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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Ash, La historia secreta (51 page)

BOOK: Ash, La historia secreta
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El noble levantó las cejas desvaídas.

—Sí. Sí, señora. Podéis acudir. Debo decidir lo que habéis de decir. Lamentablemente, al parecer es posible que os haya impedido aceptar un contrato más generoso que el que yo pueda ofrecer mientras Richard de Gloucester
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retenga mis tierras.

¿Y cuánto nos pagas tú? Ni una centésima parte de lo que nos podría pagar Carlos
Temaraire
[89]
,
eso seguro. Mierda
.

—Quedaos y comed conmigo, mi señor. Debéis darme vuestras órdenes. Puedo agasajar también a vuestro séquito. —Ash cogió aliento—. Pretendo reunirlos a todos ahora y pasar revista, para así poderos decir el número exacto de nuestras fuerzas. El maese Anselm quizá ya os haya dicho que dejamos Basilea de una forma un tanto precipitada. Habéis hecho un buen negocio. Mi señor.

—La pobreza es peor amo que yo, señora.

Ash examinó el jubón raído del noble y pensó,
despojado de sus privilegios y en el exilio
.

—Eso espero, sinceramente —murmuró por lo bajo. Y luego—: ¡Disculpadme, su Gracia!

Cuando los hombres del pequeño séquito del Conde se acercaron a él, Ash le dio a Godluc unos golpecitos con las espuelas y se adelantó al trote. Era consciente de que Florian caminaba al lado de su estribo y que Godluc intentaba morder al cirujano. Empezó a dolerle la cabeza. Se detuvo delante de las figuras jadeantes de Robert Anselm, Angelotti y ahora también Geraint ab Morgan. Desde la silla contempló el campamento que se extendía más allá de sus cabezas y lo examinó con ojo crítico para percibir los detalles de lo que era, en esencia, un caos.

—¡Por Jesucristo sobre el Madero!

Visto en detalle era peor que a primera vista. Había hombres tirados bebiendo alrededor de hogueras cubiertas de cenizas grises. Alabardas y archas estaban apoyadas en montones desordenados o descansaban inestables sobre las cuerdas. Hombres de armas a medio vestir hurgaban en ollas ennegrecidas. Las putas estaban sentadas en las carretas, comiendo manzanas y riéndose a carcajadas. El patético intento de la lanza de Euen Huw de vigilar la entrada la hizo estremecerse. Los niños corrían y chillaban demasiado cerca de las filas de caballos. Y la muralla de carretas iba bajando, en el río, hasta convertirse en una masa de pequeños refugios, más que nada mantas sobre palos, sin que se hiciera ningún esfuerzo por dejarlos a salvo del fuego o hacer posible la defensa.

—¡Geraint!

—¿Sí, jefe?

Ash miró furiosa a un ballestero lejano que llevaba las calzas desabrochadas y un sucio gorro blanco sobre el cabello enmarañado que le llegaba a los hombros. Estaba sentado sobre una carreta tocando un silbato en clave de C.

—¿Qué te crees que es esto, la puta feria de san Miguel? ¡Arregla a esos condenados mastuerzos antes de que nos despida Oxford! ¡Y antes de que lleguen aquí los visigodos y nos arreen una patada en el culo! ¡Muévete!

El sargento gales de los arqueros estaba acostumbrado a que le gritaran, pero la indignación sincera de su jefa hizo que se girara de inmediato y entrara en el campamento como una tromba; se metió entre las tiendas, pasó las grandes piernas por encima de las cuerdas con una agilidad considerable, y luego le bramó varias órdenes a cada lanza de hombres por la que pasaba. Ash se quedó sentada en la silla, con los puños en las caderas y lo contempló irse.

—En cuanto a ti —se dirigió a Anselm sin bajar la cabeza—. Se acabó lo que se daba. Olvídate de comer con tu antiguo señor. Para cuando salgamos de mi tienda, este campamento va a parecer recién sacado de Vegetius, y estos mamones adormilados van a parecer soldados. O bien tú no vas a estar aquí. ¿Tengo razón?

—Sí, jefe.

—Era una pregunta retórica, Robert, coño. Que formen, pasa revista; quiero saber a quién hemos perdido y con quién nos quedamos. Y en cuanto estén en el campo, que empiecen a practicar con las armas los ejercicios de rutina; la mitad están tirados por ahí poniéndose hasta las cejas y eso se acabó ahora mismo. ¡Necesito una escolta digna de entrar en el palacio del Duque Carlos conmigo!

Anselm se puso pálido.

La mercenaria gruñó:

—Tienes una hora. ¡A trabajar!

