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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

Asesino Burlón (13 page)

BOOK: Asesino Burlón
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—Lárgate —dije—. Sube esa maldita escalera y ponte a trabajar. Tú eres quien tiene problemas, ¿recuerdas? Bien, no lo olvides. Sólo tienes que olvidarte de mí y recordar lo que debes hacer.

Asintió de mala gana, salió del coche y luego volvió a inclinarse a través de la puerta abierta.

—Obsérvale —dijo—. Obsérvale cuando piense que estás de espaldas. Entonces lo comprenderás. Ese tipo podría matarte y disfrutar con ello.

Capítulo 11

Al mediodía llevé a cabo algunas maniobras en el Club de Prensa; a primera hora de la tarde fui a la oficina del sujeto que se encargaba de investigar las causas del fallecimiento de Ellen. Era un bastardo pesado y engreído. No estaba seguro de cuándo acabaría con el cuerpo de Ellen, pero «pensaba» que tal vez pudiera hacerlo para el viernes.

Le señalé que eso suponía una situación bastante difícil. Significaba que el entierro no podría realizarse antes del domingo, lo cual sería muy poco práctico para la funeraria y, sin lugar a dudas, incrementaría su tarifa. Además, limitaría extraordinariamente mi tiempo, ya que tendría que regresar al periódico el lunes por la mañana.

Se encogió de hombros. Mis problemas, me dijo, no eran de su incumbencia.

Nunca me había llevado bien con los tipos que hacen este trabajo. O bien se trata de legos de las categorías más bajas que deben simular su importancia, o son estúpidos médicos fracasados que se sienten resentidos con el mundo entero por algo de lo que son ellos los únicos responsables.

Nuestra discusión prosiguió en términos cada vez menos amistosos. Finalmente le sugería que si él simplemente necesitaba tener un cadáver disponible, yo podía comprarle uno en la planta extractora de grasa de la ciudad, una vaca, un caballo o lo que él quisiera, y que cuando se cansara de jugar con él, podía disecarlo, él, personalmente, y no un taxidermista.

Y eso fue todo. El cuerpo de Ellen quedaría disponible el sábado, dijo, ni un maldito día antes. Entretanto, yo debía largarme de su oficina y mantenerme alejado.

Me marché y llamé a Dave. Tal como yo lo veía, el funeral no podría celebrarse antes del lunes o, más probablemente, el martes. En otras palabras, yo seguramente estaría fuera de la ciudad hasta el próximo miércoles.

Dave dudó un momento, supongo que estudiando el calendario. Dijo que suponía que no habría ningún problema. Tendría que conseguir la aprobación de Lovelace, pero estaba seguro de que no habría complicaciones.

—¿Qué te parece si vienes a cenar antes de marcharte? —añadió—. Te haría bien un poco de comida casera. Kay me dijo que te lo preguntara.

—La buena y dulce Kay —dije—. La querida y generosa Kay. Dígame una cosa, coronel, ¿no diría usted que ella tiene un alma absolutamente maravillosa?

—Adiós —dijo bruscamente—. Volveremos a hablar cuando no estés medio borracho.

—No me ha entendido bien —dije—. He dicho alma, no…

—Mira, Brownie —me espetó—. Estoy intentando con todas mis fuerzas…

—Está hasta las narices de mí, ¿verdad? —dije—. Ya no me soporta más. Le vendría de maravilla que yo me quedara tieso.

Se me escapó involuntariamente.

Dave hizo un sonido que estaba a medio camino entre un gruñido y jadeo. No le culpaba por sentirse sorprendido. Yo también lo estaba.

Se mantuvo en silencio durante un momento y luego su voz volvió a oírse en la línea, preocupada, cálida y llena de inquietud.

—Mira, chico. ¿De dónde estás llamando? Pasaré a recogerte y te llevaré a casa.

