—Está bien —dijo Kurt Wallander—. ¿Me puedes sustituir en el hospital mañana por la mañana a las seis? Es decir, si no muere.
—Iré —dijo Martinson—. Pero ¿te parece lógico que tú estés allí sentado?
—¿Por qué no?
—Tú eres quien lleva la investigación. Deberías dormir.
—Una noche sí puedo —respondió Kurt Wallander y terminó la conversación.
Se quedó totalmente quieto mirando a la nada.
«¿Podremos con todo esto?», pensó. «¿O nos han tomado la delantera?»
Se puso el abrigo, apagó la luz del escritorio y abandonó el despacho. El pasillo que llevaba a la recepción estaba desierto. Metió la cabeza en la garita de cristal, donde la telefonista hojeaba una revista. Vio que era un programa para las carreras de caballos. «Todo el mundo juega a los caballos», pensó.
—Me han dicho que Martinson me ha dejado unos papeles —dijo.
La telefonista, que se llamaba Ebba y llevaba en la policía más de treinta años, asintió amablemente con la cabeza y señaló el mostrador.
—Tenemos una chica del centro de empleo juvenil. Guapa y amable, pero totalmente inútil. A lo mejor se le olvidó dártelos.
—Me voy —dijo Wallander—. Creo que estaré en casa dentro de un par de horas. Si ocurre algo, llámame a casa de mi padre.
—Estás pensando en la pobre mujer del hospital —afirmó Ebba.
Kurt Wallander asintió con la cabeza. —Una historia tremenda.
—Sí —admitió Kurt Wallander—. A veces me pregunto qué está pasando en este país.
Al salir por las puertas de cristal de la comisaría sintió en la cara el impacto de un viento frío y cortante, y se encorvó mientras corría hacia el aparcamiento. «Espero que no nieve», pensó. «Al menos hasta que demos con los visitantes de Lenarp.»
Se metió en el coche y buscó entre los casetes que guardaba en la guantera. Sin poder decidirse puso el Réquiem de Verdi. Había instalado unos costosos altavoces en el coche y las notas golpearon con fuerza sus tímpanos. Giró a la derecha y bajó por la calle Dragongatan hasta la autovía de Österleden. Unas hojas solitarias bailaban en la calzada y un ciclista luchaba contra el viento. Vio que el reloj del coche marcaba las seis. Sintió hambre de nuevo y, cruzando la carretera principal, entró en la cafetería de la gasolinera OK. «Cambiaré mis costumbres culinarias mañana», pensó. «Si llego un minuto después de las siete a casa de mi viejo, me dirá que lo he abandonado.»
Comió una hamburguesa especial.
Lo hizo tan deprisa que le provocó diarrea.
Cuando estaba sentado en el retrete se dio cuenta de que debería haberse cambiado de calzoncillos.
De repente notó un profundo cansancio.
Se levantó cuando alguien llamó a la puerta.
Puso gasolina y condujo hacia el este, a través de Sandskogen, y entró en la carretera de Kåseberga. Su padre vivía en una casa pequeña en medio del campo, entre el mar y Löderup.
Eran las siete menos cuatro minutos cuando el coche entró en el patio de grava que había delante de la casa. Aquel patio fue causa de la pelea más larga que hubo entre él y su padre. El que había antes tenía adoquines tan antiguos como la casa. Un buen día, a su padre se le ocurrió llenarlo de gravilla y, cuando Kurt Wallander protestó, se puso furioso.
—¡Yo no necesito ningún tutor! —exclamó.
—¿Por qué estropeas un patio de adoquines tan bonito? —preguntó Kurt Wallander.
Luego discutieron.
Pero finalmente el patio estaba cubierto por una gravilla gris que crujía bajo las ruedas del coche.
Wallander vio luz en la casita que servía de trastero.
«La próxima vez podría tratarse de mi padre», pensó de repente.
«Un asesino a la luz de la luna que le señale a él como el anciano idóneo para asaltarlo, tal vez matarlo.
»Nadie lo oiría si pidiera auxilio. No con este viento y el vecino más próximo, que es otro anciano, a quinientos metros…»
Acabó de escuchar el final del Dies irae antes de salir del coche y desperezarse.
Entró por la puerta del trastero, que era el estudio de su padre. Estaba allí como siempre, pintando sus cuadros.
El olor a aguarrás y a aceite que emanaba de su padre era uno de los recuerdos más antiguos de la niñez. Y su figura delante del caballete manchado, vestido con un mono azul marino y botas de goma recortadas.
A los cinco o seis años se dio cuenta de que su padre no pintaba el mismo cuadro año tras año.
Era el motivo el que nunca cambiaba.
Pintaba un paisaje melancólico de otoño, con un lago como un espejo, un árbol torcido con ramas sin hojas en primer plano y a lo lejos cadenas montañosas envueltas en nubes, que reflejaban colores irreales creados por el sol vespertino.
De vez en cuando añadía un urogallo sentado en un tronco en la parte exterior izquierda del cuadro. Regularmente recibían la visita de hombres con trajes de seda y pesados anillos de oro en los dedos. Iban en furgonetas oxidadas o brillantes coches de lujo y compraban los cuadros, con o sin urogallo.
