Aretes de Esparta (20 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

BOOK: Aretes de Esparta
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Hacía meses que no había visto al rey Cleómenes. Los excesos que había cometido dejaban huella en su rostro, que era la imagen de la locura y el desenfreno. Debajo de los ojos le habían nacido unas bolsas verdinegras que presagiaban el mal de las Ménades, esto es, el odio y el rencor que anidaban en su corazón igual que serpientes venenosas, y torcía la boca mientras hablaba con Leotíquidas en susurros a la vez que sostenía una preciosa copa de vino de la que bebía sin parar. De Leónidas ya he hablado. Pausanias era su sobrino.

El primero en formalizar la acusación fue Nearco. El apuesto soldado que había conocido en Giteo era un orador sonoro, de palabra suave y gestos contundentes. De su lengua fluía el verbo más dulce que la miel, encandilaba a las mujeres y convencía a los hombres. Según declaró, fue él quien había encontrado la tablilla que Demarato había dirigido a mi padre. Su discurso prosiguió con el argumento de que la carta era una traición a Esparta, conjeturó que padre tenía aliados que pretendían entregar la ciudad a los persas. Afirmó rotundamente que su misión era la de convencer a la asamblea para entregar tierra y agua en señal de sometimiento a Darío de Persia. Las pruebas apuntaban a que la carta acusatoria se había encontrado entre el manto de padre delante varios testigos.

Después de oír a Nearco, cientos de personas se pusieron en pie y gritaron «¡traición!». Así pues, parecía inevitable que se ejecutara la pena máxima, porque el público estaba exaltado reclamando justicia a Cleómenes. Entonces, Leónidas se puso en pie y pidió silencio a la asamblea.

—¿Quién ha encontrado esta carta? —bramó por encima de las voces que se levantaban contra padre— ¿No has sido tú, Nearco? Todos sabemos que Eurímaco siempre ha pertenecido a la facción de Demarato, y que los dos habéis mantenido frecuentes discusiones acerca de la política de Esparta. Necesitamos más pruebas antes de condenar a un Igual de modo injusto.

Su figura y su voz se irguieron majestuosas entre los espartanos y muchos callaron al oír el rugido del león. Sin embargo, a una indicación de Atalante, varios hombres a los que yo veía dispuestos aquí y allá entre la muchedumbre, empezaron a gritar «traición» de nuevo. Algunos otros dijeron que se pretendía dividir a la Polis en unos momentos tan delicados para su supervivencia. Leónidas reclamó la prueba y uno de los éforos le entregó la tablilla de cera donde iba grabado el mensaje. Él la leyó en voz alta para que todos los presentes oyeran la carta de Demarato:

«
Espartanos, la fuerza y el poderío del gran Rey me llevan a aconsejaros que no pretendáis oponeros a las peticiones del señor de todos los hombres que pacen desde el sol naciente al poniente, el más sagrado, reverenciado y exaltado, invencible, incorruptible, bendecido por el dios Abura Matada y omnipotente entre los mortales. Sed inteligentes y acceded a recibir a los embajadores que os visitarán. No cometáis la temeridad de oponeros a sus modestas peticiones que redundarán en beneficio de la Polis y que harán de Esparta la capital de la Hélade».

—Esta carta no va a su nombre —concluyó al terminar—. Nada prueba que vaya dirigida a él, y cualquiera ha podido dejarla en la comuna.

Mientras, padre negaba con la cabeza y no entendí qué pretendía decir con ello. Pensé que afirmaba que la carta iba dirigida a él. Entonces, padre pidió permiso para hablar a solas con Cleómenes, pero uno de los soldados le cerró la boca con un puñetazo por indicación del mismo rey. Como luego forcejeó con los hombres que le tenían agarrado para acercarse a Cleómenes, ordenaron que fuera devuelto a la prisión hasta que se pronunciara la sentencia.

El resto de la mañana se siguió discutiendo sobre el supuesto delito. También el abuelo participó en la asamblea, pidió la vara blanca que autoriza a hablar a los oradores sin ser interrumpidos y defendió a padre. Dijo que ni él ni su hijo habían sido partidarios de entregar agua y tierra o de someterse a los bárbaros extranjeros, pues entendía que ante tal enemigo nada podría hacerse sino aunar las fuerzas de todas las polis, y que era público y notorio que nunca habían sido partidarios de la política de Cleómenes. Algunos hombres le hicieron callar entre abucheos. Entonces, Atalante se puso en pie, arrebató la vara de manos del abuelo y le respondió:

—No necesitamos en estos momentos traidores a Esparta, mi querido Laertes, sino leales guerreros que nos defiendan de los invasores.

Cuando el abuelo lo oyó estalló en cólera y le replicó con saña:

—¡Hombre cargado de vino, con cara de perro y corazón de cerdo! ¿Tú me hablas del honor de Esparta? ¿Acaso no recuerdas quién luchó a tu lado en la batalla de los trescientos? ¿No recuerdas quién te salvó de morir en Cinuria cuando los argivos te habían rodeado? ¿Quién saltó sobre ellos y te sacó de allí? ¿A mí me hablas de defender Esparta y a sus habitantes?

