Asesinato en el Savoy (13 page)

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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Asesinato en el Savoy
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—¿Cómo se llama, pues?

—Sara Moberg.

—¿Y no estaba usted en Malmö el miércoles, cuando dispararon contra el director Palmgren?

—En absoluto.

—Mi informe dice que el director Broberg estaba en Malmö acompañado de su secretaria.

—Pues no era yo, porque yo no viajo nunca.

—Y la secretaria se llamaba Hansson —insistió Kollberg convencido, y sacó un papelito arrugado del bolsillo, lo miró y añadió—: Señorita Hansson, Helena Hansson, aquí lo pone.

—No conozco a nadie que se llame así. Mire, yo estoy casada, tengo dos hijos y, como ya le he dicho, nunca viajo.

—¿Quién puede ser entonces esa señorita Hansson?

—Ni idea.

—Quizá esté empleada en otra empresa del grupo.

—En cualquier caso, no he oído hablar nunca de ella. —La mujer le miró fijamente y añadió—: Hasta hoy. —Y tras una breve pausa—: Claro que están las llamadas secretarias para viaje.

Kollberg lo pasó por alto.

—¿Cuándo vio al director Broberg por última vez?

—Esta mañana, ha venido poco después de las nueve y ha estado en su despacho unos veinte minutos. Después se ha marchado; creo que iba al banco.

—¿Dónde puede estar ahora?

La mujer miró el reloj.

—Seguramente en casa.

Kollberg consultó sus papeles.

—Vive en Lidingö, ¿no es así?

—Sí, en Tjädervägen.

—¿Tiene familia?

—Sí, su mujer y una chica de diecisiete años, pero no están; se fueron de vacaciones a Suiza.

—¿Está segura?

—Sí, porque yo misma les pedí los billetes el viernes. Fue muy justo, porque se marchaban el mismo día.

—Desde que pasó aquello el miércoles, ¿ha trabajado igual que siempre el director Broberg?

—Pse… No, no creo; hubo muchos nervios el jueves, porque nadie sabía nada seguro. Hasta el viernes no nos enteramos de que el director Palmgren había muerto, y ese día el director Broberg no pasó aquí más de una hora en total. Hoy ha estado unos veinte minutos, ya se lo he contado.

—¿Ha dicho a qué hora volvería?

La mujer negó con la cabeza.

—Pero ¿suele pasar más tiempo en la oficina, normalmente?

—Oh, sí; está casi todo el día aquí, en su despacho.

Kollberg fue hacia la puerta interior y recorrió con la mirada el despacho de Hampus Broberg. Observó que había tres teléfonos negros sobre el escritorio, y que junto a la caja fuerte había una elegante bolsa de viaje, no muy grande, de piel de cerdo y con dos lengüetas sobre el cierre. Daba la impresión de ser completamente nueva.

—¿Sabe usted si el director Broberg estuvo aquí el sábado o el domingo?

—Sí, alguien debió de venir; los sábados no abrimos, o sea que tuve el fin de semana libre, como siempre, pero al llegar esta mañana he notado como si alguien hubiera cambiado las cosas de sitio.

—Ese alguien ¿puede no haber sido Broberg?

—No creo, porque sólo tenemos llaves él y yo.

—¿Cree usted que volverá hoy?

—No lo sé; a lo mejor ha ido al banco y después a casa. Es lo más probable.

—Lidingö —murmuró Kollberg—, Tjädervägen. «Desde luego, el tío viene desde lejos.»

—Adiós —se despidió bruscamente, y se marchó.

El coche estaba ardiendo, y sudó como nunca de camino hacia Lidingö.

Cuando cruzaba el puente sobre el río Värta vio los barcos atracados en Frihamnen, y cientos de embarcaciones de recreo con gente de vacaciones, semidesnuda y tostada por el sol, y pensó que aquello de ir de arriba para abajo era una solemne estupidez. Lo lógico hubiera sido llamar por teléfono a aquellas personas y citarlas en su despacho de Västberga, pero no se hubiera presentado nadie y hubiera cogido una pataleta. Además, Martin Beck le había dicho que corría prisa.

En Tjädervägen, en Lidingö, se veían edificaciones que quizá no fueran de gran lujo, pero que, aún así, estaban a años luz de los bloques de viviendas que acababa de visitar. Allí no vivía ningún infeliz de esos que no tienen otro remedio que dejarse exprimir por personajillos como Palmgren y Broberg. A ambos lados de la carretera se veían chalets de una planta, estilo bungalow, con unos jardines extremadamente bien cuidados.

La casa de Hampus Broberg parecía cerrada a cal y canto, completamente muerta. Había huellas de neumáticos hasta las puertas del garaje, pero al mirar por una de las ventanillas laterales vio que estaba vacío. Todo parecía indicar que, normalmente, había dos coches, y que habían estado allí hasta hacía bien poco. Nadie contestó a sus timbrazos y a sus golpes, y las persianas de todas las ventanas estaban bajadas, o sea que no hubo forma de conocer la casa por dentro.

Kollberg resopló y fue hacia la casa de al lado, que era mayor y más bonita que la de Broberg. En la puerta figuraba un nombre aristocrático, o al menos así se lo pareció.

