encontré con una enorme multitud de alumnos y maestros de la propia escuela […] ¿Qué había pasado? ¿Quién había ordenado que se cerraran todas las puertas de la preparatoria? ¿Quién había ordenado que se colocara aquella bandera roja en lo alto del edificio? […] Vasconcelos me llamaba con urgencia. Me lo encontré en un estado de indignación inenarrable. Lo que ustedes, su famoso sindicato de pintores, están haciendo es verdaderamente increíble y yo ya no voy a seguir tolerándolo […] Ese loco de Revueltas, por sus propias pistolas y en perfecto estado de ebriedad, llegó esta mañana muy temprano a la escuela y a punta de pistola sacó al prefecto y a todos los mozos y se ha encerrado adentro alegando que no le abre hasta que le paguen lo que le deben […] La huelga de un solo hombre contra todos los demás. En el primer momento quise ordenar que la policía o los soldados del cuartel de enfrente lo sacaran por la fuerza, inclusive sabiendo que ese muchacho es un atrabiliario y se hubiera defendido a balazos […] ¿Qué cree usted que debemos hacer en su carácter de secretario general del sindicato?
»Sin abandonar la sonrisa irónica, le dije: Licenciado, pues a mí me parece que la solución es muy sencilla: ordene que le paguen.
»Avanzando entre la multitud le gritaba yo a Revueltas desde abajo: ¡Fermín, Fermín, ya ganamos!, a la vez que le mostraba la bolsa con los dineros de la victoria. ¿Qué, qué?, me decía él desde arriba con unos ojos ambulantes de borracho, aquellos inmensos ojos negros de Fermín, en ese momento enloquecidos, más que nunca. Mis palabras provocaron un verdadero entusiasmo en la multitud, que comenzó a vitorearnos a él y a mí. Entonces le indiqué a Revueltas que bajara y con muchas precauciones; él, aún con la pistola en la mano, entreabrió la puerta y no se resolvió a dejarme entrar sino cuando tocó la plata».