—Lo siento, coronel —dije—. El sargento Brown le presenta sus disculpas. El patrullaje me ha afectado; las maniobras me han dejado hecho polvo.

—No me cabe la menor duda, pues te hacen hablar de este modo. ¿Desde dónde llamas?

—Estoy bien —dije—. Olvídelo, discúlpeme y que Dios le bendiga. Ha sido un desliz de la lengua y nada más.

—Pero… no lo entiendo. A veces, por supuesto, me sorprenden algunas de tus cosas, pero pensé que sabías lo que siento por ti. Prescindiendo por completo de la amistad, eres el mejor hombre que tengo. No podría llevar el periódico sin ti.

—Gracias —dije—. Muchas gracias, Dave. He dicho una soberana estupidez, y lo lamento, dejémoslo así.

—Bueno… escucha. —Aún estaba preocupado—. He estado pensando en esa invitación a cenar. Naturalmente, no te sientes con ánimo para acontecimientos sociales después de… ¿Por qué no lo dejamos para la semana próxima, cuando regreses de Los Ángeles?

Yo no quería hacerlo en ningún momento. Para mí, una velada miserablemente desperdiciada era una en compañía de Kay Randall. Ahora, no obstante, temía rehusar la invitación considerando lo que le había dicho a Dave. Él pensaría que lo había dicho en serio. Y de alguna manera —fuese lo que fuese que sintiera por él y la forma en que actuase— no quería que él pensara eso.

Así que acepté la invitación y apunté mentalmente que debía darle a Tom Judge una patada en el culo. Me marché a casa, aturdido por el alcohol, y me dormí.

Al día siguiente, jueves, mantuve otra conversación con Lem Stukey. Aún no había encontrado nada en la compañía de tranvías, y había tenido el mismo resultado con los taxis. Pero no estaba desanimado ni mucho menos.

—No esperábamos encontrar nada en los tranvías. —Se encogió de hombros—. Lo investigamos sólo como una cuestión de rutina. El bastardo cogió un taxi, y no pienses que no lo voy a reventar cuando le encuentre.

—Pero tú ya has…

—Hemos investigado las hojas de ruta, hemos hablado con todos los conductores que estuvieron de servicio aquella noche. Ahora les interrogaremos uno a uno y pronto averiguaremos cuál de ellos está mintiendo. No debes preocuparte por nada, chico. Ese tipo nos lo está poniendo difícil —y te prometo que lo lamentará—, pero no imposible.

—No te entiendo —dije—. ¿Por qué habría de mentir alguno de los taxistas?

—Tal vez tenga antecedentes. Tiene miedo de verse mezclado con la policía. O quizá su licencia haya caducado. Diablos, hay cientos de razones. Tal vez alteró la tarifa del viaje. Tal vez atropelló a alguien, se dio a la fuga e hizo constar en su hoja de ruta que se encontraba en otro vecindario.

—Me dejas perplejo, Stukey —dije—. Pensaba que eras astuto, pero nunca inteligente.

Y comprendí, con mayor perplejidad, que Stukey continuamente aparecía con pequeñas cosas como esa, cosas que tal vez no le elevaban a la categoría de genio, pero indudablemente demostraban que no era ningún estúpido.

—Le cogeremos —prometió—. Apenas hemos empezado a entrar en calor.

Dejé a Lem y visité la compañía de mensajería y un agente de entierros. Hice una llamada a larga distancia a otro agente de Los Ángeles y acabé en el Club de Prensa. Dave había estado tratando de localizarme. Le llamé, inmediatamente después de las maniobras.

Había hablado con Lovelace y no había ningún problema si me tomaba un par de días libres. Sin embargo…

—Oh-oh —dije—. Le ruego que proceda, coronel, mientras levanto mi macuto y mi fusil.

—Yo no te lo pediría, Clint, pero el viejo quiere que seas tú quien maneje este asunto en la medida de lo posible. Es algo muy importante y…

Me dio los detalles básicos. El presidente de uno de los bancos federales mexicanos, justo al otro lado de la frontera, se había apropiado ilícitamente de varios millones de pesos.