Florian, con la mano en el estribo de Godluc, lanzó una risita profunda e intensa.

—La jefa hace «
¡guau!
» y todo el mundo salta.

—¡No me llaman «la vieja hacha de batalla» por nada!

—Ah, ¿así que sabías eso? No estaba segura.

Ash contempló a Anselm, que volvía al campamento a la carrera, consciente de que, bajo la furiosa preocupación que sentía al ver que sus hombres no estaban seguros y bajo el miedo que la invadía al pensar en poner los pies en la corte más importante de Europa, una vocecita interna exclamaba
¡Dios, pero me encanta este trabajo!

—Antonio, quédate aquí. Quiero enseñarle al noble inglés tus armas, jamás he conocido a un noble al que no le interesaran los cañones, y así me lo quitaré de encima durante una hora. ¿Dónde está Henri?

Su senescal apareció ante la brida de Godluc, cojeando y apoyado en el brazo de Blanche.

—Henri, vamos a invitar a este conde inglés y su séquito en la tienda de mando. Que pongan juncos frescos, vajilla de plata y una comida decente, ¿de acuerdo? Veamos si podemos presentar una mesa para alguien del rango del conde.

—¡Jefe! ¿Con lo que cocina Wat? —El rostro horrorizado de Henri, enmarcado en una cofia de lino fue adoptando poco a poco una expresión de complacencia—. Ah, inglés. Eso significa que no sabe nada de comida y le importa aún menos. Dadme una hora.

—¡La tienes! ¡Angelotti, vete!

Hizo girar a Godluc con una presión de las rodillas y volvió lentamente hacia el estandarte cárdeno. La tela colgaba sin vida debido al calor. Los rostros de los hombres de armas brillaban húmedos y rojos bajo los yelmos. La mercenaria pensó,
todos y cada uno de los puñeteros campesinos se refugian del sol desde ahora hasta últimas horas de la tarde. Todos los comerciantes de Dijon están entre frescas paredes de piedra, escuchando a sus músicos. Apuesto a que hasta la corte del Duque está durmiendo la siesta. ¿Y qué nos dan a nosotros?

Menos de cinco horas para prepararnos
.

—¡Mi señora capitán! —gritó de Vere.

Se acercó cabalgando al inglés.

El Conde de Oxford, hablando (como había estado hablando hasta ahora) en el dialecto borgoñés del Ducado, señaló a sus jóvenes caballeros y solo dijo:

—Estos son mis hermanos, Thomas, George y Richard, y mi buen amigo, el vizconde Beaumont.

Todos sus hermanos aparentaban más o menos veintitantos años; el noble que quedaba era un poco mayor. Todos ellos tenían el cabello rubio, rizado, a la altura de los hombros y el mismo aspecto desarrapado en la armadura de las piernas, las brigantinas, y las empuñaduras de las espadas, con el cuero ya muy desgastado.

El que parecía el más joven de los hermanos de Vere se irguió en la silla y dijo con un claro inglés de Anglia oriental:

—¡Se viste como un hombre, John! Es una fulana. ¡No necesitamos a alguien como ella para sacar al falso Eduardo del trono!

Otro hermano, cuyos ojos azules se entrecerraban, dijo:

—¡Mira esa cara! ¡A quién le importa lo que es!

Ash se acomodó sobre su caballo de guerra y examinó a los cuatro hermanos con expresión relajada. Volvió la cabeza hacia el noble restante, Beaumont. Con el inglés que recordaba de la campaña que había hecho allí, comentó:

—No me extraña que digan lo que dicen de los modales ingleses. ¿Tenéis algo que añadir a eso mi señor Vizconde?

El Vizconde de Beaumont levantó una mano aún embutida en el guantelete, en un gesto de rendición. Tenía chispas en los ojos y una expresión apreciativa. Cuando habló, la falta de un diente hizo que su voz adquiriera un tono suave muy atractivo.

—¡Yo no, señora!

La mercenaria se dirigió de nuevo al Conde de Oxford.

—Mi señor, vuestro hermano, aquí presente, no es el primer soldado que me insulta por ser mujer... ¡no en unos veinte años!

—Me avergüenzo de la falta de cortesía de Dickon
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. —John de Vere hizo una reverencia desde la silla. Y al parecer confiando en ella dijo—: Mi señora capitán, vos sabéis cuál es la mejor forma de manejarlo.

—¡Pero si es una débil mujer! —El hermano menor, Richard de Vere, volvió los asombrados ojos azules hacia ella y soltó—. ¿Qué sabes hacer?

