También pensó que hacía poco menos de medio año había conducido en estado de embriaguez. En realidad debería ser un policía destituido.
«¿Por qué no se lo explico a Rydberg?», pensó. «¿Por qué no se lo cuento? ¿O ya lo sabe?»
El conjuro pasó por su cabeza.
«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»
—¿Qué tal te va? —preguntó con cautela.
La cara de Rydberg no era visible en la oscuridad.
—Ahora mismo no tengo dolores —contestó—. Pero mañana volverán. O pasado mañana.
Eran casi las dos de la madrugada cuando Kurt Wallander dejó a Rydberg, quien insistió en quedarse sentado en el balcón.
Dejó el coche y se fue caminando a casa.
La luna había desaparecido detrás de una nube.
De vez en cuando daba un traspié.
Tenía la voz de Maria Callas en la cabeza.
Se quedó un rato con los ojos abiertos en la oscuridad de su piso antes de dormirse.
Volvió a pensar en la violencia sin sentido. La nueva era, que tal vez exigiese otro tipo de policías.
«Vivimos en la era de los nudos corredizos», pensó. «La inquietud aumentará bajo el cielo.»
Luego se obligó a apartar esos pensamientos y empezó a buscar a la mujer negra en sus sueños.
La investigación había terminado.
Por fin podía descansar.