El desfalco aún no se había hecho público, y el presidente, que se encontraba en camino desde Nueva York después de unos días de vacaciones, ignoraba que había sido descubierto. Pero le arrestarían tan pronto como bajara del avión por la mañana. Yo debía estar disponible para escribir la historia.

Tal vez debiera señalar aquí que ese cuento no hubiese sido nunca una gran historia en Nueva York o Chicago. Por esa misma razón no había conseguido titulares en Los Ángeles. Pero, debido a nuestra ubicación geográfica —porque concernía a una ciudad vecina, aunque fuera mexicana— sería de gran interés para nuestros lectores.

Acepté hacerme cargo de la historia.

A la mañana siguiente me levanté a las seis. A las siete estaba en el aeropuerto de la ciudad fronteriza donde aterrizó el avión. El presidente del banco viajaba en ese avión, pero también dos federales. Habían subido al avión en Los Ángeles y se hicieron cargo del señor presidente tan pronto como el avión tocó tierra en México. Le llevaron hasta una limusina que les estaba aguardando y partieron a toda velocidad. Me enteré de que pensaban llevarle a otra ciudad, a unos ochenta kilómetros por la costa, pero eso fue lo único que pude averiguar.

Llamé a Dave. Él habló con Lovelace mientras yo esperaba. La decisión fue que yo debía continuar hasta la segunda ciudad.

Así lo hice. El presidente había sido embarcado en un avión del gobierno y volaba hacia México D.F.

Así que allí acabó mi historia, ya que las autoridades locales no pudieron darme ninguna otra información sobre el caso. El jefe de policía, un sujeto sorprendentemente joven y amistoso, simpatizó conmigo e insistió en que le acompañara a cenar.

Bebimos y bebimos y bebimos, sobre todo tequila con un ocasional trago de mezcal y litros de esa maravillosa cerveza cremosa, una cerveza que raramente había probado fuera de México. El jefe se puso muy alegre. Dijo que no estaba nada bien que yo condujera un coche. De otro modo, él podría coger su coche y los dos iríamos a la isla —«tu Rose Island, Cleent»— y luego yo podría cruzar a Pacific City en el transbordador.

Parpadeé, como si fuese un búho, a juzgar por lo que alcanzaba a ver en el espejo que estaba detrás de la barra.

—Espera un minuto, amigo caro. ¿Cómo podríamos…?

—¿No lo sabes, verdad? ¿Crees que bromeo, eh? —Sonrió encantado—. Ven. Te lo enseñaré.

Me llevó hasta la pared y señaló con un dedo tembloroso un mapa enmarcado de la Baja California. El dedo vaciló, se deslizó sobre la superficie del mapa y se detuvo en un punto cerca de la frontera.

—Aquí está… hic… ¿cómo la llaman ustedes, pen… penin…?

—Península.

—Sí. Pen-in… bien, ¿la ves? ¿La forma en que sobresale en este lugar? Sí. Y aquí está la pequeña isla. Y aquí… ¿qué dirías que hay aquí, Cleent?

—Algo con lo que uno nunca debe bañarse por dentro —dije—. Un brebaje insípido, un tanto salado, en este caso…

—Ja, ja. Es agua, tú dirías que es agua, ¿verdad? Pues te equivocas, Cleent.
Poquita, sí
[3]
Veinte, treinta centímetros, nada más. Debajo hay… ¿cómo le llaman ustedes…? Bajos. Roca. Como si fuera pavimento.

—Estás bromeando —dije—. ¿Quieres decir que puedes viajar en coche desde aquí hasta la isla?

—Sí. Lo he hecho muchas veces. Mucha gente lo hace. Como te he dicho, es roca.
Muy bueno camino
… buena carretera.