De esta manera su padre había pintado casi el mismo cuadro toda la vida. Se ganaba la vida con los cuadros que se vendían en mercadillos o subastas.
Vivían en Klagshamn, en las afueras de Malmö, en una vieja herrería reformada. La infancia de Kurt Wallander y su hermana Kristina siempre estuvo envuelta en olor a aguarrás. Al quedarse viudo, su padre vendió la vieja herrería y se mudaron al campo. En realidad, Kurt Wallander nunca entendió por qué lo hicieron, su padre siempre se quejaba de la soledad.
Kurt Wallander abrió la puerta del trastero y vio que su padre estaba pintando un cuadro donde no habría urogallo. Pintaba el árbol en primer plano. Soltó un gruñido a modo de saludo y continuó moviendo el pincel.
Wallander se sirvió una taza de café de una cafetera sucia que había encima de un fogoncillo maloliente.
Miró a su padre, que casi tenía ochenta años, pequeño y encorvado; pero que irradiaba energía y fuerza de voluntad.
«Seré como él cuando me haga mayor», pensó.
«De niño me parecía a mi madre. Ahora me parezco a mi abuelo. ¿Me pareceré a mi padre al envejecer?»
—Sírvete una taza de café —dijo el padre—. En un momento estoy.
—Ya me la he servido.
—Tómate otra taza, pues —añadió su padre.
«Está de mal humor», pensó Kurt Wallander. «Es un tirano de humor variable. ¿Qué querrá de mí?»
—Tengo muchas cosas que hacer —dijo Kurt—. Tengo que trabajar toda la noche. Me pareció que querías algo de mí.
—¿Por qué tienes que trabajar toda la noche?
—Voy a estar en el hospital.
—¿Por qué? ¿Quién está enfermo?
Kurt Wallander resopló. Aunque él mismo había practicado muchos interrogatorios, nunca llegaría a igualar la insistencia con que su padre lo sonsacaba. Y esto sin interesarse en absoluto por su profesión de policía. Wallander sabía que para su padre había sido una profunda desilusión que él a los dieciocho años decidiera convertirse en policía. Pero nunca pudo saber cuáles eran las esperanzas que su padre había depositado en él.
Intentaba hablar de ello, pero nunca lo conseguía.
En las pocas ocasiones en que podía encontrarse con su hermana Kristina, que vivía en Estocolmo y tenía una peluquería, había intentado preguntárselo a ella, que se llevaba muy bien con su padre. Pero ella tampoco sabía darle una respuesta.
Se bebió el café tibio y pensó que quizá su padre habría deseado que él alguna vez tomara el pincel y así hubiera otra generación que siguiera pintando el mismo motivo.
De repente su padre dejó el pincel y se limpió las manos con un trapo sucio. Al acercarse a Kurt Wallander y servirse una taza de café, Wallander notó el mal olor a ropa sucia y a cuerpo sin lavar de su padre.
«Cómo se le dice a un padre que huele mal?», pensó Kurt Wallander.
«¿Estará ya tan viejo que no se las arregla solo?
»¿Qué hago entonces?
»No puedo tenerlo en casa, imposible. Nos mataríamos.»
Observó al padre, que se limpiaba la nariz con una mano mientras sorbía el café ruidosamente.
—Hace mucho que no vienes a verme —le reprochó.
—¡Estuve aquí anteayer!
—¡Media hora!
—Estuve aquí de todos modos.
—¿Por qué no quieres verme?
—¡Claro que quiero verte! Pero a veces tengo muchísimo trabajo.
El padre se sentó encima de un viejo trineo roto que crujía bajo su peso.
—Sólo quería decirte que tu hija vino a verme ayer.
Kurt Wallander se quedó atónito.
—¿Linda estuvo aquí?
—¿No oyes lo que te digo?
—¿Por qué?
—Quería un cuadro.
—¿Un cuadro?
—Al contrario que tú, ella aprecia lo que hago.
A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía.
Linda nunca había mostrado interés por su abuelo, excepto cuando era muy pequeña.
—¿Qué quería?
—¡Un cuadro te he dicho! ¡No me estás escuchando!
—Te escucho. ¿De dónde vino? ¿Adónde iba? ¿Cómo coño llegó hasta aquí? ¿Tengo que preguntártelo todo?
—Llegó en coche —dijo el padre—. Un joven con la cara negra la trajo.
—¿Qué quieres decir? ¿Un negro?
—¿No has oído hablar de negros? Era muy amable y hablaba perfectamente el sueco. Le regalé el cuadro y luego se fueron. Pensé que, como tenéis tan mala relación, querrías saberlo.
—¿Adónde iban?
—¿Cómo lo voy a saber?
Kurt Wallander comprendió que ninguno de los dos sabía dónde vivía. A veces se quedaba a dormir en casa de su madre. Pero luego desaparecía otra vez y seguía sus propios caminos desconocidos.