—No juzgamos aquí, Laertes —le respondió Atalante con desprecio—, los vagos recuerdos de un anciano que se pierden en la noche de los tiempos, sino la traición de tu hijo a la ciudad.

—¡Mi hijo no es un traidor! —estalló el abuelo.

A pesar de los intentos del abuelo, de Leónidas y de otros ancianos que actuaron justamente defendiendo a padre, la asamblea votó finalmente por el ostracismo en una reñida votación. Al estilo de Atenas, también en Esparta los hombres graban en un pedazo de cerámica el nombre del condenado al exilio. Una vez terminó el recuento, padre fue llevado de nuevo ante los dos reyes. Cleómenes se levantó tambaleándose lo mismo que una barrica de vino y todos nos pusimos en pie. Luego pronunció la sentencia:

—Yo, Cleómenes, hijo de Anaxándridas, sacerdote de Zeus Uranio, por el delito de traición a la ciudad, te condeno a ti, Eurímaco, hijo de Laertes, a pena de ostracismo de por vida y la muerte para tí si regresas a Esparta, o para tu familia si intentas ponerte en contacto con ellos por el peligro que comportaría para nuestra bien amada Polis.

Padre no movió ni un músculo de su cara y sólo miró al abuelo. La muchedumbre aplaudió la resolución, Atalante y Nearco encajaron las manos en señal de triunfo y Leónidas se retiró rápidamente de la tribuna seguido de mi amiga Gorgo. El abuelo Laertes cayó derrotado en el asiento y yo le abracé, pero noté que estaba frío y rígido como una estatua. Padre fue escoltado hasta Amidas por un pelotón de soldados para recoger sus pertenencias y partir al exilio de inmediato. El mismo Nearco le acompañó a la aldea. De esta forma se aseguraba del inminente cumplimiento de la sentencia. Pudimos estar a solas un momento con él.

—Debéis tener mucho cuidado —nos dijo—. Desde ahora seréis la familia de un proscrito. Confiad sólo en Leónidas, en Talos y en Prixias.

Luego nos miró a los tres con atención y dijo sus últimas palabras, porque los soldados tenían prisa por ejecutar las órdenes:

—Siempre he deseado tener algo más de sabiduría para aconsejaros, pero nunca como en este momento. Haced caso a quien bien os aconseja, sed parcos en palabras y diligentes en las acciones. Si habláis mal, pronto oiréis peor de vosotros. Honrad a los ancianos y a los muertos. Escuchad especialmente al abuelo. No os riais nunca de una persona en su desgracia, ni permitáis que vuestra lengua corra más que vuestra inteligencia. No deseéis lo que es imposible y obedeced las leyes. Sed piadosos con los dioses y ayudaos entre vosotros. Cuidad de vuestra madre y recordad que el zorro conoce muchos trucos; el erizo sólo conoce uno, pero es muy bueno.

Luego miró al abuelo y este asintió con la cabeza en señal de aprobación. Antes de su partida, el abuelo sacrificó dignamente un capón.

—No hay que marchar sin sacrificar a los dioses —dijo emocionado—, y nunca con el pie izquierdo delante del derecho.

Mientras, los soldados, unos avergonzados y otros impacientes, esperaban armados para acompañar a padre hasta los límites de Lacedemonia, la tierra que no podría volver a pisar. Madre había permanecido como una digna estatua de mármol al lado de padre sin decir nada, aunque yo sabía que si hubiera podido ver su interior lo hubiera encontrado reducido a cenizas, ya que un nuevo incendio había arrasado su alma. Con todo, tuvo el valor de susurrar a padre antes de la partida:

—Espartano, ¿qué le decimos a tu otro hijo?

Padre la miró con una pena profunda y me llamó, se desató el colgante de ónice con una Lambda grabada que siempre llevaba al cuello, y me pidió que se lo entregara al hijo que nunca había conocido. Antes de marchar custodiado por los soldados nos abrazó a cada uno.

—Espero que pronto nos reencontremos, padre —dije agarrada a su cuello mientras lloraba sin pudor alguno.

—Es triste soñar algo que nunca sucederá, gacelilla —me respondió él.

—Dejemos eso en manos de los dioses, hijo mío —dijo el abuelo con los ojos enrojecidos.

Padre partió al exilio con su escudo colgado a la espalda, su zurrón de campaña, su capa escarlata y su lanza sobre el hombro, mientras de la cintura bamboleaba su casco con cimera de crin de caballo. Iba seguido del pelotón de soldados que le escoltaba. La última imagen que conservé de él fue la de un guerrero que partía hacia el norte y arrastraba los pies por el polvoriento camino sin volver la cabeza atrás. El abuelo sintió morir su aliento mientras veía cómo se alejaba y recordó unos versos de Alcmán:

Los dioses cobran su venganza

Y dichoso el que, libre de cuidados,

Ha terminado de trenzar el día sin una lágrima.

En ese momento yo tenía dieciséis años y recordé lo que me había dicho algunas veces para estimular mi buen comportamiento: que los dioses vagan por la tierra para ver si los hombres actúan con decencia. Pensé que a veces lo hacían más ciegos que el propio Tiresias, y mi corazón maldijo las leyes de Esparta por tercera vez.