Llamó y le abrió una mujer alta y rubia de aspecto agradable y maneras distinguidas.

Cuando Kollberg se identificó, ella le miró con arrogancia y una ligera sombra de desprecio, y no hizo el menor ademán de invitarle a pasar.

Cuando le explicó por qué estaba allí, ella dijo fríamente:

—Por aquí no tenemos la costumbre de espiar a los vecinos. No conozco al director Broberg y no puedo ayudarle a usted para nada.

—¡Vaya, eso sí que es un fastidio!

—Para usted, quizá, pero no para mí.

—Sí, claro… Bueno, perdone.

Ella le miró observándole, y le sorprendió con esta pregunta:

—Dígame, ¿quién le ha enviado aquí?

Había desconfianza en su voz y en sus claros ojos azules. Debía de tener entre treinta y cinco y cuarenta años, estaba bien conservada y le recordaba a alguien, pero no supo a quién.

—Bueno, adiós —se despidió él encogiéndose de hombros.

—Adiós —dijo ella con gran sonoridad.

Kollberg se metió en el coche y consultó sus notas. Helena Hansson había dado una dirección en Västeraasgatan y un número de teléfono. Se dirigió a la comisaría de Lejonvägen, en Lidingö, donde varios policías de paisano se devanaban los sesos rellenando quinielas mientras tomaban refrescos en envases de cartón.

—¿Sabes por casualidad qué es eso de «Go Ahead Deventer»? —preguntó uno de ellos.

—Ni idea —dijo Kollberg.

—¿Y «Young Boys»?

—¿Cómo?

—«Go Ahead Deventer» y «Young Boys» son equipos de fútbol que vienen en la quiniela, pero no sabemos de dónde son. Es que estamos haciendo la quiniela, ¿sabes?

Kollberg se encogió de hombros. El fútbol era una de las muchas cosas que no le interesaban.

—«Go Ahead Deventer» debe de ser el equipo de Deventer, que es una ciudad holandesa.

—¡Coño! ¡Tenía que ser uno de homicidios, mira! Oye, ¿y son buenos?

—Mira, yo sólo he venido para que me prestéis el teléfono —dijo Kollberg, harto ya de aquella situación estúpida.

—Coge el que quieras.

Kollberg marcó el número de Helena Hansson, y comunicaba. Llamó a la central y le informaron que aquel teléfono estaba cortado, lo que le produjo contrariedad.

—¿Conocéis a un tal director Hampus Broberg? —les preguntó a los policías de la quiniela.

—Sí; vive en Tjädervägen, y para vivir como él hay que tener pasta.

—Sí, aquí sólo tenemos gente bien —dijo el otro.

—¿Habéis tenido algo con él alguna vez?

—¡Qué va! —rechazó uno de los policías poniendo un dos al «Loranga»—. Aquí se respetan la ley y el orden.

—No es como en Estocolmo… —añadió el otro con sorna.

—Y cuando hay algún crimen es cosa fina. Aquí no se dedican a pegarse hachazos en la cabeza y cosas de ésas, ni hay borrachos y gamberros en todas las esquinas… Bueno, yo le pongo un uno a esta gente del «Go Ahead Deventer».

Aquellos tipos habían perdido todo el interés por Kollberg.

—Adiós —dijo él con tristeza, y se marchó.

Fue hacia la ciudad de los Vasa, en Estocolmo, y por el camino fue pensando que a pesar de su aire distinguido, Lidingö también debía de tener su buen porcentaje de criminalidad. Lo único que ocurría era que casi todos eran ricos y podían ocultar sus irregularidades tras inmaculados parapetos.

En la casa de Väteraasgatan no había ascensor, y tuvo que subir andando cinco pisos. La casa era una ruina, abandonada por sus propietarios, y en el patio asfaltado brincaban unas enormes ratas por entre las basuras.

Llamó a todas las puertas y de vez en cuando se asomaba un rostro aterrorizado, pues la gente de aquel barrio temía a la policía, seguramente con razón, pero de Helena Hansson no había ni rastro.

Nadie le supo decir si allí vivía o había vivido alguien con ese nombre. Informar a la policía no estaba bien visto en aquel lugar, aparte de que en aquel tipo de viviendas la gente sabía muy pocas cosas sobre sus vecinos.

Kollberg, ya en la calle, se secó el sudor de la frente con un pañuelo que ya estaba completamente empapado, y permaneció pensativo un par de minutos hasta que decidió dejarlo correr y marcharse a casa.

Una hora más tarde, su mujer le preguntaba:

—¿Cómo es que tienes ese aspecto tan deplorable?

Él se había duchado, había comido, se había vuelto a duchar después de hacer el amor con ella, y se estaba tomando una cerveza envuelto en una toalla de baño.

—Porque así es como me siento. Esta mierda de oficio…

—Deberías dejarlo.

—No es tan fácil.

Kollberg era policía y no podía dejar de hacer todo lo que estuviera en su mano para ser el mejor. Esto lo llevaba metido en lo más hondo de sus mecanismos psíquicos, como si arrastrase una penitencia.

