—Siéntate aquí a mi lado —dijo, y puso la mano encima de su muslo.
Ella le esquivó y le soltó una bofetada. Le pegó con la mano en que llevaba el anillo de casada y notó que le rasgaba la mejilla.
—Vete a casa ya —le increpó.
Dejó la copa encima de la mesa.
—Si no, ¿qué harás? —preguntó—. ¿Llamarás a la policía?
No contestó. Pero Wallander vio que estaba furiosa.
Tropezó al levantarse.
De repente comprendió lo que había intentado hacer.
—Perdóname —se disculpó—. Estoy cansado.
—Lo olvidaremos —dijo—. Pero ahora debes marcharte.
—No sé qué me ha pasado —dijo dándole la mano.
Ella le tendió la suya.
—Lo olvidaremos —dijo—. Buenas noches.
Intentó decir algo más. En alguna parte de su conciencia confusa le roía el pensamiento de que había hecho algo imperdonable y peligroso. De la misma manera que cuando había conducido borracho después de la cita con Mona.
Se marchó y oyó que la puerta se cerraba tras él.
«Tengo que dejar de beber alcohol», pensó con rabia. «No lo controlo.»
Abajo en la calle inspiró el aire frío.
«Cómo se puede uno comportar de forma tan estúpida, joder», pensó. «Como un adolescente borracho, que nada sabe sobre sí mismo, ni sobre las mujeres ni sobre el mundo.»
Se fue caminando a su casa de la calle Mariagatan.
Al día siguiente comenzaría de nuevo la caza de los asesinos de Lenarp.
El 15 de enero por la mañana, Kurt Wallander se dirigió al mercado de flores y plantas que había en la salida hacia Malmö y compró dos centros de flores. Recordó que hacía ocho días había hecho el mismo trayecto hacia Lenarp y el lugar del crimen que aún ocupaba toda su atención. Pensó que aquella semana era la más intensa que había vivido en todos sus años como policía. Al ver su cara en el espejo retrovisor pensó que cada rasguño, cada chichón, cada matiz entre morado y negro le recordaban aquella semana.
La temperatura era de varios grados bajo cero. No hacía viento. El transbordador blanco de Polonia estaba entrando en el puerto.
Cuando llegó a la comisaría un poco después de las ocho, le dio a Ebba uno de los centros de flores. Al principio no quería aceptarlo, pero él vio que se alegraba por el detalle. El otro centro floral se lo llevó a su despacho. Sacó una de las tarjetas que guardaba en un cajón y pensó un buen rato en lo que le escribiría a Anette Brolin. Pensó demasiado rato. Cuando al final escribió unas líneas, había desistido de encontrar la expresión perfecta. Sólo le pidió que fuera indulgente con él por su arrebato de la noche anterior. Le echó la culpa al cansancio.
«Por naturaleza soy tímido», escribió. No era exactamente verdad.
Pero pensaba que era una forma de darle ocasión a Anette Brolin de poner la otra mejilla.
Estaba a punto de ir al pasillo de la fiscalía cuando Björk entró por la puerta. Como siempre, llamó tan suavemente que Kurt Wallander no se dio cuenta.
—¿Te han enviado flores? —preguntó Björk—. Te lo mereces, es verdad. Estoy impresionado por la rapidez con que resolviste el crimen del negro.
A Kurt Wallander no le gustó que Björk hablara del somalí como del negro muerto. Era una persona muerta la que estaba debajo de la lona en el barro, nada más. Pero por supuesto no se puso a discutir.
Björk iba vestido con una camisa floreada que había comprado en España. Se sentó en la silla coja de madera al lado de la ventana.
—He pensado que deberíamos repasar el asesinato de Lenarp —dijo—. He estudiado el material de investigación. Parece que hay muchas lagunas. Pensaba encargar a Rydberg la responsabilidad principal de la investigación, mientras tú te concentras en hacer hablar a Rune Bergman. ¿Qué te parece?
Kurt Wallander contestó con otra pregunta.
—¿Qué dice Rydberg?
—No he hablado con él todavía.
—A mí me parece más lógico al revés. A Rydberg le duele la pierna y aún queda mucho trabajo de a pie en esa investigación.
Lo que decía Kurt Wallander era verdad. Pero no fue por consideración a Rydberg y a su pierna por lo que sugirió que se hiciera a la inversa.
No quería dejar la caza de los asesinos de Lenarp. Aunque el trabajo policial se hacía en equipo, pensaba que los asesinos eran suyos.
—También hay una tercera posibilidad —dijo Björk—. Que Svedberg y Hanson se encarguen de Rune Bergman.
Kurt Wallander asintió con la cabeza. Estaba de acuerdo con Björk.
Björk se levantó de la silla coja.
—Necesitamos muebles nuevos —reconoció.
—Necesitamos más policías —contestó Kurt Wallander.
Cuando Björk se marchó, Kurt Wallander se sentó a la máquina de escribir y redactó un extenso informe sobre la aprehensión de Rune Bergman y Valfrid Ström. Se esforzó por escribir un informe al que Anette Brolin no tuviera nada que objetar. Tardó más de dos horas. A las diez y cuarto sacó la última hoja del rodillo, firmó el informe y se lo dejó a Rydberg.
