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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Aretes de Esparta (37 page)

BOOK: Aretes de Esparta
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—¿Con cuántos hombres de armas cuenta Esparta? —me preguntó el poeta.

Hice mis cálculos, pero antes de que pudiera responderle se oyó la voz segura de Alexias:

—Esparta puede levantar un ejército de unos diez mil espartíatas, pero si se arma a los ilotas y a los periecos aptos para la lucha, quizás pueda sumar unos treinta mil.

—A los que se habrá que añadir —dijo él echándose a reír— los miles de Platenses, atenienses, megarenses y otros cientos de aliados de las pequeñas ciudades que vendrán del norte y del sur para unirse bajo una misma bandera. No se habla de otra cosa en toda la Hélade. Las ciudades sienten como propios a estos valientes que han muerto para salvaguardar nuestra libertad. Grecia está incendiada en ardor patriótico. Los pueblos se arman, los soldados redoblan los ejercicios y las ciudades se intercambian misivas.

—Aun así… —dije miré sin comprender los motivos de su hilaridad.

—Mi querida Aretes —me respondió el poeta—, si trescientos espartanos con algunos cientos de aliados han detenido a los Inmortales y a todo el ejército del Gran Rey en las Termopilas durante varios días, ¿qué no harán miles de espartanos en un campo de batalla abierto? ¿Cómo piensas que se enfrentarán los persas a una barrera de miles de ellos si sólo un puñado les masacraron en las Puertas Calientes y sólo mediante argucias y traiciones lograron atravesar el paso? ¿Qué pasará por sus corazones y sus cabezas cuando vean de nuevo frente a ellos los escudos redondos con las lambdas grabadas a fuego, los cascos de crines enhiestas y las lanzas largas y afiladas? Los persas no saben a qué se enfrentan —prosiguió—. No saben que han despertado a una bestia dormida que saldrá de su abrigo para defender a sus crías. ¡Oh, dioses! —exclamó— ¡Dadme vida para que pueda cantar las proezas de ese día! De poco les servirá a los persas buscar alianza de ciudades temerosas. De nada les valdrá enviar mensajes secretos a sus líderes para atraerlos con promesas de títulos y riquezas.

Le sonreí al verle tan animoso, pero algo que había dicho turbó de improviso mi interior y una llamarada alumbró la oscuridad de mis pensamientos.

—¿Qué has dicho? —dije alborotada.

—¿Sobre qué?

—Acerca de los mensajes secretos.

—Mi querida niña, de todos es sabido que los embajadores del Gran Rey prometen riquezas a los líderes de las ciudades para que se arrodillen a los pies del monarca y no se interpongan en su camino. Es frecuente —dijo mirándome bajo sus bien pobladas cejas— que Jerjes se gane a los líderes de los pueblos con promesas ciertas o falsas. Así, las naciones se rinden a sus peticiones y es frecuente que envíe cartas ocultas a sus aliados.

—¿Cartas ocultas? —lo miré asombrada.

—Sí, hay varios modos de cifrar un mensaje. Los persas hacen lo mismo que los generales griegos que usan el Escítalo. Para enviar mensajes secretos, enrollan alrededor de este bastón de mando una tira de pergamino y allí escriben las órdenes. Una vez desenrollada, tan sólo contiene una sucesión de letras inconexas; para poder leer el mensaje es necesario tener otro bastón, idéntico al que posee el resto de los generales. También es un método frecuente enviar un mensaje oculto en una tablilla de madera sobre la que se graba con un punzón el mensaje verdadero. Luego se cubre con cera y sobre ella se graba otro mensaje distinto. Así, quien recibe la carta sólo tiene que derretir la cera para leer el contenido real de la misiva.

Otro rayo de luz me atravesó al oírle, pues tuve la impresión que un trueno me partía por la mitad.

—¡Padre! —exclamé.

Las tristes figuras de un guerrero marchando al exilio y de una anciana pitonisa en el interior de su macabra gruta golpearon mi memoria con crudeza. Les dejé a ambos con la palabra en la boca porque, ante su estupor, me levanté de la mesa y corrí a la cocina gritando a Neante:

—¡Que preparen un caballo!

Salí afuera como una exhalación y ellos me siguieron al patio sin comprender nada. El ilota trajo enseguida el corcel más rápido de los establos.

—¡Aretes! —exclamó Alexias mientras me veía montar en el caballo.

No le dije nada, pero le miré con una sonrisa enigmática en los labios mientras partía a galope hacia la ciudad. Azoté al caballo hasta la extenuación. Llegué hasta la acrópolis después de cruzar las calles atestadas de vendedores, artesanos y esclavos. Los transeúntes me miraron como si estuviera poseída por algún dios. Reconocí algunas caras, pero no me detuve hasta que llegué frente a las puertas del palacio de los Agíadas.

Descabalgué delante de la casa de Gorgo, entré y esperé en la estancia que me indicó el sirviente ilota. Era un salón frío y sobrio. En el centro de la estancia ardía un solitario brasero de bronce que apenas calentaba el ambiente e iluminaba débilmente las paredes decoradas por unas toscas pinturas de guerreros. En los muros colgaban orgullosas las armas de su familia. La casa estaba en silencio, como tantas otras en Esparta, porque aún se guardaba luto por la muerte del rey.

