A una señal de Pausanias, el anciano alargó sus manos arrugadas y puso la tablilla sobre el fuego que ardía en un brasero. Todos los ojos estaban pendientes de ella. Entonces la cera empezó a derretirse como hacen las gotas de la escarcha por el sol en primavera. Mi corazón latía desbocado a la vez que me mareaba. Parecía que el cálido Noto había dejado de soplar y las ramas de los árboles ya no susurraban entre ellas.
La cera terminó de derretirse y Apión dio la vuelta a la tablilla. Los ojos de todos los presentes se clavaron en las manos que sostenían la maderita. El anciano miró a los éforos bajo sus cejas espesas y luego fijó sus ojos en la tableta. Después se volvió hacia mí y meneó la cabeza.
Un murmullo se elevó entre la muchedumbre que abarrotaba las gradas y yo sentí que la tierra se abría bajo mis pies. El murmullo se convirtió en griterío cuando los insultos de Laonte y Pitone empezaron a llover sobre mí. Alexias se cubrió el rostro con las manos mientras Eleiria y Nausica empezaron a sollozar.
—¡Qué ridículo más vergonzoso, nieta de Laertes! —gritó Atalante desde la grada— ¡Por tus venas corre la sangre del rencor y la suspicacia! ¡Qué otra cosa puede esperarse de la nieta de un hombre que sólo ha sido capaz de engendrar traidores a la ciudad!
El público empezó a murmurar de nuevo con el ruido de un río seco que se llena de agua. Muchos se levantaron para irse tras ver que el espectáculo estaba a punto de concluir, como los que abandonan el teatro tras ver una función por segunda vez porque ya conocen el final. Mi mundo se derrumbó por completo. Mi familia acababa de ser condenada de nuevo a la más horrorosa de las vergüenzas. Pero, entonces, Apión levantó la manó que sostenía la tableta, la gente calló de repente y hasta los dioses en el Olimpo volvieron su cabeza para ver qué sucedía esa mañana en la asamblea de Esparta. La blanca cabeza del más viejo de la Gerusía se volvió hacia los presentes y exclamó:
—¡Aún no está todo dicho!
Atalante enmudeció. Luego Apión se acercó al sitial de Pausanias para mostrarle la tablilla. El regente palideció y Gorgo, que estaba sentada a su lado, me miró radiante de felicidad. Después juntó las manos a la manera como se hace cuando se realiza una plegaria a la diosa y sus ojos se llenaron de lágrimas. Apión mostró la tablilla a todos y cada uno de los ancianos de la Gerusía excepto a Atalante, regresando al terminar al centro de la asamblea. Luego, con voz alta y clara dijo:
—He aquí, ¡oh, espartanos!, lo que Demarato grabó en la tableta hace doce años para enviar a sus fieles partidarios en la ciudad y que durante este tiempo ha permanecido oculto:
Demarato a los fieles espartanos Eurímaco y Talos, ¡salud! Los ejércitos del Gran Rey se proponen invadir la Helade por la Lócrida a finales del mes de Carneo. Sus ejércitos son incontables como las arenas del mar. Dad cuenta tan sólo a Leónidas de estos hechos. No confiéis en nadie más. Sé que Atalante y Crimón han recibido grandes sumas de dinero persa para que el ejército no abandone la ciudad. Guardaos de ellos. Salud y que los dioses se apiaden de nosotros.
—La madera —concluyó el anciano Apión mirando a los otros miembros de la Gerusía— lleva el sello de Demarato marcado a fuego.
Cientos de puños de la multitud se elevaron al cielo como rayos en mitad de la tormenta y resonaron los gritos de «traición» por todo el recinto. Alexias se levantó y vino corriendo hacia mi seguido de Eleiria y Paraleia. Los tres me abrazaron, mientras en nuestras mejillas se entremezclaron las lágrimas dulces como la miel y amargas como una aceituna tempranera. Atalante se revolvió inseguro en su asiento. En los rostros de su esposa y de su hija no había asomo de las sonrisas con las que habían empezado el día.
