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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

Asesino Burlón (11 page)

BOOK: Asesino Burlón
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—Huh-uh. ¿Un vagabundo con buenos zapatos y bien vestido? De todos modos, no hay vagabundos en la isla. Cuesta un dólar ir y volver en el transbordador y en la isla no hay nada para ellos si no tienen pasta.

—De modo que no fue un vagabundo. Simplemente un tipo que se pasó con la bebida.

—Eso es más razonable. El… Espera un minuto, chico. —Levantó una mano—. Deja que te pinte todo el cuadro. Tienes derecho a saber y te lo contaré. Pero confidencialmente, ¿me entiendes? No quiero poner al sospechoso sobre aviso.

—¿Quieres decir que tienes huellas dactilares?

—¿Huellas dactilares? ¿Qué te hace pensar en eso?

—Nada. Continúa —dije.

—En primer lugar… bueno, fue lo último que hicimos pero comenzaré por ahí… registramos la isla de una punta a la otra. Fuimos a ese lugar con…

—¿Un peine de dientes finos?

—Sí, un peine de dientes finos, y no encontramos al tipo, de modo que sabemos que ha vuelto a este lado. Bien. Ahora, escucha esto. Anoche el transbordador no comenzó a funcionar hasta las diez y media; no regresó con pasajeros de la isla hasta las diez y media. Luego no volvió a hacer otro viaje hasta la una de la mañana, que fue el último viaje del día. Bien, ese último viaje…

—Pasemos por alto ese último viaje —dije—. A esa hora ya se había realizado la batida. Todos los pasajeros fueron registrados e interrogados antes de permitir que subieran a bordo.

—Exacto, así es. De modo que eso pone a nuestro hombre en el transbordador de las diez y media… Ahora, aguarda un momento, chico. Sé lo que vas a decir: había mucha gente que estaba esperando para regresar a este lado, doscientas cuatro exactamente, según los recibos del transbordador, y vas a decir que eso nos ata de manos. Pero no es así, Brownie. No es tan complicado como parece. Primero, descartas a las mujeres. Luego, eliminas a las parejas. Eso reduce el total a unas sesenta o setenta personas, sólo hombres.

—Lo cual sigue siendo —dije— un número bastante considerable.

—¿Acaso he dicho lo contrario? Pero ya no parece tan difícil, ¿verdad? Deja que te cuente el resto… Registramos los hoteles. El sujeto no estaba en ninguno de ellos. Averiguamos en trenes y autobuses. No abandonó la ciudad. Comprobamos el aparcamiento que hay junto al muelle. No cogió un coche…

—Aun así pudo haber tenido uno. Pudo haberlo aparcado en la calle.

—Cerca del transbordador, no, a menos que quisiera caminar tres manzanas. Y un sujeto que está en una fiesta no haría eso para ahorrarse cuatro bocados… Eso nos circunscribe al pasaje de tranvías y los taxis. Los tranvías… bueno, eso es bastante difícil. Tendríamos que trabajar las zonas por donde pasa un tranvía. Quizá registrar vecindarios enteros. Digo que tendríamos, pero no creo que lo hagamos en realidad. El tipo está empapado. Todos los pasajeros del transbordador lo estaban. Seguramente no querría dejarse ver en un tranvía. Supongo que…

—¿Y si se marchó andando?

—Bueno —Stukey frunció el ceño de mala gana—, tal vez. Pero no es muy probable. Llovía torrencialmente, seguramente tenía miedo de que pudieran detenerle… No, creo que le cogeremos cuando hablemos con los taxistas. Por supuesto, es probable que no se marchara directamente a su casa. Y, quizá, no fue a su casa. Pero…

—En otras palabras —dije—, si investigas a todas las personas de Pacific City, tal vez le encuentres.

—En realidad, las cosas no están tan mal —protestó—. Llevará un poco de tiempo, por supuesto, pero podemos hacerlo.

—¿Y después qué? ¿Qué es lo que tendrás?

