Asesinato en el Savoy (12 page)

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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Asesinato en el Savoy
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—Desde mediados de los cincuenta: unos quince años.

Era evidente que a Mats Linder no le agradaba aquel tema.

—Y aún así tiene usted una posición más privilegiada, ¿no es así?

—Depende de lo que se entienda por privilegiada. Hampus Broberg está en Estocolmo, como gerente de la inmobiliaria, y también creo que posee acciones.

El tono de Linder era definitivamente de desaprobación. «Aquí es cuestión de jugar fuerte —pensó Martin Beck—. Antes o después se le tiene que escapar algo.»

—A pesar de todo, parece que el director Palmgren confiaba más en usted que en Broberg, aun llevando él quince años trabajando en el grupo y usted tan sólo… ¿cuántos, por cierto?

—Casi cinco.

—¿Confiaba Palmgren en Broberg?

—Demasiado —dijo Linder, y se mordió el labio inferior como si quisiera anular la respuesta y borrarla de su testimonio.

—¿Considera usted a Broberg desleal?

—No quiero responder a esta pregunta.

—¿Ha habido roces entre ustedes dos?

Linder guardó silencio un rato. Parecía estar calibrando la situación.

—Sí —confesó finalmente.

—¿Cuál fue el motivo de esas diferencias?

—Es una cuestión estrictamente interna.

—¿Lo considera desleal hacia el grupo?

Linder no dijo nada, pero no importaba, porque ya había respondido a eso.

—Bueno, tendremos que hablar con el propio director Broberg —decidió Martin Beck en voz baja.

El hombre se sacó un purito largo del bolsillo interior de la americana, le quitó la envoltura de celofán y lo encendió cuidadosamente.

—Entre otras cosas, no entiendo qué tiene que ver todo esto con el asesinato de mi jefe.

—A lo mejor, nada —dijo Martin Beck—. Ya veremos.

—¿Quieren saber alguna cosa más? —preguntó Linder, y sopló su encendedor.

—Tuvieron ustedes una reunión el miércoles por la tarde, ¿verdad?

—Sí, es verdad.

—¿Dónde?

—Aquí.

—¿En este despacho?

—No, en la sala de conferencias.

—¿De qué se trató en esa reunión?

—De asuntos internos, y no quiero ni puedo informar con detalle sobre lo que se trató. Digamos que el director Palmgren pensaba retirarse un tiempo de la gestión directa, y quería un resumen de la situación en Escandinavia.

—¿Hubo amonestaciones durante esa reunión? ¿Algo que no satisficiera al director Palmgren?

Tras una breve reflexión, llegó la respuesta:

—No.

—Pero a lo mejor cree que había motivos para alguna amonestación…

Linder no contestó.

—¿Tiene usted algún inconveniente en que hablemos con Hampus Broberg?

—Al contrario —murmuró Linder.

—Perdón, no he entendido lo que ha dicho.

—No era nada.

Silencio. Martin Beck creyó que por aquel camino no llegarían a ninguna parte. Desde luego, había algo podrido en algún lado, pero nadie daba pie a relacionarlo con el asesinato.

Mansson permanecía completamente pasivo, y Linder aguardaba.

—De todos modos, parece que el director Palmgren tenía más confianza en usted que en Broberg —dijo Martin Beck en un tono de profunda convicción.

—Es posible —admitió Linder secamente—, pero en cualquier caso no tiene nada que ver con su muerte.

—Ya veremos —comentó Martin Beck.

Los ojos del otro brillaban. Estaba furioso y le resultaba difícil ocultarlo.

—Bueno, creo que ya le hemos robado bastante de su precioso tiempo —concluyó Martin Beck.

—Sí, eso es verdad; cuanto antes terminemos esta conversación, mejor para mí y para ustedes, porque no veo que salga nada constructivo de toda esta charla.

—Sí, estamos de acuerdo —convino Martin Beck, e hizo ademán de levantarse.

—Gracias —dijo Linder en un tono moderadamente sarcástico.

Y en aquel momento Mansson se puso cómodo y terció:

—¿No le importa si le hago un par de preguntas?

—Adelante.

—¿Qué relación existe entre Charlotte Palmgren y usted?

—La conozco.

—¿Cuánto la conoce?

—Esto es un asunto absolutamente personal.

—Sí, es verdad, pero aun así me gustaría que contestase a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—Si mantiene usted una relación con la señora Palmgren.

Linder lo miró con frialdad y desprecio. Tras un minuto de silencio, aplastó el purito en el cenicero y dijo:

—Sí.

—¿Una relación amorosa?

—Una relación sexual. Suelo acostarme con ella, para decirlo llanamente y en un lenguaje que puedan comprender incluso los policías.

—¿Cuánto hace que dura esta relación?

—Dos años.

—¿Lo sabía el director Palmgren?

—No.

—Y si lo hubiera sabido, ¿cómo hubiera reaccionado?