Por la noche soñé con el erizo del que había hablado padre. Ante los peligros, el animal se esconde y muestra sus afiladas púas. Quizás padre tuviera razón; esconderse una temporada hasta que pasaran los peligros era el mejor modo de no tener que enfrentarse con las amenazas que nos rodeaban como hijos de un proscrito. Me dormí intranquila, porque me asaltaron las dudas de que padre fuera realmente un traidor a la ciudad. No creía que su cometido fuera convencer a los ancianos de entregar a Persia las peticiones de sumisión que habían reclamado. Si era realmente cierto cuanto se había dicho en la asamblea, me había convertido en la hija de un traidor a Esparta. No quería pensar así, pero las pruebas del juicio eran irrefutables.

Esa noche, y muchas más, soñé que me hundía en el mar arrastrada por una gran piedra que me habían atado a los pies. Otras veces soñaba que me encontraba en un páramo. Veía a padre perdido vagando por esa tierra inerme. Llevaba algo entre las manos que me parecía la tablilla por la que le habían acusado. Sin embargo, cuando conseguía acercarme a él y se volvía para hablarme, desaparecía entre la niebla y yo me quedaba sola en el campo. Me despertaba bañada en sudor y parecía que me ahogaba en la corriente del Eurotas. No entendía el significado del sueño ni el porqué padre me mostraba la tablilla que había escrito Demarato, pero estaba segura que todo debía tener una explicación.

Capítulo 21

491 a.C.

Con el exilio de padre nuestra casa se volvió oscura, extraña y, por supuesto, vacía de caricias. Al regresar desde la palestra, el camino se volvía tenebroso al igual que el alma del penitente que vaga sin rumbo o como el que, sin esperanza, decide abandonar el camino. En la pared encalada del patio había quedado el vacío que antes ocupaban las armas de padre. Parecía que los muros del hogar fueran de hielo, la luz apenas entraba por las ventanas, la bodega era un lugar maldito y no se encontraba cobijo ni bajo la sombra del pórtico. El mundo se volvió gris porque un ladrón había robado también el color de las flores.

Las semanas que siguieron al exilio de padre, los acontecimientos se precipitaron. Regresé a la
Agogé
pocos días más tarde y noté en torno a mí un vacío oneroso. Oía risitas a mis espaldas o comentarios hirientes, y a donde quiera que mirara sólo encontraba frialdad y aislamiento. Tan sólo Eleiria y Nausica siguieron hablando conmigo. El resto de compañeras habían bebido del veneno que Pitone y otras muchachas les habían dado a beber. Tuve la sensación de estar más maldita que Pandora, quien, al abrir la vasija de barro, dejó que salieran todos los males. Hasta entonces mi vida había sido armoniosa, pero entonces aparecieron la fatiga, la tristeza y el crimen. Pero así como Pandora cerró el ánfora justo antes de que la esperanza saliera de ella y corrió hacia los hombres a decirles que no estaba todo perdido, nadie vino a mi encuentro para decirme que no me desesperara.

Mis hermanos también sufrieron lo suyo entre los miembros de su cofradía de guerreros, pues fueron sometidos a ejercicios que iban más allá de lo humano, que a otros les hubieran doblegado o partido por la mitad, pero que a ellos les fortalecieron e hicieron crecer como hombres. Aguantaron todo sin la menor queja. Así

demostraban la fidelidad de nuestra familia y despejaban cualquier duda de traición entre sus iguales.

Pocos días después de la partida de padre, casi de noche cerrada, Prixias y sus dos hijos vinieron a casa, cabizbajos y tristes. Me reuní con Eleiria y Prixias en el patio mientras su padre entraba en casa para hablar con el abuelo y madre. Prixias me llevó a un rincón y me cogió de las manos, pero yo estaba más fría que la estatua que habita en el templo de Artemis Ortia. Para confortarme, me dijo que él no creía que padre fuera un traidor y que, sin duda, se trataba de un malentendido. Como yo no le respondía, me acarició el cabello y sus dedos se enredaron entre mis rizos.

—¡Qué sedoso es! —me dijo.

Yo seguía callada y no respondí a sus comentarios sobre la tersura de mi piel o cuán agradable era el tacto de mis manos de dedos largos y fuertes.

—Aretes —me dijo finalmente al oído—, ya sé que no es el mejor momento, pero quiero que sepas que quiero ver y amar lo que tus ojos ven y aman a diario.

Me volví asombrada, porque fue como despertar de un largo sueño y me dije: «¡vaya si no sabe recitar poesías!» Sin embargo, cuando intentó darme un beso le aparté de mí. Mi interior estaba convulso y sentía la misma pena que había llevado a madre a encerrarse en su habitación. Observé, entristecida, cómo Prixias se marchaba con su padre y su hermana antes de que cayera la noche. Confié que comprendiera que, por unos meses, mi corazón iba a estar más cerrado que las sólidas puertas de la Acrópolis y que la amargura sería la guardiana de mis sentimientos.

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