El encargo que le había hecho Martin Beck era sencillo, cosa de rutina, y en cambio todo le estaba saliendo al revés.

Con el semblante preocupado dijo:

—Oye, Gun, ¿qué es una secretaria de viaje?

—Una especie de
call-girl
que va por el mundo con un salto de cama, un cepillo de dientes y pastillas
anti-baby.

—O sea un pendón, vamos.

—Exacto, y están para servir a hombres de negocios y gente por el estilo que no son capaces de ligar por sus propios medios cuando llegan a un sitio nuevo.

Estuvo pensando y reconoció que necesitaba ayuda, lo cual iba a ser un problema en Västberga, porque casi todo el mundo estaba de vacaciones.

Al cabo de un rato suspiró, se dirigió al teléfono y llamó a la oficina de homicidios en Kungsholmsgatan.

Se puso Gunvald Larsson, que era la última persona con la que hubiera querido hablar.

—¿Que qué tal estoy? —dijo de mala gana—. ¿Y tú qué crees? Pues ahogado entre navajazos, peleas, atracos, extranjeros chiflados con LSD saliéndoles por las orejas, y casi sin nadie que me ayude. Melander está en Värmdö, Rönn se marchó el viernes por la tarde a Arjeplog, y Strömgen está en Mallorca. Además, yo creo que la gente es más agresiva con este calor; pierde el juicio. Bueno, ¿qué coño quieres?

Kollberg despreciaba a Gunvald Larsson, que según él no era más que un tonto grandullón y presumido. «Este tío no puede hablar del juicio de los demás porque el suyo lo perdió en la cuna», pensó Kollberg, y dijo:

—Sí, pues se trata del caso Palmgren.

—No quiero saber nada de este asunto —se apresuró a advertir Gunvald Larsson—; ya me ha fastidiado bastante.

Kollberg, de todos modos, le contó sus desventuras.

Gunvald Larsson seguía el relato intercalando gruñidos de mal humor, y en un momento dado le interrumpió:

—No sirve para nada que me cuentes toda esa historia: no es cosa mía.

Pero algo le debió de llamar la atención, porque cuando Kollberg terminó preguntó:

—¿Has dicho Tjädervägen, en Lidingö? ¿Qué número?

Kollberg repitió el número de la calle.

—Humm… —dijo Gunvald Larsson—. A lo mejor puedo hacer algo…

—Oh, eres muy amable.

—No lo hago por ti —aclaró Gunvald Larsson como si lo pensara, y, en efecto, eso era lo que pensaba.

Kollberg se preguntó por qué estaría tan interesado, ya que el afán de ayudar no era norma habitual en Gunvald Larsson.

—En cuanto a esa puta de la Hansson —dijo Gunvald Larsson en un tono lúgubre—, yo creo que lo mejor es que hables con el departamento de moralidad y orden.

—Sí, ya lo había pensado.

—Sí, claro, lo que pasó fue seguramente que tuvo que mostrar la documentación cuando el primer interrogatorio en Malmö, pero en cambio pudo sacarse de la manga una dirección cualquiera, aunque probablemente sea cierto que se llama Helena Hansson.

Kollberg también había pensado en eso, pero se abstuvo de hacer comentarios. Colgó y volvió a llamar, esta vez a Åsa Torell, del departamento de moralidad y orden.

13

En cuanto Gunvald Larsson terminó de hablar por teléfono, bajó, se metió en el coche y salió en dirección a Lidingö. Tenía la cara contraída y le dominaba un absoluto mal humor. Observó sus manos grandes y peludas, que temblaban agarradas al volante.

Ya en Tjädervägen le echó un rápido vistazo a la ostentosa mansión de Broberg, se dirigió a la casa de al lado y llamó a la puerta. Le abrió la misma mujer rubia y delgada que había despachado a Kollberg tan miserablemente un par de horas antes.

Cuando vio a aquel gigantón en la escalera, se le mudó el semblante.

—¡Gunvald! —exclamó indignada—. ¿Cómo tienes estómago para presentarte aquí?

—¡Ah! —dijo bromeando—, el verdadero amor no se marchita nunca.

—Llevo más de diez años sin verte y estoy muy contenta.

—¡Muy aguda!

—Vi tu foto en los periódicos el invierno pasado. Bueno, pues los quemé en la chimenea.

—¡Oh, qué amable!

Ella frunció sus cejas rubias con aire de sospecha.

—¿Has sido tú el que ha hecho venir a ese gordinflón esta mañana?

—No, la verdad es que no, pero vengo para lo mismo.

—Debes de estar loco.

—¿Tú crees?

—Además, no puedo decir nada más que lo que le he dicho a aquel hombre: que yo no espío a mis vecinos.

—Ah, ¿no? ¿Quieres tomarme el pelo a mí también, o quieres que empiece a romper a patadas esta puerta tan cara y estos alabastros y todo lo que pille?

—Se te tendría que caer la cara de vergüenza, pero eres tan idiota que no tienes ni vergüenza.

—¡Hombre, esto va mejorando!

—Bah, entra, que estás dando un espectáculo ahí afuera.

Le franqueó la puerta y Gunvald Larsson entró.

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