Rydberg se encontraba en su escritorio con cara cansada. Cuando Kurt Wallander entró en su despacho, estaba acabando una conversación telefónica.
—He oído que Björk quiso separarnos —dijo—. Me alegro de no tener que ocuparme de ese Bergman.
Kurt Wallander colocó el informe sobre su mesa.
—Léetelo —dijo—. Y si no tienes nada que objetar, se lo entregas a Hanson.
—Svedberg ha hecho otro intento con Bergman esta mañana —le contó Rydberg—. Pero todavía no dice nada. Aunque los cigarrillos encajan. La misma marca que había en el barro al lado del coche.
—Me pregunto qué se descubrirá —dijo Kurt Wallander—. ¿Qué hay detrás? ¿Nuevos nazis? ¿Racistas con ramificaciones en Europa? ¿Cómo coño se puede cometer un crimen de esa clase? ¿Salir a la carretera y pegarle un tiro a una persona totalmente desconocida? ¿Sólo porque da la casualidad de que es negro?
—No sé —dijo Rydberg—. Pero esto es algo con lo que tendremos que aprender a vivir.
Acordaron verse media hora más tarde, en cuanto Rydberg hubiera leído el informe. Entonces se concentrarían en la investigación de Lenarp.
Kurt Wallander se encaminó hacia la oficina de la fiscal. Anette Brolin estaba en la audiencia. Dejó el centro floral a la chica de la recepción.
—¿Es su cumpleaños? —preguntó la chica.
—Algo así —contestó Kurt Wallander.
Cuando volvió a su despacho, su hermana Kristina estaba esperándole. Ya había salido cuando él se despertó por la mañana.
Le informó de que había hablado con un médico y con la asistenta social.
—Papá parece mejor —dijo—. No creen que esté entrando en una senilidad crónica. Tal vez fuera sólo un trastorno temporal. Hemos decidido intentar que vaya una asistenta regularmente a su casa. Quería saber si podrías llevarnos hoy sobre las doce. Si no tienes tiempo, quizá me dejes tu coche.
—Claro que os llevaré. ¿Sabemos quién será la asistenta?
—Voy a hablar con una señora que vive bastante cerca de papá.
Kurt Wallander asintió con la cabeza.
—Suerte que estás aquí —dijo—. No habría podido hacerlo yo solo.
Acordaron que él iría al hospital sobre las doce. Cuando su hermana se marchó, ordenó los papeles del escritorio y puso la carpeta gruesa con el material de investigación sobre Johannes y Maria Lövgren delante de sí. Era hora de volver a empezar desde el principio.
Björk había dado órdenes de que hubiera cuatro personas en el grupo de investigación hasta nuevo aviso. Como Näslund estaba en cama con gripe, sólo eran tres los que se reunieron en el despacho de Rydberg. Martinson permanecía callado y parecía tener resaca. Pero Kurt Wallander recordaba su actuación decisiva cuando se ocupó de la viuda histérica en Hageholm.
Empezaron con un escrupuloso estudio de todo el material.
Martinson pudo completarlo con diferentes datos que había sacado de su trabajo en los registros criminales centrales. Kurt Wallander sintió una gran seguridad ante aquel lento y metódico examen de los diferentes detalles. Para un observador ajeno, aquel trabajo probablemente sería aburrido y agotador. Pero para los tres policías la cosa era diferente. La verdad y la solución podrían encontrarse bajo la combinación de los detalles más insignificantes.
Marcaron los cabos sueltos que debían tratar en primer lugar.
—Tú te ocupas del viaje a Ystad de Johannes Lövgren —le dijo a Martinson—. Debemos saber cómo llegó a la ciudad y cómo volvió a casa. ¿Tendrá más cuentas bancarias que no conozcamos? ¿Qué hizo durante la hora que transcurrió entre las visitas a los dos bancos? ¿Se fue de compras a alguna tienda? ¿Quién lo vio?
—Creo que Näslund empezó a llamar a todos los bancos —dijo Martinson.
—Llámale a su casa y pregúntaselo —ordenó Kurt Wallander—. Esto no puede esperar hasta que esté bueno otra vez.
Rydberg visitaría a Lars Herdin y Kurt Wallander iría de nuevo a Malmö para hablar con Erik Magnuson, el hombre del cual Göran Boman sospechaba que era el hijo secreto de Johannes Lövgren.
—Los demás detalles quedan aplazados de momento —anunció Kurt Wallander—. Empezaremos con esto y nos vemos de nuevo a las cinco.
Antes de ir al hospital, llamó a Göran Boman a Kristianstad y hablaron sobre Erik Magnuson.
—Está trabajando en el Consejo General —dijo Göran Boman—. Por desgracia no sabemos en qué. Hemos tenido un fin de semana excepcionalmente problemático por peleas y borracheras. Apenas he podido hacer mucho más que tirar a la gente de las orejas.
