Aretes de Esparta (29 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

BOOK: Aretes de Esparta
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Capítulo 29

480 a.C.

Recuerdo con amargura que las dos semanas siguientes fueron las peores de mi vida. Si alguna vez ha habido un silencio sepulcral sobre la tierra fueron esos días en Esparta, mientras las familias de trescientos hoplitas sufríamos en silencio y esperábamos, al igual que hacen las víctimas del sacrificio, el momento en que el sacerdote nos heriría en lo más profundo. Porque era tan cierto como que el día sigue a la noche que nuestros soldados en las Termopilas no cederían un codo de terreno sin regarlo con su propia sangre.

A veces no sabes qué es peor: si acomodarse a la certeza más funesta y conocer la verdad, o esperar a que ésta llegue mientras la incerteza te consume presumiendo lo más funesto. Los hombres y las mujeres justos de Esparta volvieron sus tristes ojos hacia el norte con el corazón encogido, hacia donde, bajo unos peñascos, se decidía el futuro de la Hélade. Por mi parte me senté durante horas en el banco, debajo de la hornacina de la diosa, sorda a mis plegarias.

El silencio era estremecedor. Los ilotas que otras veces cantaban en los campos para hacer más llevaderas las labores, callaban. Los pájaros apenas se atrevían a silbar y hasta Eolo permanecía escondido en las grutas de su isla del Egeo.

Las horas pasaban imperturbables en Esparta. Por las noches, en la quietud de mi cuarto, mis dedos jugaban ensimismados con los pétalos que me regalara Polinices, el collar que compramos con padre en Giteo y el brazalete que me regaló mi esposo Prixias. Era como si así les tuviera cerca de mí.

A los dos días de la partida de los valientes empezaron las Carneas, aunque muy pocos ciudadanos participaron ese año en la procesión del barco durante las fiestas y se pudieron contar con los dedos de una mano las tiendas que se llenaron de alegría. Muchos espartanos, familiares o amigos de los que habían partido con el rey, preferimos quedarnos en casa para guardar luto a entregarnos a unas fiestas que ese año no sentíamos como propias, sino como el origen de los males que habían de golpearnos. Pocos asistieron a los certámenes de música y poesía en las calles de la ciudad. Además, durante la carrera sagrada, el portador de cintas no fue alcanzado por los pocos
karneatai
que lo persiguieron, lo que fue presagio de una mala cosecha para el año siguiente.

La mañana del quinto día de la partida de los trescientos el cielo se tiñó de escarlata, el color de Ares, hacedor de viudas, lo cual fue anotado en las crónicas de la ciudad como signo de mal augurio. El Noto nos trajo, esos días finales de las fiestas, un calor sofocante que agotaba la respiración y anulaba las fuerzas.

Pasé ese quinto día sentada en el patio de casa, bajo el emparrado, viendo cómo mi hijo Eurímaco jugaba a la sombra del pórtico con sus soldados de madera. De vez en cuando me miraba sonriente, y yo me entristecía un poco más al verle, pues sabía que en pocos años iba también a abandonarme para obedecer las leyes de la ciudad.

La noticia del final de los trescientos nos llegó un atardecer, pocos días después. La trajo un hoplita herido en los ojos e incapacitado para el combate llamado Pantites. Había sido enviado antes del final por el mismo rey Leónidas. El soldado regresó a Esparta con la indicación del rey de dar parte de lo sucedido y describió los hechos delante de la asamblea de ancianos: los espartanos habían resistido cinco días en el desfiladero. Sólo pudieron ser batidos por la retaguardia, porque un griego traidor había mostrado a los persas el camino a través de las montañas.

La misma tarde que Pantites narró los hechos en la asamblea, la noticia corrió por la ciudad como un incendio que arrasa el bosque y quema cuanto de sano y bueno hay en él. Aquella noche no se encendieron las lámparas y los fuegos de los templos fueron apagados en señal de duelo. Entre los muertos se contaban, además de mi marido y mis dos hermanos, Dienekes, Aristodemos
el corredor.
, el padre de Nausica y Paraleia, Telamonias
el boxeador
, Lisandros, Antálcidas
el del olivo silvestre
, Alfeo, Acanto y así hasta trescientos. Pero durante días no supimos nada más del final de nuestros valientes.

Esa noche y las siguientes apenas dormí, sino que me quedé con la vista tija en el camino que serpentea entre los sembrados esperando a que aparecieran en cualquier momento. Mi cabeza se negaba a aceptar lo sucedido y sentía cómo dos titanes luchaban dentro de ella para escapar. Mi estómago se llenó de rabia y de impotencia, pues veía zarpar un barco en el que no podía embarcar.

Me ahorraré describir aquí los sentimientos de tristeza y de soledad que, por otra parte, cualquiera que haya estado cerca de la muerte podría describir mejor que yo. A mi hijo Eurímaco le expliqué lo sucedido como mejor pude. Le conté la historia de Aquiles y Patroclo, que murieron heroicamente frente a las puertas de Troya. Pareció comprender que sus tíos y su padre no vivirían ya en nuestra casa de la colina, sino en el altar de los héroes de la ciudad. Se mostró apenado por unos días, cuando me veía sentada en la oscuridad de mi cuarto, pero pronto reemprendió sus juegos con su primo Laertes, hijo de Polinices, y con los otros niños de la aldea.