—Eso no lo sé.

—¿Lo hubiera desaprobado?

—No estoy muy seguro. Charlotte y yo somos muy tolerantes y librepensadores. Viktor Palmgren también era así. Su matrimonio era más un asunto práctico que un compromiso amoroso.

—¿Cuándo la ha visto por última vez?

—¿A Charlotte? Hace dos horas.

Mansson escudriñó el bolsillo de su camisa en busca de otro palillo, lo miró y preguntó:

—¿Funciona en la cama?

Mats Linder lo miró inexpresivamente. Por fin replicó:

—¿Es usted idiota?

Se levantaron, dijeron adiós y no obtuvieron respuesta. La eficiente secretaria morena les guió hasta el vestíbulo, donde la recepcionista rubia sostenía una conversación telefónica más que privada, íntima.

Ya en el coche, dijo Mansson:

—Chico listo, ¿eh?

—Sí.

—Lo suficientemente listo como para contar la verdad sabiendo que si miente le pueden descubrir. No me extraña que Palmgren le necesitara.

—Mats Linder debe de haber ido a un buen colegio —comentó Martin Beck.

—La cuestión radica en si es tan listo como para no encargar a otro que mate —dijo Mansson.

Martin Beck se encogió de hombros, sumido en un mar de dudas.

12

Lennart Kollberg no sabía qué hacer. Le habían encargado una misión que se le antojaba inútil e incómoda, y en cambio no se le pasó por la imaginación que pudiera resultar difícil.

Tenía que encontrar a dos personas para hablar con ellas, y luego no sabía qué más tenía que ocurrir.

Poco antes de las diez abandonó la comisaría de la zona Sur, en Västberga, donde reinaba una gran tranquilidad, debida en gran parte a la escasez de personal. En cambio, no escaseaba el trabajo, ya que brotaba por doquier toda clase de delitos en aquel hervidero desordenado que habían dado en llamar la sociedad de bienestar.

Las razones de que aquello funcionara de esta manera permanecían ocultas, al menos para quienes estaban metidos de lleno en la problemática social y para los expertos que tenían la delicada misión de conseguir que aquella sociedad funcionara prácticamente exenta de fricciones.

Tras su fachada de metrópoli espectacular y bajo su aspecto pulido y moderno, Estocolmo era una jungla de asfalto en la que campaban por sus respetos la droga y la perversión; en la que ciertos usureros, desprovistos de toda forma de conciencia, podían ganar fortunas dentro de la más absoluta legalidad con la pornografía en sus formas más abominables y aberrantes; en la que los delincuentes profesionales no sólo eran más numerosos cada día, sino que cada día estaban mejor organizados; y en la que, para colmo de males y con especial incidencia entre los ancianos, se estaba llegando a un proletariado próximo a la indigencia.

La inflación había elevado el índice de precios a uno de los máximos niveles mundiales, y las últimas investigaciones daban a entender que muchos jubilados se veían forzados a alimentarse de comida para perros y gatos con tal de subsistir.

El creciente alcoholismo y la ascendiente oleada de delincuencia juvenil eran fenómenos que ya no sorprendían a nadie excepto a los responsables de la administración pública y en círculos gubernamentales.

En fin: Estocolmo.

No quedaba gran cosa de la ciudad en la que Kollberg había nacido y crecido. Las excavadoras de los especuladores del suelo y los tractores oruga de los llamados expertos en tráfico urbano, habían convertido la mayor parte de los sólidos edificios antiguos en un desierto, y sólo habían dejado en pie alguna que otra muestra de especial interés cultural que, en realidad, quedaba patéticamente aislada. Todo ello, además, con la bendición de las autoridades de planificación urbanística. La personalidad de la ciudad, el ambiente y el estilo de vida habían desaparecido o, mejor dicho, habían cambiado y eso era ya irremediable.

Por su parte, la maquinaria policial chirriaba por exceso de trabajo, un poco por falta de personal y otro poco por otras razones. No era cuestión de tener más policías, sino policías mejor preparados, pero de ese asunto no se preocupaba nadie.

Lennart Kollberg andaba pensando en estas cosas mientras buscaba la zona residencial que administraba Hampus Broberg. Estaba hacia el sur, en un terreno que había sido agrícola cuando Kollberg era joven, y adonde iba de excursión de niño, con la escuela. Se parecía demasiado a otras zonas en las que se especulaba con la vivienda. Era un grupo aislado de edificios altos, construidos con precipitación y de cualquier manera, cuyo único objeto era proporcionar a su propietario las mayores ganancias posibles, mientras el aburrimiento y la desgana se iban apoderando poco a poco de los pobres desgraciados que no tenían otro remedio que vivir allí. Dado que la escasez de viviendas llevaba años en la misma situación, mantenida artificialmente, incluso aquellos pisos andaban muy buscados, y los alquileres alcanzaban cifras astronómicas.