—Tendré a un asesino. Tendré a un sujeto que necesitará una buena explicación para probar que no es un asesino.

—Y tú también Stukey. Lo estás pidiendo. Estás en camino de convertirte en el palurdo número uno de la ciudad.

Me miró sorprendido. Sin dejar de mirarme, encendió un cigarrillo y dio una lenta y profunda calada.

—Creo que no te entiendo, chico. Nos hemos roto los cuernos en esto. Pensé que te alegrarías.

—Bueno —me eché a reír—. Aprecio tus esfuerzos, naturalmente, pero no nos conduce a nada… Tú mismo dijiste que el sujeto era probablemente un borracho.

—Probablemente iba bebido. Resulta bastante difícil vagar por esa isla sin tomarse unos tragos. Pero el hecho de estar borracho no significa ser inocente; probablemente es al revés. Un asesinato brutal como éste es precisamente la clase de cosas que…

—Pero hay muchos cabos sueltos, Stukey. El poema y… bueno…

—¿Y qué? ¿Debemos olvidarnos de él sólo porque no podemos resolverlo todo?

—No, por supuesto que no, pero…

—¿Sí? —Su cabeza estaba inclinada hacia un lado; su voz era un poco demasiado tranquila—. ¿Es eso lo que estás sugiriendo, compañero? ¿Que nos olvidemos de la única pista que tenemos?

Volví a reír, haciendo que mi risa sonara desacomodada, cansada y dura.

—Supongo que hoy no estoy tan contento como de costumbre, Stukey. No estoy pensando como un hombre del Courier. Estoy alicaído y la brújula señala al sur.

—Bueno, desde luego. Puedo entenderlo. Pero…

—Francamente —dije—. Creo que el hecho de haberte visto entregado a un trabajo honesto me ha conmovido. Me has dejado perplejo, Stukey. Semejante aplicación, tanto talento en alguien cuya principal actividad hasta hoy había consistido en…

Sonrió, y al hacerlo su mirada perpleja desapareció de sus ojos.

—Eres mi viejo compañero, mi viejo Brownie… Sin embargo, y tonterías aparte, compañero, lo estoy haciendo bien, ¿verdad? Has dicho que tenías algunas sugerencias.

—Jamás se me ocurriría hacerlas —dije—. Lo estás haciendo muy bien tú solo.

Hablaba en serio. No tenía la menor duda de que Stukey atraparía a ese tipo.

Metió los pulgares en el chaleco, tratando de reprimir una sonrisa afectada.

—Tengo una corazonada, chico. Me juego la cabeza de que es nuestro asesino.

—Tal vez. Quizá tengas razón. Pero me imagino que tendrás muchos problemas para probarlo.

—Huh-uh. Un tío así no es un profesional. No habrá necesidad de probar nada. Todo lo que tenemos que hacer es cogerle y someterle a un interrogatorio minucioso y se hundirá igual que el colchón de una puta.

—En cuanto a ese interrogatorio —dije—, yo me andaría con mucho cuidado, Stukey.

—¿Acaso estoy loco? —Se inclinó hacia adelante—. ¿Me crees capaz de escupir en mi propio plato? Yo no, compañero. Estrictamente legal, así soy yo. Ponme en la pista correcta y seguiré derecho hasta el final. Por cierto, Brownie…

—¿Sí?

—Me encargaré de que seas el primero en conocer la historia. Tú personalmente; mantendré al tipo en secreto hasta que…

—No tienes necesidad de hacerlo —dije.

—¿No lo necesito? Diablos, ¿acaso no somos amigos? Acaso tú… —Se interrumpió bruscamente, entrecerrando los ojos. Luego sus labios se extendieron en una lenta sonrisa de asombro—. Bueno, ¡dime tu opinión! Yo…

—Eso es. Si coges a ese hombre y resulta ser el asesino, puedes escribir tu propio nombramiento como juez del condado. No podría ponerme en tu camino aunque lo quisiera.

Stukey estaba de buen humor. Por otra parte, me parecía que él estaba completamente seguro de que yo le sería de utilidad. De modo que, en nombre de nuestra amistad, se encargaría de que fuese yo el primero en conocer la historia.