Las mujeres nos vestimos de luto, nos arañamos las caras y cubrimos la cabeza de ceniza por nuestros difuntos. Paraleia, esposa de Alexias, se sumió en el silencio y dejó de comer, apenada por la muerte de su esposo y de su propio padre. Por mi parte, hice lo que se esperaba de mí: eché unos granos de cebada en el pequeño altar de la diosa y cubrí el rostro de la estatua de Artemis. Después quemé tanto los objetos como las ropas de mis hermanos y de mi esposo delante de la casa. Eleiria regresó a casa de sus familiares con su hijo Laertes al cabo de pocos días. Nausica recogió en carro a su hermana Paraleia poco después y se la llevó a su hacienda.

Los días siguientes a la noticia, las gentes circulaban en silencio por las calles de Esparta y no se hablaba de nada más. Los que se habían negado a enviar al ejército al norte tuvieron que esconderse detrás de sus puertas. Las mujeres espartanas que habíamos perdido a nuestros hombres en la batalla habíamos quemado sus pertenencias. Era una forma de unirnos a las que durante generaciones habían sufrido en silencio el mismo dolor que quema las entrañas y para el que nunca se está suficientemente preparado. Sabía que el lacerante sufrimiento duraría mucho tiempo, que ni las visitas que realizaría a Eleiria y a las otras esposas y madres para compartir el dolor lo mitigarían. Tampoco estaba preparada para lo que ocurrió una semana después de iniciar el luto, llenarme la cabeza de ceniza y desgarrar mis mejillas.

Una tarde, al regresar a Amiclas después de visitar a Eleiria en Esparta, unos pastores forasteros me esperaban junto a los cipreses de nuestra finca. A su lado tenían un caballo que tiraba de una litera. A su lado, N eante examinaba el fardo que traía el caballo con los ojos llorosos y las manos junto al pecho. Me quedé aterrada mientras ellos me miraban curiosos, esperando frente a la puerta de casa.

Me acerqué temblando a la litera y me derrumbé. Encima de ella, envuelto en sábanas de lino, reposaba un guiñapo que se parecía a mi hermano Alexias. Me pareció ver el mismo cuerpecito de Polinices cuando fue sometido a la prueba del roble, sólo que esta vez se trataba de uno de los guerreros más valientes de Esparta y las heridas eran muchas y graves. Su frente y todo su cuerpo ardían de calor. Me abracé a él con cuidado mientras mis lágrimas se mezclaban con su sudor. Levanté las sábanas que le envolvían para ver que su cuerpo de atleta estaba lleno de cortes y profundas heridas de flecha.

—Sólo los dioses saben cómo este hombre ha llegado vivo hasta aquí —dijo uno de los pastores.

—Pero, ¿cómo…? —conseguí articular.

—Este hoplita —dijo otro de ellos mirándome con reverencia— ha sido encontrado vivo, malherido e inconsciente, en las Termopilas, al lado de un ilota que protegía a ambos con un viejo escudo.

Me estremecí al pensar en Taigeto y el hombre prosiguió:

—Cuando iban a enterrarle con los demás, el ilota dijo a los persas que el soldado estaba vivo. Los bárbaros se arremolinaron a su alrededor para ver con sus propios ojos a uno de los valientes, y lo rescataron del enjambre de cuerpos y armas bajo los que estaba sepultado. Nosotros estábamos enterrando a nuestros guerreros tespios cuando ellos nos lo entregaron. También hemos acompañado hasta aquí al ilota herido. Le hemos dejado al cuidado de su familia, en una aldea del norte. Él nos ha indicado que trajéramos al guerrero a esta casa de Amiclas, que su hermana sabría qué hacer.

Ahogue un grito al pensar en Taigeto, del que hacía semanas no tenía ninguna noticia. Sólo podía ser él quien les había dado tal indicación. Entre los cuatro hombres le entraron en la casa y les pedí que lo pusieran encima de mi cama. Allí le desnudamos. Vi que le habían sacado unas cuantas flechas con poco acierto, porque aún llevaba dos clavadas en la espalda. Antes de que partieran les entregué agua, pan y todo lo que de valor encontré en la casa, pero ellos sólo aceptaron la comida. Se marcharon y enseguida mandé llamar tanto a su esposa Paraleia, que estaba en la ciudad, como al médico.

Filón vino para extraerle las dos puntas de flecha. Nos indicó que le diéramos abundantes zumos de frutas si sobrevivía a las heridas y que él poco más podía hacer. Cuando se marchó yo sí supe qué hacer. No había tiempo para lamentarse. Ordené a Neante que pusiera agua a hervir con abundantes ajos como desinfectante, y que sacara todas las hierbas medicinales de la bodega. Había que restañarle las heridas, coserlas y limpiarlas con bardana como me había enseñado el abuelo o con la piedra de Kapur, que comprábamos a los fenicios en Giteo. Cuando llegó Paraleia tuve que calmarla porque venía muy alborotada. Las dos nos pusimos a aplicarle compresas de agua fría para bajarle los malos humores añadiendo infusiones de alfalfa para la fiebre.