—¡Esta acusación es una infamia! —chilló desesperado.
Luego intentó dar explicaciones a sus colegas en el banco, pero los demás ancianos se alejaron de él como un hombre sano se aleja del que está lleno de pústulas. Pausanias se levantó de su sitial y ordenó callar a la muchedumbre, que se agitaba lo mismo que un enjambre de abejas al sentir una presencia extraña en su panal, zumbaba y se agitaba nerviosa en sus bancales.
—Si esto es cierto, Atalante —tronó la voz de Pausanias por encima de los murmullos de la multitud—, y se comprueban las acusaciones, entenderemos por qué hace muchos años te negaste a que el ejército participara en la batalla de Maratón, y por qué hace unos meses, antes de las Carneas y en mitad del debate de la asamblea, defendiste de nuevo no enfrentarse a los persas a causa de las Fiestas. De este modo, condenaste al rey Leónidas y a toda su guardia a la muerte.
Seguidamente dió unas órdenes a sus ayudantes. Los guardias prendieron a Atalante y se lo llevaron. Al terminar la asamblea, el público se dispersó mientras Alexias me observaba con una renovada mirada de orgullo. Después me acerqué a Gorgo, nos abrazamos y lloramos. En mi cabeza sólo tenía contar todo lo que había sucedido a Taigeto y partir en busca de mi padre.
Por la tarde, los guardias registraron la casa de Atalante. En sus bodegas encontraron varios cofres llenos de monedas de oro marcadas con las efigies del rey Jerjes y de su padre, Darío el Grande, lo que indicaba que la traición venía ya de antiguo. Entre los tesoros que se ocultaban en sus sótanos había trípodes de bronce, diademas de oro, peines de marfil, pendientes de perlas, túnicas doradas y bordadas con hilo escarlata o cierres de oro con forma de pajarillos; brazaletes de plata con piedras de ágata incrustadas además de los lingotes de cobre, sardónice y malaquita que despedían fulgores a la luz de las antorchas. Era un tesoro digno de un sátrapa oriental. Las gentes sencillas de Esparta se preguntaron cómo Atalante podía haber almacenado tanta riqueza sin que nadie se hubiera percatado.
Me crucé con él cuando era llevado por los soldados a la cárcel de la Acrópolis. Las calles estaban llenas de gentes para ver el momento en que el traidor era llevado a la prisión. Al verme entre la multitud bajó la cabeza, pero escupí en su cara las mismas palabras que hubiera oído de labios de mi abuelo:
—No han de cerrar tus ojos aunque estés ya muerto ni tu padre, ni tu augusta madre. Por el contrario, las aves de presa, comedores de carne cruda, te los arrancarán.
El hombre, más un despojo que uno de los principales consejeros de la ciudad, no levantó la vista del suelo y los soldados se lo llevaron. Nunca supe nada más de él ni de su familia, pero dijeron que las noches siguientes se escucharon gritos horrorosos dentro de los muros de la acrópolis.
Unas semanas más tarde, se detuvo a otros ciudadanos acusados por Atalante de ser sus secuaces y fueron igualmente condenados, algunos a la pena capital y otros al ostracismo. El honor de mi padre se había restituido y podíamos reclamar que regresara a Esparta.
479 a. C.
Me decía el abuelo que, en esta vida, todo depende del favor de los dioses, pues estamos a merced de su arbitrio. Aunque muchas veces se apiadan del hombre caído en la negra tierra y lo levantan, otras veces lo voltean y hasta al mejor parado le tumban boca arriba. Entonces sobrevienen las desgracias y el errar sin medios y extraviado. Parece que esto es así, porque a veces no sabes si es prudente tentar a la suerte o mejor dejar que el destino recorra sus propios caminos.
