Authors: Anne Rice
¿Era éste nuestro destino, me preguntaba mientras paseábamos por las tardes a través de atestados bulevares, mansiones señoriales e imponentes salones de baile?
Comíamos en salones con los muros tapizados de raso, y reclinados sobre cojines de damasco en carruajes dorados. Adquiríamos magníficos ataúdes, adornados con exquisitos grabados y forrados de terciopelo, y por las noches nos recogíamos en sótanos revestidos de nogal y ornamentos dorados.
¿Qué iba a ser de nosotros? Estábamos diseminados, mis pupilos me temían y yo sabía que más tarde o más temprano las vanidades y el torbellino de la Ciudad de la Luz francesa los conduciría a cometer algún acto temerario o fatalmente destructivo.
Fue Lestat quien me proporcionó la solución, el lugar donde mi enloquecido corazón podía recobrar su ritmo normal, donde yo podía reunir a mis seguidores para que recuperáramos en cierta medida la cordura.
Antes de dejarme abandonado en el erial de mis viejas costumbres, Lestat me legó el teatro de bulevar en el que antiguamente él había sido el joven galán de la Commedia dell'Arte. Todos los actores humanos habían desaparecido. No quedaba nada sino el elegante y acogedor local, con sus alegres decorados y arco de proscenio dorado, su telón de terciopelo y sus bancos vacíos que esperaban volver a llenarse de un público enfervorizado. En él hallamos un refugio seguro donde ocultarnos tras la máscara de pintura y glamour que disimulaba a la perfección nuestra tez blanca y reluciente y nuestra fantástica gracia y destreza.
Nos convertimos en actores, en una compañía teatral formada por inmortales ligados con el propósito de representar unas alegres y decadentes pantomimas ante unos espectadores mortales que jamás sospecharon que esos actores de tez blanca fueran más monstruosos que cualquier monstruo que presentáramos en nuestras pequeñas farsas o tragedias.
Así nació el Théátre des Vampires.
Yo, una cáscara hueca e inútil, vestido como un humano con menos derecho a reivindicar ese título que nunca en todos mis años de fracaso, me convertí en su mentor.
Era lo menos que podía hacer para mis huérfanos de la vieja fe, quienes se mostraban aturdidos y felices en este mundo ramplón y desalmado que se precipitaba hacia la revolución política.
El motivo por el que dirigí este teatro paladiano durante tanto tiempo, por qué permanecí año tras año con esta compañía teatral vampírica lo ignoro, sólo sé que lo necesitaba tanto como había necesitado a Marius y nuestra casa en Venecia, o a Allesandra y nuestra guarida situada debajo del cementerio parisino de Los Inocentes. Necesitaba un lugar donde refugiarme antes del alba, donde sabía que los otros de mi especie podían reposar a salvo.
Puedo afirmar sinceramente que mis seguidores vampiros me necesitaban.
Necesitaban creer en mi capacidad de liderazgo, y cuando la situación se puso fea no los defraudé, sino que me apresuré a ejercer cierto control sobre los torpes inmortales que de vez en cuando nos ponían en peligro, mostrando públicamente sus poderes sobrenaturales o una crueldad extrema, y manejando con la habilidad matemática de un idiota sabio nuestros negocios mundanos.
Yo me ocupaba de todo: los impuestos, la recaudación de taquilla, las facturas, el combustible para la calefacción, las candilejas y la promoción de feroces fabuladores. De vez en cuando mi labor me proporcionaba un orgullo y una satisfacción exquisitos.
Nuestra compañía creció en prestigio al tiempo que nuestro público creció en número. Los toscos bancos dieron paso a unos asientos de terciopelo, y las pantomimas baratas a unas representaciones más poéticas.
Muchas noches, cuando asistía a la función sentado solo en mi palco de terciopelo, mostrando el aspecto de un caballero de fortuna embutido en los estrechos pantalones de la época, luciendo un chaleco de seda estampada y una ceñida levita de lana de alegre colorido, con el pelo recogido en la nuca con una cinta negra o cortado justo por encima de mi cuello blanco alto y almidonado, pensaba en los siglos malgastados con nuestros ritos rancios y nuestros sueños demoníacos como uno recuerda una larga y dolorosa enfermedad en una habitación oscura rodeado de medicinas amargas y encantamientos absurdos. No podía ser verdad, era imposible que hubiera existido esa desastrada banda de mendigos depredadores que cantábamos a Satanás en la escarchada penumbra de nuestra guarida.
Todas las vidas que yo había vivido, todos los mundos que había conocido me parecían aún menos sustanciales.