Se abrió una de las sólidas puertas de roble que daban al salón y Gorgo salió a mi encuentro, vestida con un sencillo manto de lana basta. Estaba demacrada y en sus mejillas aún cicatrizaban los arañazos del duelo. Vino a mi encuentro con las manos por delante y nos fundimos en un abrazo. No nos habíamos visto desde el día que tuvieron lugar los solemnes funerales en honor del rey, y ese día no la pude saludar.

—Mi querida Aretes —me dijo al separarnos—. Cuánto siento la pérdida de los tuyos.

Le dije que el dolor que compartíamos nos igualaba como hermanas y ella me invitó a sentarme en un escabel a su lado. Allí le puse al corriente de los hechos ocurridos en las Termopilas, que acababa de conocer por boca de mi hermano. La reconfortó saber que su esposo, el rey, murió luchando de modo tan heroico y el modo en que trató a sus soldados. Sin embargo, no creí oportuno decirle que su cuerpo había sido mutilado y su cabeza empalada para escarmiento del resto de ciudades griegas. Por ella supe que el general Pausanias era el regente en nombre de su hijo Pleistarco, legítimo heredero de Leónidas aún menor de edad. Pausanias era sobrino de Leónidas y, por tanto, primo del futuro rey. Aunque para mí era un hombre vanidoso, engreído y pagado de sí mismo que reía más de lo que la compostura aconseja, a juicio de Gorgo era responsable, leal y digno de confianza. Mi amiga no temía por la vida de su hijo al ser éste de corta edad.

—Los tiempos que se avecinan, mi querida Aretes —me dijo la reina—, no son tiempos para traiciones sino para permanecer unidos bajo el mismo estandarte.

—De eso quería hablarte —le dije—, de traiciones a la ciudad y a sus capitanes.

Me miró con atención y ordenó a uno de los sirvientes que nos trajera agua. Cuando el ilota se alejó hacia la puerta me dijo:

—Habla.

—Recordarás —le expliqué— que, antes de la primera invasión persa, y poco antes de la batalla de Maratón, mi padre fue condenado al exilio por una carta firmada por Demarato. Eso ocurrió en tiempos de tu padre, Cleómenes. No sé si recordarás cómo toda la asamblea gritó contra él y fue condenado al ostracismo.

Ella me miró en silencio con sus grandes ojos y asintió.

—Pues tengo motivos para creer —continué— que bajo ese mensaje escrito sobre cera se ocultaba el auténtico mensaje que Demarato envió a los fieles espartanos desde la corte persa. Estoy convencida de que mi padre no fue un traidor a la ciudad, y que debajo de ese mensaje se ocultaba otro, grabado en la tablita de madera. Quiero probarlo convocando a la asamblea.

La reina se sobresaltó y meditó mis palabras unos instantes.

—Eso es muy atrevido, Aretes —me respondió—. Si la carta no contiene nada debajo serás el hazmerreír de Esparta y algunos pueden emprender acciones contra ti.

Debió ver mi mirada obstinada, que ya conocía desde niña, porque me cogió las manos como cuando compartíamos los días en la
Agogé
y me preguntó:

—¿Qué quieres qué hagamos?

—Gorgo, desconozco qué papel se te otorga ahora en el palacio y qué influencia tienes en los asuntos del estado. ¿Tienes algún poder todavía en la corte?

—Sí, en el palacio sí. Aunque gobierna Pausanias, yo soy la madre del rey. Los documentos se guardan en el archivo de la acrópolis, tendré que averiguar cómo acceder a ellos. Por suerte, cuento con algunas amistades entre los periecos que trabajan allí y procuraré arreglarlo.

—En el más absoluto de los secretos, Gorgo. Te lo ruego.

—Descuida.

Me despedí de ella y salí a la plaza bien pavimentada del palacio de los Agíadas. Era noche cerrada ya y las calles estaban prácticamente desiertas. La luz de las escasas antorchas teñían los muros de una luz mortecina donde apenas bailaban las sombras. Me pareció que dos hombres se fijaban en mí y espoleé al caballo para que rehiciera el camino a Amidas lo más rápido que pudiera.

Llegué a casa sosegada y con un atisbo de esperanza que ardía dentro de mi pecho. Si Gorgo lograba encontrar el documento que acusaba a mi padre, el mismo que le condenó al ostracismo hacía once años; si debajo se encontraba otra carta de Demarato, su honor sería restituido y podría volver a nuestro hogar.

A la puerta de casa me aguardaban mi hermano Alexias y los dos poetas. Me ayudaron a descabalgar y, mientras un ilota se llevaba la yegua a los establos, les conté la esperanza que anidaba en mi corazón.

—Si mi intuición es cierta —les dije después de contarles mi entrevista con Gorgo—, descubriremos el auténtico mensaje de Demarato debajo del que sirvió para condenar a mi padre al exilio.