—Porque te quiero chico. Pero no comentes absolutamente nada de lo que hemos hablado esta mañana. Si el asesino se entera, se iría todo al garete.

—No se lo diré absolutamente a nadie —prometí—. En realidad, de pronto me he dado cuenta de que no conozco a nadie.

Se echó a reír y dijo que era ese el chico, el viejo Brownie.

—¿Conoces a alguien, Stukey? No tiene por qué ser alguien extravagante. Sólo una buena alma chapada a la antigua, de esas a las que siempre les gusta hacer compañía a un cuerpo maltrecho.

—El chico —dijo con cierta impaciencia—. El viejo Brownie. Nos veremos, compañero.

Me marché de la comisaría y compré una botella de whisky. Luego me dirigí en coche a la casa de Tom Judge.

Vivía en la esquina de una doble fila de estructuras idénticas que ocupaban toda la manzana, todas de cuatro habitaciones, todas pintadas de color marrón, todas con techos de papel alquitranado, con una diminuta chimenea en la parte posterior y otra delante. Cuando yo era un jovencito, y no un jovencito muy joven, las llamábamos «casas escopeta», y se alquilaban por doce dólares al mes. El alquiler que pagaba Tom era de noventa y cinco pavos, que era un poco menos de la mitad de su salario.

Cuando llegué al porche estaba sonando el teléfono y, aparentemente, en la parte trasera de la casa, un bebé lloraba. Llamé a la puerta y el llanto cesó súbitamente. Luego, el teléfono también dejó de sonar.

Volví a llamar, varias veces y con fuerza. Intenté abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Las persianas de la ventana y la puerta también estaban cerradas. Me apoyé en la baranda del porche, abrí la botella y bebí un trago.

Era el primer trago que bebía desde la ronda de la mañana y me refrescó maravillosamente. Bebí un par de tragos más y, por supuesto, acepté uno por cuenta de la casa. Me alejé del porche, caminé hacia la parte de atrás y golpeé a la otra puerta.

El niño comenzó a llorar otra vez. Durante un segundo. Por lo demás, todo estaba en silencio.

Bebí otro trago. Levanté el pie y asesté un golpe a la puerta con todas mis fuerzas. Se abrió de par en par y entré.

Capítulo 10

La señora Judge estaba en un rincón, cerca de la cocina, sosteniendo al niño contra su pecho. Yo sabía que tenía menos de 25 años, pero parecía diez años mayor. De pechos chatos, con una obesidad enfermiza alrededor de las caderas y el cuello muy delgado. Las cosas no suelen ser muy agradables cuando estás casado con un reportero semi incompetente de un periódico de una ciudad pequeña. Envejeces rápidamente.

Tenía el rostro maquillado y llevaba rulos en el pelo, y ambas tareas las había realizado evidentemente deprisa. Me miró temblando y con los ojos muy abiertos. La tranquilicé con una sonrisa y miré a Tom.

En el suelo de la cocina había una maleta abierta. Había estado llenándola de ropa, y aún llevaba algunas prendas en las manos. Las dejó caer lentamente, y su boca se abrió y se cerró en silencio.

—¿Vas a alguna parte? —pregunté.

—N…no…, n… no, Brownie. —Tragó y sacudió la cabeza—. S… sólo estaba guardando algunas cosas…

Quería parecer dolorido; yo sabía que simulaba. Pero no estaba a la altura de las circunstancias. Parecía perturbado, y estaba pálido como una hoja de papel de copia.

—Yo… Yo. —Volvió a tragar—. He oído lo de tu esposa, Brownie. M-Midge y yo lo o-oímos en la radio, y estoy seguro de que…

—Calma —dije—. Tómatelo con calma. Yo nunca te he caído particularmente simpático. El sentimiento ha sido mutuo. Pero se trata de una visita amistosa. ¿Quieres un trago?

—Yo… yo n-no…

Abrí la botella y se la ofrecí.