¿Qué se ocultaba debajo de mis elegantes volantes, detrás de mis plácidos y aquiescentes ojos? ¿Quién era yo? ¿Acaso recordaba una llama más cálida que la que confería un resplandor plateado a mi leve sonrisa a quienes me la pedían? No recordaba a ningún ser que hubiera vivido y respirado dentro de mi cuerpo de movimientos ágiles y silenciosos. Un crucifijo con sangre pintada, la edulcorada imagen de una Virgen en un devocionario o hecha de porcelana color pastel... ¿Qué eran esos objetos sino los burdos restos de una época inculta e impenetrable cuando unos poderes que ahora habían perdido vigencia acechaban desde un cáliz de oro, o desde el terrorífico rostro sobre un resplandeciente altar?
Yo no sabía nada de eso. Las cruces arrancadas del cuello de la virgen eran fundidas para confeccionar sortijas de oro, los rosarios, desechados junto con otros cachivaches mientras unos dedos furtivos, los míos, arrancaban los botones de diamantes de una víctima.
Yo me desarrollé durante las ocho décadas que duró el Théátre des Vampires (resistimos la Revolución con asombrosa valentía y firmeza, así como las protestas públicas contra nuestras supuestamente frivolas y morbosas funciones), y cultivé, mucho después de que el teatro hubiera desaparecido, hasta bien entrado el siglo XX, una naturaleza silenciosa, secreta, dejando que mi aniñado rostro engañara a mis adversarios, a mis enemigos en potencia (rara vez los tomé en serio) y mis esclavos vampiros.
Yo era el peor de los líderes, eso es, un líder frío e indiferente que sembraba el terror en los corazones de todo el mundo, pero no me molestaba en amar a nadie. Mantuve el Théátre des Vampires, como lo llamábamos en la década de 1870, cuando un buen día apareció Louis, el pupilo de Lestat, en busca de las respuestas a las eternas preguntas que su descarado e insolente creador nunca le había proporcionado: ¿De dónde provenimos los vampiros? ¿Quién nos creó y con qué fin?
Ah, pero antes de que te explique la llegada del célebre e irresistible vampiro Louis, y su menuda y exquisita amante, la vampiro Claudia, permite que te relate un pequeño incidente que me ocurrió a principios del siglo XIX.
Quizá no signifique nada; o quizá signifique traicionar la existencia secreta de otro. No lo sé. Lo relato porque se trata de una curiosa anécdota que se refiere, aunque no puedo asegurarlo con certeza, a alguien que desempeñó un dramático papel en esta historia.
No puedo precisar el año en que se produjo este pequeño acontecimiento. Sólo puedo decir que París se había rendido ante la maravillosa y romántica música para piano de Chopin, que las novelas de George Sand causaban sensación y que las mujeres habían abandonado los ceñidos y lascivos vestidos de la época imperial para lucir los voluminosos trajes de tafetán que realzaban su cintura de avispa que vemos con frecuencia en los viejos y relucientes daguerrotipos.
El teatro gozaba de un auge, para emplear la jerga moderna, y yo, su director, cansado de asistir a sus representaciones, paseaba una noche a solas por el bosque en las inmediaciones de París, no lejos de una finca campestre llena de voces alegres y candelabros encendidos.
Fue allí donde me encontré con otro vampiro.
La reconocí de inmediato por su silencio, por su ausencia de aroma y la gracia casi divina con la que caminaba a través del bosque, recogiendo con sus manos menudas y pálidas la vaporosa capa y la voluminosa falda mientras se dirigía como atraída por un imán hacia las ventanas brillantemente iluminadas.
Ella se percató de mi presencia casi tan rápidamente como yo noté la suya, lo cual, dada mi edad y mis poderes, me alarmó. Se detuvo en seco, sin volver la cabeza.
Aunque los feroces actores vampiros del teatro conservaban su derecho de deshacerse de cualquier colega que osara entrometerse en su territorio, a mí, su líder, después de los años que había vivido engañado pensando que era un santo, esas cosas me traían al fresco.
No pretendía lastimarla e, incautamente, le advertí con voz suave y afable, en francés:
—Es un territorio peligroso, querida. Los cazadores abundan por estos parajes. Le aconsejo que se dirija hacia una ciudad segura antes del amanecer.
Ningún humano pudo haber oído mis palabras.
Ella no respondió. Permaneció unos instantes con la cabeza agachada, cubierta con la capucha de tafetán. Luego se volvió, mostrando su rostro bajo los haces alargados de luz dorada que se filtraban a través de las ventanas de múltiples paneles.
Yo conocía a ese ser. Reconocí su rostro. Estaba seguro.
En un terrible segundo, un segundo fatídico, pensé que tal vez no me había reconocido con mi pelo corto, mi pantalón oscuro y mi levita de lana, en este trágico momento en que trataba de pasar por un hombre mortal, tan distinto del niño profusamente adornado con sedas y alhajas que ella había conocido. ¡Era imposible que me reconociera!
¿Por qué no pronuncié su nombre? ¡Bianca!
No podía comprenderlo, no podía hacer que mi aletargado corazón se despertara para gozar con lo que mis ojos me decían que era cierto, que aquel rostro exquisitamente ovalado rodeado por una cabellera dorada y una capucha de tafetán era el suyo, sin duda alguna, enmarcado exactamente como antaño, y que era ella, la mujer cuyo rostro había quedado grabado en mi febril mente antes y después de que se me concediera el Don Oscuro. Bianca.