—Mi querida Aretes —dijo Simónides—, harás bien, porque la justicia es la obligación de dar a cada uno lo que se le debe.

Dos días después de estos sucesos, los poetas emprendieron su regreso al norte tras el tradicional intercambio de regalos. Baquílides me entregó el resto de rollos que no había usado para copiar el relato de mi hermano, y al despedirnos me dijo:

—Creo que tendrás mucho sobre lo que escribir.

Después del sacrificio ritual, les deseamos que los dioses bendijeran sus pisadas. Los hombres abrazaron a Alexias dedicándonos palabras elogiosas. Al verles alejarse por el camino del norte me quedé con el regusto de su sabiduría y de sus palabras melodiosas.

Capítulo 39

480 a.C.

Tras su marcha, la vida siguió su curso. Con la llegada de los primeros fríos se doraron las hojas de los árboles. Durante esos días de otoño, la ciudad se llenó de una noticia esperanzadora para toda la Hélade: la armada de Jerjes había sido derrotada por los atenienses en Salamina y el mismo Gran Rey había decidido regresar a Persia con lo que quedaba de sus naves. Sin embargo, como nos había dicho Simónides, también supimos que una importante fuerza persa se había quedado al norte, en Beocia, al mando del pariente real Mardonio para terminar la invasión de Grecia.

Esperé durante semanas a que Gorgo diera señales de vida, pero los días pasaron y no trajeron ninguna novedad a la rutina de Amidas. Al rigor de las nieves invernales que cubrían el Taigeto le siguió el deshielo y el Euro tas se llenó de agua pura. Luego nacieron los primeros brotes del trigo y del mijo y los cultivos empezaron a reverdecer al calor del sol que les abrazaba.

Algunos días, con la llegada del buen tiempo, cuando no había trabajo en la casa o en el campo, Alexias se llevaba a mi hijo Eurímaco al río, a pescar, o se acercaban a la llanura de Otoña para ver cómo se ejercitaban los hoplitas. Yo no lo sabía entonces pero, algunas noches, Alexias salía de casa con sus armas para practicar en solitario en mitad de los campos. Aunque durante el invierno se había restablecido por completo de sus heridas, lo cierto es que su mirada seguía apagada. Tan sólo algunos días lográbamos Paraleia y yo que sonriera o nos respondiera a las bromas que le gastábamos. Eleiria seguía en Limnai con el hijo de Polinices. Algunos días recibíamos su visita, y entonces nuestra casa se llenaba del griterío o las risas de los niños, que hacían renacer en nosotros la ilusión de un futuro mejor.

Ya había abandonado toda esperanza de tener noticias de Gorgo cuando, una noche en la que la pálida luna bañaba los campos y una delgada niebla paseaba alrededor de nuestra finca, un mensajero de la reina llamó a nuestra puerta. Me dijo que su señora me esperaba junto a la gran encina que crece a los pies de la acrópolis.

Era una noche fría e inhóspita, más propia para los lobos que para los hombres. Por ello me envolví en mi capa, tomé un caballo de las cuadras sin que nadie me oyera y seguí al hombre. Me condujo por el camino bordeado por altos juncos que sigue el curso del Eurotas hasta llegar a la ciudadela. El conjunto brillaba bajo la luna redonda. Lo rodeamos y nos detuvimos en su lado más oscuro. Allí se despidió y me señaló una oscura silueta que yacía junto a la gran encina. Me reuní con Gorgo bajo el árbol. Nos acurrucamos junto al tronco para esperar mientras el viento azotaba nuestros mantos. Las sombras eran tenebrosas y las ramas de los árboles pronunciaban palabras incomprensibles que se perdían en la noche ventosa.

Hablamos poco y esperamos en silencio la llegada del hombre que nos iba a mostrar el documento. El perieco encargado del archivo llegó desde las silenciosas calles de la aldea embozado en su capa. Su sombra bailaba en los muros de la acrópolis, porque sostenía una antorcha con la que alumbraba las losas del camino. Llegó al punto convenido, la agitó y, a la señal, las dos salimos de las sombras que nos ocultaban. El hombre, un anciano de piel muy clara y arrugada, nos miró con unos ojos saltones e inteligentes, hizo una leve reverencia frente a la reina y luego nos alumbró el camino hacia la puerta de la acrópolis.

Pero, antes de llegar a ella, oímos un tintineo metálico y otras dos sombras se escurrieron de entre los árboles que rodean el recinto sagrado. Eran como dos espíritus siniestros que vagan entre las brumas. En un salto se plantaron entre nosotras y la puerta de la acrópolis.

Si alguien me hubiera dicho que se trataba de las Parcas que venían a arrebatarnos de este mundo le hubiera creído, pero sólo se trataba de dos miembros de la
Kripteia
embozados en sus capas rojas como la sangre. Ambos llevaban la cabeza cubierta por el casco para que no reconociéramos su rostro.

Sin mediar palabra desenvainaron sus espadas afiladas y se acercaron a nosotras. El bronce de sus armas brilló amenazante a la pálida luz de la antorcha. Gorgo me agarró del brazo y se quitó el manto del rostro para darse a conocer.

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