Los siguientes días siguió inconsciente y nosotras seguimos luchando contra la infección. La miel de abeja ayuda a cicatrizar las heridas, como hace la tela de araña. Así que nos turnamos para aplicarle paños fríos en la frente. Cada pocas horas le cambiábamos los vendajes y procurábamos que sorbiera zumo de manzanas, melones o membrillos.

La segunda mañana llegó a casa el anciano Menante, padre de Neante, con un tarro lleno del propoleo de abeja que crece en el interior de los panales. Apareció con los brazos llenos de picaduras, pero con un jarro lleno de esta rica sustancia que impide que se infecten las heridas. Se alejó sin decir palabra, meneando tristemente la cabeza. Al terminar de curarle le dejamos reposar. Las horas siguientes le cambiamos las sábanas y los vendajes con frecuencia. Así velé muchas horas, sentada junto a su cama, implorando a Asclepio que le sanara.

La misma tarde de su llegada, toda Esparta estuvo al corriente que otro de los trescientos no había perecido en la batalla. Mi hermano Alexias y Pantite eran los únicos que se habían salvado de la muerte y esa era una suerte reservada para los malditos. El guerrero más fuerte de Esparta había sido condenado a la humillación de ser tenido por un cobarde. Durante esos días envié a mi hijo Eurímaco a casa de mi cuñada Eleiria para que en la casa se guardara un escrupuloso silencio.

Alexias abrió los ojos por primera vez una tarde dorada y silenciosa en la que corría una suave brisa cargada de olor de mar. Tardó un rato en comprender dónde se encontraba y, al verme sentada junto a su cama y que le sostenía la mano, me la besó como un niño y sollozó:

—Aretes…

—Shhh… —hice con los labios.

—Sólo yo me he salvado de la guardia del rey, sólo yo…

Le puse los dedos en los labios resecos para que se callara mientras le hacía beber un poco de infusión de adormidera. Era su hermana mayor y me debía obediencia. No dijo nada más porque cayó en un sopor febril que le mantuvo inconsciente durante varios días más. Me pareció un niño indefenso y frágil, como aquel que años antes desafiaba al abuelo y a Menante a que le persiguieran robándoles la fruta de los árboles.

Estuvo varios días al borde de la muerte, pero la Parca no se mostró tan cruel, y en unas semanas se recuperó de sus heridas. Sin embargo, no volvió a ser el mismo. Ya no era el Alexias de la sonrisa fácil y las bromas continuas que yo había conocido. Tenía la cara cenicienta. Además mantenía la mirada baja, como humillada. Desde su regreso, algo agobiante, pesado como una losa, le oprimía el corazón. Tenía miedo de mirar a los ojos a Paraleia o a los demás. No quise preguntarle sobre lo sucedido. Me había propuesto no hacerlo hasta que estuviera restablecido por completo, aunque un fuego me quemaba por dentro para saber qué había sido de Prixias, de Polinices y del resto de la guardia de Leónidas.

Mi hermano comía a regañadientes y su mirada era triste y vacía. La suya no era una tristeza normal, como la que sentía yo por la muerte de Polinices o Prixias. El suyo era un dolor más lacerante, pues ninguno de sus compañeros había sobrevivido en el combate. Perdió el apetito y disminuyó de peso. Pensaba más en la Parca que en los juegos, en su esposa o en su pequeño hijo, a los que no se atrevió a ver después de su regreso mandándolos de regreso a Limnai. Con el apetito había perdido por completo las ganas de vivir. Sólo mi insistencia y terquedad habían hecho que recuperara las ganas de comer. Le costaba además conciliar el sueño, y cuando lo hacía, a menudo soñaba y gritaba. Otros días, en cambio, permanecía en la cama y no quería levantarse. Solo cuando le pedía que me acompañara al pozo a recoger un cántaro de agua accedía a moverse. Temo que se sentía culpable de alguna maldición que no había provocado. No se atrevía a ir a la ciudad, pues la única vez que lo hizo los ciudadanos le habían mirado como un traidor a los que habían perecido honrosamente en la batalla y como un cobarde que no había regresado con su escudo ni encima de él.

Yo temía que mi hermano se arrojara encima de su espada, como había hecho el emisario de Leónidas, Pantites, al poco de regresar. La sensación de cansancio que tenía le impedía alzar los pies al caminar. Muchas veces le encontraba arrinconado en casa o en el pórtico, bajo sus propias armas colgadas de las paredes, rumiando sus sinsabores. Su escudo destacaba en la pared, lleno de abolladuras y cortes profundos. El armazón interno de madera de roble estaba roto, las capas de bronce y piel de buey llenas de agujeros de flechas. No quise que lo arreglaran sino que ordené que lo escondieran en el sótano para que no le trajera recuerdos funestos.

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