«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Divorciados o no, tenemos que hablar. No resisto más.»
—¿Quieres un trago? —preguntó el padre.
Lo último que Wallander quería era un trago. Pero sabía que era inútil negarse.
—Sí, por favor —contestó.
El trastero estaba unido por un pasillo con la casa de techo bajo y escasamente amueblada. Kurt Wallander vio enseguida que estaba sucia y sin arreglar.
«El no ve el desorden», pensó. «¿Por qué no me he dado cuenta?
»Tengo que hablar con Kristina sobre esto. Ya no puede vivir solo.»
En aquel momento sonó el teléfono. Contestó su padre.
—Es para ti —refunfuñó, sin intentar disimular su irritación.
«Linda», pensó. «Seguramente es ella.»
Era Rydberg desde el hospital.
—Se ha muerto —anunció.
—¿Volvió en sí?
—Sí, en efecto. Diez minutos. Los médicos pensaban que había pasado la crisis. Y se murió.
—¿Dijo algo?
La voz de Rydberg tenía un tono dubitativo cuando contestó.
—Creo que es mejor que vengas a la ciudad.
—¿Qué dijo?
—Algo que no te gustará oír.
—Iré al hospital.
—Mejor a la comisaría. Te he dicho que está muerta.
Kurt Wallander colgó.
—Tengo que irme —declaró.
Su padre lo miró con rabia.
—No me quieres —afirmó.
—Volveré mañana —dijo Kurt Wallander preguntándose qué haría con la dejadez en la que vivía su padre—. Mañana seguro que vuelvo. Hablaremos, prepararemos la comida. Podremos jugar al póquer si quieres.
Aunque Wallander era un pésimo jugador de cartas, sabía que eso lo aplacaría.
—Vendré a las siete —recalcó.
Luego se dirigió otra vez a Ystad.
A las ocho menos cinco empujó las mismas puertas de cristal por las que había salido dos horas antes. Ebba le saludó.
—Rydberg está en el comedor —dijo.
Y así era, delante de una taza de café. Al ver su cara, Kurt Wallander comprendió que algo desagradable le esperaba.
Kurt Wallander y Rydberg estaban solos en el comedor. De lejos les llegaba el alboroto de un borracho que protestaba en voz alta por haber sido arrestado. Aparte de eso había silencio. Sólo se oía el suave zumbido de los radiadores. Kurt Wallander se sentó frente a Rydberg.
—Quítate el abrigo —dijo Rydberg—. Con el viento que hace tendrás frío al salir.
—Primero quiero oír lo que tienes que decirme. Luego decidiré si me quito el abrigo o no.
Rydberg se encogió de hombros.
—Se murió —dijo.
—Eso ya lo entendí.
—Pero volvió en sí un momento antes de fallecer.
—¿Y habló?
—Hablar, lo que se dice hablar, quizás es demasiado decir. Balbuceó. O murmuró.
—¿Pudiste grabarlo?
Rydberg negó con la cabeza.
—No se podía —dijo—. Casi era imposible oír lo que decía. Estaba delirando. Pero anoté todo lo que estoy seguro de haber entendido.
Rydberg sacó una vieja libreta rota del bolsillo. Estaba sujeta por una goma ancha y había un lápiz metido entre las hojas.
—Dijo el nombre del marido —empezó Rydberg—. Creo que intentaba preguntar cómo se encontraba. Luego murmuró algo que me fue imposible entender. Y entonces yo intenté preguntarle: ¿Quiénes os visitaron durante la noche? ¿Los conocíais? ¿Qué aspecto tenían? Ésas eran mis preguntas. Las repetí mientras estuvo despierta. Y creo que llegó a entender lo que le decía.
—¿Qué contestó?
—Sólo logré entender una cosa. «Extranjero.»
—¿«Extranjero»?
—Eso es. «Extranjero.»
—¿Quería decir que los que los mataron eran extranjeros?
Rydberg asintió con la cabeza.
—¿Estás seguro?
—¿Suelo decir que estoy seguro sin estarlo?
—No.
—Pues eso. Ahora sabemos que su último mensaje para el mundo era la palabra extranjero. Como respuesta a quién cometió esa monstruosidad.
Wallander se quitó el abrigo y fue en busca de una taza de café.
—¿Qué coño habrá querido decir? —murmuró.
—He estado pensando mientras te esperaba —contestó Rydberg—. Tal vez no tuvieran aspecto de suecos. Puede que hablaran un idioma extranjero o que hablaran sueco con acento. Hay muchas posibilidades.
—¿Cómo es el aspecto de un no sueco? —preguntó Kurt Wallander.
—Ya sabes lo que quiero decir —contestó Rydberg—. Mejor dicho, uno puede imaginarse lo que pensaba y quería decir.
—Por tanto podría ser fruto de la imaginación.
Rydberg asintió de nuevo.
—Es absolutamente factible.
—Pero no muy probable.
—¿Por qué iba a emplear los últimos momentos de su vida para decir algo que no fuera verdad? Las personas mayores no suelen mentir.
Kurt Wallander tomó un sorbo del café tibio.