—Cógela —dije—. Bebe un buen trago.

—Bebe, Tom. —La señora Judge abrió la boca por primera vez, lanzándome una mirada semi desafiante—. Tom apenas bebe. No está acostumbrado a la bebida. Él… él…

—Lo sé —acoté—. Tu trago, Tom.

Casi me arrancó la botella de las manos. Bebió ávidamente, tragó y se estremeció, y me devolvió la botella. Un poco —muy poca cosa— de su habitual seguridad agresiva volvió a su cuerpo.

—Bien, Brownie —hipó—, sé que probablemente te encuentras muy afectado por lo de tu esposa, pero esa no es razón para…

—Visita amistosa —dije—. Lo he dicho en serio. Estoy aquí para hacerte algunas preguntas y darte algunas respuestas.

—¿Sí? ¿Así que de eso se trata, eh? Y qué te hace pensar…

—Tal vez no quieras hacerlo. Pero creo que será mejor que me escuches antes de decidirte.

Dudó un momento, miró a su esposa. Los ojos de ella se clavaron en mi rostro y sus labios comenzaron a temblar.

—Él es bueno —dijo—. U-Usted… ¡él me ha hablado de usted! Él lo intenta con todas sus fuerzas, t-trabaja el doble de duro que usted y… ¡y todo lo que usted hace es burlarse de él! ¡É-Él… es su culpa! U-Usted puede andar por ahí y todo le es tan fácil, y él…

—No —dije—. Para mí no es fácil, señora Judge.

—¡Sí lo es! ¡Él me ha contado como son las cosas! Se burla de él porque todo es más fácil para usted y… y puede dilapidar todo su dinero, y todo lo que él puede hacer es… es…

Su voz se quebró y comenzó a sollozar.

—Midge, cariño. No deberías… —murmuró Tom.

—Está bien —dije—. Sé cómo se siente la señora Judge; creo que entiendo cómo debes haberte sentido tú. Pero ahora trato de ser tu amigo.

Ella se frotó la nariz contra el brazo y palmeó ligeramente al niño. Nos miró a mí y a su esposo y asintió con la cabeza.

—Habla con él, Tom. Y bebe otro trago.

Luego salió de la habitación y cerró la puerta tras ella ayudándose con el codo. Me senté a la mesa, y Tom se derrumbó en una silla que estaba frente a mí. Yo me había servido un trago. Esperé a que él tuviera el suyo.

—Está bien —afirmé—. Ésta es la primera pregunta. Ayer por la tarde, mi esposa llamó al periódico. Tú hablaste con ella. ¿Cuál fue el contenido de esa conversación?

—¿Q-Qué… qué es lo que te hace pensar…?

—Ella siempre acostumbraba llamar cuando llegaba a la ciudad. No habló con nadie más o me lo hubiesen comunicado. Tu escritorio está justo frente al mío. Tú debiste contestar esa llamada.

—¡P-Pero… no estoy siempre allí!

—Ella debió insistir hasta que alguien contestó el teléfono. Y si no hubiese encontrado a nadie, hubiera llamado a la centralita.

Bajó la vista y miró el gastado hule que cubría la mesa mientras sus dedos hurgaban en el bolsillo de la camisa. Saqué uno de mis cigarrillos, se lo puse en la boca y le alcancé una cerilla.

—No estoy enfadado, Tom —dije—. Si estuviera enfadado, no estaría sentado aquí. Y tú tampoco lo estarías… por mucho tiempo.

—¿Q-Qué? —Su cabeza se alzó de golpe—. ¿Qué quieres decir?

—Sabes muy bien lo que quiero decir. Pero comencemos desde el principio. Tú hablaste con ella. Hiciste que te diera el número de la cabaña. Luego le dijiste que yo estaría todo el día ausente y le sugeriste algo así como que te haría muy feliz ocupar mi lugar.

Su rostro regordete y estúpido enrojeció intensamente y extendió las manos.

—Brownie, yo… yo… Cristo, ¿qué puedo decir?

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