—Ya le encontraré —dijo Kurt Wallander—. Te llamaré mañana por la mañana a más tardar.
Unos minutos después de las doce se marchó al hospital. Su hermana le esperaba en la recepción y juntos subieron en ascensor a la planta donde habían trasladado a su padre después de pasar en observación las primeras veinticuatro horas. Cuando llegaron, ya le habían dado el alta y estaba esperándolos en el pasillo, sentado en una silla. Llevaba el sombrero puesto y la maleta, con la ropa interior sucia y los tubos de pintura, estaba a su lado. Kurt Wallander no reconocía el traje.
—Se lo compré —dijo su hermana cuando le preguntó—. Hará más de treinta años que no se compra un traje nuevo, ¿verdad?
—¿Qué tal, papá? —preguntó Kurt Wallander cuando estuvo delante de él.
El padre lo miró fijamente a los ojos. Kurt Wallander comprendió que se había recuperado.
—Tengo ganas de volver a casa —dijo de forma escueta, y se levantó.
Kurt Wallander tomó la maleta y su padre se apoyó en Kristina. Ella se sentó con él en el asiento trasero durante el viaje a Löderup.
Kurt Wallander, que tenía prisa por llegar a Malmö, prometió volver hacia las seis. Su hermana se quedaría a dormir y le pidió que comprara comida para la cena.
El padre se cambió el traje por su mono de pintar. Ya estaba delante de su caballete continuando con su cuadro inacabado.
—¿Crees que se arreglará solo con la ayuda de la asistenta social? —preguntó Kurt Wallander.
—Tendremos que esperar para verlo —contestó su hermana.
Eran casi las dos de la tarde cuando Kurt Wallander torció por delante del edificio principal del Consejo General de la provincia de Malmöhus. Antes hizo una parada en el motel de Svedala para comer un plato rápido. Aparcó el coche y entró en la gran recepción.
—Busco a Erik Magnuson —le dijo a la mujer que abrió la ventanilla de cristal.
—Al menos tenemos tres Erik Magnuson trabajando en el Consejo General —contestó—. ¿A cuál de ellos busca?
Kurt Wallander sacó su placa de identificación y se la enseñó.
—No lo sé —dijo—. Pero nació a finales de los años cincuenta.
La mujer de detrás de la ventanilla se percató enseguida de lo que sucedía.
—Entonces tendrá que ser Erik Magnuson del almacén central —dijo—. Los otros dos son bastante mayores. ¿Qué ha hecho?
Kurt Wallander sonrió ante su irrefrenable curiosidad.
—Nada —respondió—. Sólo le haré unas preguntas de rutina.
Ella le describió el camino. Kurt Wallander le dio las gracias y volvió al coche.
El almacén del Consejo General quedaba en las afueras, en la parte norte de Malmö, en una zona cercana al puerto petrolero. Kurt Wallander anduvo buscando un buen rato hasta que lo encontró.
Entró por una puerta donde se leía: DESPACHO. A través de una gran ventana vio carretillas elevadoras de color amarillo que iban y venían entre interminables líneas de estanterías.
El despacho estaba vacío. Bajó por una escalera y llegó al gran local del almacén. Un joven de pelo largo hasta los hombros se disponía a apilar grandes sacos de plástico con papel higiénico. Kurt Wallander fue hacia él.
—Busco a Erik Magnuson —dijo.
El joven señaló hacia una carretilla amarilla que se había parado delante de un puente de carga donde estaban descargando un camión.
El hombre que estaba sentado en la carretilla era rubio.
Kurt Wallander pensó que Maria Lövgren raramente habría pensado en extranjeros si aquel chico le hubiera apretado la cuerda.
Desechó la idea con irritación. De nuevo, iba demasiado deprisa.
—¡Erik Magnuson! —gritó a través del ruido del motor.
El hombre le miró extrañado, antes de apagar el motor y bajar.
—¿Erik Magnuson? —preguntó Kurt Wallander.
—¿Sí?
—Soy de la policía. Me gustaría hablar contigo un rato.
Kurt Wallander observó su cara.
No había nada inesperado en sus reacciones. Sólo tenía cara de sorpresa. Una sorpresa completamente natural.
—¿Por qué? —preguntó.
Kurt Wallander miró a su alrededor.
—¿Hay algún sitio donde podamos sentarnos? —preguntó.
Erik Magnuson le llevó a un rincón donde había una máquina de café. También había una sucia mesa de madera y unos bancos a punto de romperse. Kurt Wallander metió un par de coronas en la máquina y le salió un café. Erik Magnuson se contentó con ponerse una ración de rapé.
—Soy de la policía de Ystad —empezó—. Me gustaría preguntarte acerca de un asesinato brutal en un pueblo llamado Lenarp. Tal vez hayas leído algo en los periódicos.
—Creo que sí. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
Kurt Wallander había empezado a hacerse la misma pregunta. El hombre que se llamaba Erik Magnuson parecía totalmente indiferente por haber recibido la visita de un policía en su lugar de trabajo.