La oficina inmobiliaria se hallaba enclavada en los locales mejor acondicionados y acabados de aquellos edificios, pero incluso allí la humedad se había ido colando a través de los muros y había hinchado los marcos de las puertas, que ya se estaban separando de las paredes.

De todos modos, el fallo principal, desde el punto de vista de Kollberg, fue que Hampus Broberg no estuviera allí.

Además del despacho de Broberg, que estaba bastante bien arreglado, había una sala de reuniones y dos habitáculos en los que residían un encargado de mantenimiento y dos empleadas: una mujer de cincuenta años y una chica que, como mucho, tendría diecinueve. La mujer mayor parecía un verdadero ogro, y Kollberg supuso que su misión principal debería de consistir en amenazar a la gente con el desahucio y negarse a hacer reparaciones. La chica era fea y patosa, con la cara llena de granos, y parecía un perro. El encargado del mantenimiento tenía un aspecto resignado. A fin de cuentas era el que tenía el ingrato deber de procurar que los desagües y los retretes funcionasen bien.

A Kollberg le pareció que con quien tenía que hablar era con el ogro. Y no, el director Broberg no estaba y no había ido por allí desde el viernes por la tarde, en que permaneció en su despacho unos diez minutos, transcurridos los cuales se marchó con su portafolios bajo el brazo. Y ninguna de ellas se llamaba Helena Hansson ni aquel nombre les resultaba familiar. Pero sí, el director Broberg tenía otro despacho en la ciudad, en Kungsgatan, por cierto, y lo más probable era que allí pudiera encontrarles a él y a la señorita Hansson. Y el director Palmgren no se había ocupado nunca de la inmobiliaria, según también le contó aquella mujer. Desde que se construyeran las casas, cuatro años antes, sólo fue por allí dos veces, y siempre con el director Broberg. El trabajo que realizaban en aquella oficina consistía, fundamentalmente, en cobrar los alquileres y en mantener el orden entre los inquilinos.

—Y esto no es nada fácil —aclaró el ogro de mujer en voz baja.

—No, no, ya me lo imagino —dijo Kollberg, y se marchó.

Se metió en el coche y pasó cerca de su casa, en el barrio de Skärmarbrink, donde estaba su familia: la niña, Bodil, de dos años, y sobre todo Gun, que cada día era más hermosa y más irresistible. Kollberg era un tipo sensual y su mujer parecía que ni pintada para responder a sus más refinadas exigencias.

Sin embargo, se calmó, suspiró profundamente, se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa y continuó hacia el centro de Estocolmo. Al llegar aparcó en Kungsgatan y se apeó, acercándose a un portal para cerciorarse de que estaba en el lugar correcto. Por lo que se veía en el tablero del vestíbulo, lo que predominaba en aquel edificio eran las empresas cinematográficas y los bufetes de abogados, aunque también halló lo que buscaba. Cuatro pisos más arriba se encontraban la razón social HAMPUS BROBERG S.A. y la FINANCIERA VIKTOR PALMGREN.

Kollberg subió en un ascensor renqueante que había conocido mejores tiempos, y descubrió que los dos letreros correspondían a la misma puerta marrón y polvorienta. Al poner la mano en el picaporte, comprobó que estaba cerrada. Debía de haber un timbre en alguna parte, pero él, fiel a su costumbre, dio unos golpecitos con los nudillos.

Abrió una mujer, lo miró con sus grandes ojos castaños e inquirió:

—¿Qué pasa ahora?

—Busco al director Broberg.

—Pues no está.

—¿Es usted Helena Hansson?

—No, señor. ¿Y usted?

Kollberg se serenó y sacó su placa del bolsillo trasero del pantalón.

—Perdone —se excusó—; es cosa del calor.

—Ya, ya; la policía.

—Exacto, y me llamo Kollberg. ¿Puedo pasar un minuto?

—Desde luego —accedió la mujer, y se apartó a un lado.

Aquel lugar era como tantas otras oficinas, con mesas, carpetas, máquinas de escribir y todos los accesorios de rigor. Por una puerta semiabierta pudo ver otra habitación que seguramente era el despacho de Broberg, más pequeño que el de la secretaria, pero más recogido, y que parecía consistir solamente en una mesa y una caja fuerte.

Mientras Kollberg observaba a su alrededor, la mujer cerró la puerta. Entonces le miró de cerca y le interrogó:

—¿Por qué me ha preguntado si me llamaba Hansson?

Era una mujer de treinta y cinco años, delgada y morena, con unas cejas importantes y el cabello corto.

—Creía que era la secretaria del director Broberg —aclaró Kollberg, distraído.

—Es que yo soy la secretaria del director Broberg.

—Bueno, pero entonces…

—Pero no me llamo Hansson ni me he llamado nunca de esa manera.

Kollberg la observó y vio que llevaba dos grandes anillos de oro en el dedo anular de la mano izquierda.

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