El deseo de recuperar a padre y que la ciudad enviara a buscarle se retrasó, porque a diario empezaron a llegar noticias alarmantes sobre el rápido avance de los persas y el inicio de su campaña por el Peloponeso. Además, supimos que los persas habían arrasado la ciudad de Platea y que sus habitantes habían huido. Sin embargo, los bárbaros se habían replegado en cuanto habían empezado a llegar al lugar formaciones de los vecinos megarenses y de los atenienses. Por ello, ningún mensajero salió hacia Platea para reclamar a padre. La ciudad tenía cosas más importantes de las que ocuparse que buscar a uno de sus capitanes.
El verano avanzaba inexorable y, como el año anterior, los caminos de Grecia se llenaron de jinetes. Las ciudades volvían a enviarse mensajeros que clamaban por la unión de todas las polis para hacer frente al invasor que campaba al norte, en las tierras de Beocia. Su capital, Tebas, la de las siete puertas, se había rendido a los persas. Sus contingentes armados habían pasado a formar parte del ejército de Jerjes.
Los días se alargaban, el sol resplandeciente cegaba los ojos al mirar los campos dorados, y en sólo algunos de ellos una suave brisa refrescaba los atardeceres.
Mientras en Amidas segábamos la cebada o el mijo y los bueyes llevaban el grano a los graneros, los persas habían barrido ya Traciay Macedonia, habían castrado a los niños y violado a sus mujeres. Esparta y sus aliados no habíamos hecho acto de presencia tras la necia misión de Tempe.
Esos días, al inicio de la siega, la asamblea se reunió varias veces. Tras no pocas las deliberaciones y el ultimátum que enviaron los atenienses, Esparta decidió hacer frente al bárbaro para acudir a la llamada con todas sus fuerzas. Muy pocos fueron los que se atrevieron a oponerse a la común opinión, y los que lo hicieron fueron silenciados con abucheos.
Así pues, tal como había vaticinado el poeta Simónides, para cuando los persas habían ocupado todo el Ática, los espartanos y sus aliados se habían armado. Los iguales espartíatas eran más de ocho mil miembros de infantería pesada, a los que se añadieron los caballeros y los periecos. Entonces el resultado se multiplicó por cuatro. Se armó, además, a los ilotas, y así se llegaba a casi cuarenta mil. A los que iban a unirse los aliados de Corinto, los tegeos, eleos, mantineos, plateos y megarenses, además de los belicosos argivos de lanzas hirientes, por no mencionar a los siracusanos y a los atenienses.
Tras estas últimas noticias tomé mi decisión. Una mañana soleada marché a la aldea ilota con mi hijo, Eurímaco, para entrevistarme con Taigeto. Estaba siendo un verano seco y ardiente, pues el aire secaba las bocas; era más caliente que el que sale del horno. Puse al corriente a Taigeto de los sucesos ocurridos las últimas semanas y me prometió hacer lo que yo quisiera. Lo que le pedí fue que me acompañara al norte en busca de padre. Al regresar a Amidas, por la noche, se lo comuniqué a Alexias y Paraleia, que me miraron asombrados.
—Nada nos retiene aquí —les dije—. Padre debe saber que ya no es un proscrito en Esparta.
Alexias no lo pensó mucho y decidió acompañarme con Taigeto hacia Platea. No era muy prudente que una mujer viajara sola con un ilota por unos caminos llenos de soldados en tiempos de guerra. Mis hermanos y yo creímos que sería más seguro partir cuando lo hiciera el grueso del ejército. Por suerte, no hubo que esperar mucho, porque una semana después se dio la orden de marchar. Así que dejé a mi hijo Eurímaco al cuidado de Neante para emprender mi viaje en busca de padre. Aunque el niño tenía poco más ele dos años, di instrucciones para que le mantuvieran ocupado, porque no me ha gustado nunca que la gente permanezca ociosa a mi alrededor, salvo cuando se han terminado las tareas del día y el cuerpo merece su descanso. Le expliqué con palabras que pudiera entender por qué marchaba al norte y le dejaba sólo en Amidas. Pareció comprender y me despidió con sus ojos vivarachos deseándome suerte. Nos abrazamos largamente y partí junto a mis hermanos hacia la ciudad.