De pronto desapareció. Durante la fracción de un segundo vi sus ojos vampíricos llenos de recelo, de alarma, más temibles y amenazadores de lo que ningún humano podría imaginar, y de golpe la figura se esfumó, desapareció del bosque, de las inmediaciones, de los inmensos jardines que yo registré empecinadamente, meneando la cabeza, mascullando entre dientes: «No, es imposible, no puede ser. No.»
No volví a verla jamás.
A estas alturas aún no sé si esa criatura era Bianca o no, pero en el fondo de mi alma, un alma que ha sanado y que ya no renuncia a la esperanza, creo que era ella. La recuerdo perfectamente cuando se volvió hacia mí en el bosque, y en esa imagen reside el último detalle que confirma que se trataba de ella: porque aquella noche en las afueras de París, lucía unas sartas de perlas entrelazadas en su rubio cabello. A Bianca le entusiasmaban las perlas, y le encantaba lucirlas en el pelo. Y yo las vi a la luz que se filtraba por las ventanas de la casa campestre, debajo de la sombra que proyectaba su capucha, unas sartas de diminutas perlas entrelazadas en su cabello, las cuales enmarcaban una belleza florentina que yo jamás podré olvidar, tan delicada en su palidez vampírica como cuando aparecía iluminada por los colores de Fray Filippo Lippi.
Entonces no me dolió, ni me trastornó. Mi alma era demasiado pálida, estaba demasiado aturdida, demasiado acostumbrada a verlo todo como fragmentos en una serie de sueños inconexos. Seguramente, no me permití el lujo de creer que aquello había ocurrido.
Ahora confío en que fuera ella, Bianca, y que alguien, cuya identidad sin duda adivinas, me confirme si se trataba o no de mi adorada cortesana.
¿Había sido obra de algún miembro de la odiosa y criminal asamblea romana, que la había perseguido a través de la noche veneciana, se había sentido seducido por ella hasta el extremo de renunciar a sus siniestros métodos y la había convertido en su amante? ¿O había sido mi maestro quien, tras sobrevivir al horrendo fuego, como sabemos que hizo, fue en busca de ella porque necesitaba alimentarse de sangre y la convirtió en un ser inmortal para que le ayudara a recuperarse del terrorífico trance?
No me atrevo a formular a Marius esta pregunta. Quizá tú lo hagas. Prefiero confiar en que fue ella y no oír negativas que me hagan dudar de ello.
Tenía que contarte esto. Tenía que decírtelo. Creo que era Bianca.
Pero regresemos al París de 1870, unas décadas más tarde, al momento en que Louis, el flamante vampiro del Nuevo Mundo, atravesó mi puerta, buscando tristemente unas respuestas a las terribles preguntas de por qué estamos aquí, y con qué fin.
Lamento por Louis el que me hiciera estas preguntas. Lo lamento por mí.
¿Quién podía burlarse con más frialdad que yo de la idea de un sistema de redención para las criaturas de la noche que, habiendo sido humanas, jamás podían ser absueltas de fratricidio, de alimentarse de sangre humana? Yo había conocido el deslumbrante y astuto humanismo del Renacimiento, la temible recrudescencia del ascetismo en la asamblea romana y el siniestro cinismo de la época romántica.
¿Qué podía decirle a Louis, este vampiro de dulce rostro, esta creación humana del potente y osado Lestat, salvo que en el mundo hallaría la belleza suficiente para sustentarlo, y que debía buscar en su alma el valor para existir, si lo que deseaba era seguir viviendo sin contemplar unas imágenes de Dios o del Diablo que le proporcionaran una paz artificial o efímera?
Jamás relaté a Louis mi amarga historia, pero le confesé el terrible y angustioso secreto de que en aquella fecha, 1870, tras haber existido durante unos cuatrocientos años entre vampiros, no conocía a ninguno que fuera viejo como yo.
Esa confesión me provocó una tremenda sensación de soledad, y cuando observé el atormentado rostro de Louis, cuando seguí su esbelta y delicada figura a través del atestado y caótico París del siglo XIX, comprendí que ese caballero moreno y ataviado de negro, delgado, tan exquisitamente esculpido, de rasgos tan sensibles, constituía la seductora encarnación de la tristeza que yo sentía.
Louis lamentaba la pérdida de gracia de una generación humana. Yo lamentaba la pérdida de gracia de siglos. Receptivo como era yo a los estilos de la época que habían configurado a Louis, dándole su levita negra, su elegante chaleco de seda blanca y su cuello alto de aspecto sacerdotal adornado con chorreras de inmaculado lino, me enamoré de él perdidamente, y tras dejar el Théátre des Vampires en ruinas (Louis le prendió fuego con fundadas razones), me dediqué a recorrer el mundo con él hasta bien entrada esta época moderna.