Mucha gente lo hace, pero yo nunca lo había hecho. En realidad, jamás había oído hablar de ese camino sumergido. No era extraño, supongo; yo no iba casi nunca a la isla. Podía beber todo lo que quisiera en mi casa o en los bares de Pacific City. Y en cuanto a los burdeles…

De modo que ya veis, no había ninguna razón para que yo conociera la isla y de qué forma se podía llegar a ella además de hacerlo en transbordador o en un bote de alquiler.

Pero, aun así, la información me inquietó. Era un elemento extra en una historia que yo consideraba perfecta. Ahora comprendía que no lo sabía todo. Era otra pieza de un puzzle que yo creía haber terminado.

La información realmente no tendría que haberme inquietado. Puesto que Stukey conocía todo lo demás que posiblemente pudiera serle de utilidad para su investigación, sin duda conocería también la existencia de este acceso terrestre a la isla. Y él la había ignorado convenientemente como un factor para hacer tambalear mi coartada. Yo no podía haber hecho ese viaje de ida y vuelta la noche en que se cometió el asesinato; no hubiese tenido tiempo de hacerlo. Por esa razón nadie podría haberlo hecho durante la tormenta. Conducir a lo largo de casi ocho kilómetros de bajos —casi tres veces el ancho de la bahía— para matar a alguien en una noche cerrada, con una lluvia torrencial y con el mar encrespado, bueno, era simplemente imposible. Era varias veces tan fantásticamente peligroso e imposible como lo que yo había hecho.

Por tanto, no tenía relación con el asunto; de otro modo, Stukey lo hubiese mencionado y habría echado un vistazo. No me afectaba. Tampoco afectaba a Tom Judge. No afectaba… era insignificante. Pero, de alguna manera, me inquietaba.

Permaneció en mi mente, molestándome, mucho después de que le hubiese estrechado la mano al jefe de policía mexicano y regresado a la frontera. Llegué a la aduana estadounidense a primeras horas de la tarde. Conocí varios de los guardias que trabajaban allí y les pregunté por esos bajos que unían la isla con tierra firme. Lo conocían, por supuesto. No merecía la pena mantener en ese lugar a un oficial de aduanas, pero se lo mantenía controlado por medio de la patrulla de frontera.

Me pregunté… si la noche de la tormenta habrían mantenido una guardia estrecha en ese lugar. Lo dudaba.

Hablamos un par de minutos más y mencioné casi al azar que probablemente no habían tenido mucho trabajo durante la tormenta. Así había sido.

—Sentados sobre nuestros traseros toda la noche, Brownie. No cruzó nadie, excepto un taxi.

—¿Recuerdas…?

Interrumpí la pregunta súbitamente. No quería despertar su curiosidad y, de todos modos, no podrían haberme dicho nada. Una noche cerrada y tormentosa afuera y un puesto de guardia cálido y confortable. Y los taxis siempre recibían una inspección muy rápida. No se los registraba como a los coches particulares. Seguramente habrían echado un vistazo por la ventanilla, un rápido, «¿Lugar de nacimiento? ¿Ciudadano norteamericano?» y un gesto para que siguiera su camino.

Continué el viaje, ligeramente inquieto. Me detuve en Pacific City para comprar algunos alimentos y unas botellas y me fui a mi casa. Mezclé huevos con whisky. Me eché el brebaje al coleto, me llevé una botella a la sala de estar y me senté en el sofá. Me levanté y me senté en el suelo. Miré fijamente el teléfono.

Tom Judge se encontraba en una situación difícil. Stukey le encontraría muy pronto, a menos que se distrajera.

Debía introducirse un elemento de duda. ¿Por qué no incluir el tema de esos bajos? ¿Hablarlo con Lem? ¿Por qué no incitarle con ese taxi solitario que había cruzado la frontera? ¿Sugerirle que un hombre pudo haber pasado en taxi y caminado por esos bajos hasta la isla?

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