Recuerdo que fue un amanecer en el que el cielo se había despertado teñido de sangre cuando vimos a la falange de Esparta formada en la llanura. La ciudad entera había acudido a la despedida porque nadie recordaba la última vez que todo el ejército había traspasado las fronteras de Lacedemonia. A la cabeza iban formadas las compañías de Iguales, con sus capas escarlatas y sus escudos brillantes. Junto a ellos formaban los ilotas que les servían, también armados, y detrás de ellos las compañías de periecos. Marchaban a enfrentarse en las llanuras de Platea con un ejército que les multiplicaba por cinco o seis. Entre ellos, aún formaban como capitanes Talos, el amigo de padre, y el abuelo de mi hijo, mi suegro Prixias, todavía activos para el servicio de las armas.
Mis hermanos y yo, en ropas de viaje, les vimos desde una pequeña loma, en el camino que parte los sembrados en dos. Aguardábamos sobre nuestras monturas mientras Helios, en su carro de fuego, ascendía lentamente por el horizonte. Tras el sacrificio ritual, los hoplitas entonaron los cantos y empezaron la marcha levantando una nube de polvo a su paso. Los espartanos les despedían con cánticos y saludos mientras las madres alzaban a sus hijos al cielo.
Las formaciones pasaron junto al Eurotas y vimos cómo las hileras se acercaban a nosotros. Alexias quiso esperar a que desfilaran sus compañeros antes de emprender nuestra marcha hacia el norte. Empezaron a pasar las compañías de hoplitas una tras otra. Todos ellos levantaban la lanza al verle en señal de saludo. Incluso algunos capitanes, que encabezaban sus compañías, le miraban con orgullo, aunque ninguno dijo palabra alguna. No hubo hoplita que no reconociera en Alexias a los trescientos que habían dado la vida por la ciudad un año antes. Me fijé en los cascos de bronce que los Iguales llevaban colgados al cinto. Sus cuencas vacías y terribles me parecieron las cabezas de las Parcas, que deambulan por los campos de batalla escogiendo a los que han de caer para no levantarse jamás.
Una vez perdimos de vista a los últimos carros de vituallas azuzamos a nuestros caballos y emprendimos el camino hacia Corinto. No seguimos al ejército, sino que tomamos el camino de la montaña que zigzaguea entre algarrobos y robles para no tener que adelantarle.
El primer día de marcha trascurrió bajo un cielo limpio. El viento del sur nos empujó deprisa hacia los montes tras los que encontraríamos el mar. El Noto, a nuestras espaldas, nos traía los ecos de los cantos espartanos y me pareció que avanzábamos como la vanguardia del ejército que iba a derrotar a los bárbaros invasores.
Al atardecer del segundo día llegamos a Corinto, aliada de Esparta y ciudad de calles perfumadas. No la conocía, pero he de confesar que me llamaron la atención los ricos mármoles de sus paredes, llenos de inscripciones y esculturitas, la anchura de sus calles, iluminadas como si fuera de día, y la animosidad de sus tabernas. Aunque muchos de sus soldados habían partido ya hacia el norte, la ciudad era una fiesta. De sus fuentes parecía que manara el vino. Las risas y las canciones que salían de sus casas invitaban a quedarse. Nuestras rústicas vestiduras fueron blanco de algunas burlas, pero seguimos nuestra marcha. Subimos a ofrecer un sacrificio al templo de Apolo, rodeado de jardines y de preciosos jarrones de terracota. Desde allí pudimos divisar su ancho puerto salpicado de lucecitas, pues docenas de trirremes estaban atracadas en sus muelles y la muchedumbre abarrotaba sus mercados. No nos detuvimos mucho en esta ciudad porque después de cenar proseguimos nuestro camino.