—Ah, ya veo... Crees que mi señor no me contrató por mi talento en la lucha —dijo Ash con brusquedad—. Tú crees que me contrató solo porque quiere interrogarme sobre el general visigodo y la invasión que se dirige hacia aquí y porque crees que Robert Anselm dirige esta compañía y está al mando en el campo de batalla. ¿Tengo razón?

Uno de los de Vere medianos, Tom o George, dijo:

—El Duque Carlos debe de ser de la misma opinión. Eres una mujer, ¿qué otra cosa sabes hacer salvo hablar?

El Conde de Oxford dijo educadamente.

—Este es mi hermano George, señora.

Ash apartó un poco a Godluc para enfrentarse al hermano menor.

—Te diré lo que sé hacer, maese Dickon de Vere. Sé razonar, sé hablar y sé hacer mi trabajo. Sé luchar. Pero si un hombre no cree que puedo mandar o cree que soy débil o no se echa al suelo cuando lo venzo en buena lid (que es como suelo arreglarlo con los reclutas), o cree que la mejor respuesta al razonamiento de una mujer es violarla... entonces sé matarlo.

El rostro del menor de los de Vere se puso rojo desde el cuello hasta el nacimiento del pelo. En parte por vergüenza, en parte, supuso Ash, porque se dio cuenta de que seguramente era verdad.

—Te sorprendería saber cuántos problemas te ahorra. —La joven esbozó una amplia sonrisa—. Cielo, no tengo que convencerte de que no soy ninguna sabandija. Solo tengo que luchar contra los enemigos de tu señor hermano razonablemente bien y sobrevivir para que me paguen.

Dickon de Vere, muy pálido, se quedó mirando sin parpadear, de repente muy erguido en la silla. Ash se volvió otra vez hacia el Conde de Oxford.

—No tengo que caerles bien, mi señor. Solo tienen que dejar de pensar en mí como en una hija de Eva.

Se oyó un bufido por parte del vizconde Beaumont, una palabras en inglés entre los cuatro hermanos, tan rápidas que no pudo seguirlos, y luego, el hermano más joven se sonrojó, estalló en carcajadas y solo los dos medianos siguieron mirándola furiosos. El Conde se pasó la mano por la boca, quizá para ocultar una sonrisa.

Ash entrecerró los ojos para protegerlos del sol. Sentía que el sudor le enmarañaba el cabello debajo del gorro de terciopelo. Godluc emitía un fuerte olor a caballo y arreos de cuero; para la mercenaria era un olor tranquilizador.

—Ya es hora de que me deis las órdenes, mi señor —dijo con alegría. Y luego, mirándolo a los ojos—. Esta es mi compañía, mi señor Conde. Las ochenta lanzas. Y me gustaría saber algo. Somos demasiado grandes para ser una escolta y demasiado pequeños para ser un ejército, ¿por qué nos habéis contratado?

—Más tarde, señora. Cuando comamos. Hay tiempo suficiente antes de que visitéis al Duque.

A punto de insistir, Ash se dio cuenta de que Godfrey abandonaba en esos instantes una conversación en la puerta del campamento con tres o cuatro hombres mal vestidos y una mujer con un hábito verde. La cruz pectoral de madera del sacerdote le rebotaba en el pecho mientras cruzaba la hierba con grandes pasos y la túnica ondeaba entre sus talones desnudos.

—Creo que mi escribano me necesita. ¿Os parece que aquí el maese Angelotti os muestre nuestros cañones? Están a la sombra... —Señaló hacia los árboles, al borde del río.

Al encontrarse con los ojos de de Vere, la mercenaria fue consciente de que el noble inglés era perfectamente consciente de la estratagema, estaba perfectamente acostumbrado a semejantes cortesías y estaba dispuesto a consentirlas.

Ash se levantó por un momento en la silla y se inclinó al tiempo que Angelotti cogía la brida del Conde y lo llevaba hacia el campamento.

—¿Godfrey?

—¿Sí, niña?

—¡Ven conmigo! —Puso a Godluc al paso con Godfrey al estribo—. Cuéntame todo lo que hayas averiguado sobre la situación en Dijon mientras yo inspecciono el campamento. ¡Todo! No tengo ni idea de lo que está pasando en la corte borgoñona y ¡tengo que plantarme delante del Duque dentro de cuatro horas!

Su tienda de mando, cuando llegó a ella, era un caos de sirvientes que entraban y salían a toda prisa, ponían la mesa y sembraban la paja acre del suelo de juncos frescos y dulces. Ash irrumpió detrás de la cortina que separaba ambas partes y se vistió para la siguiente comida con grandes prisas, sabiendo que aquel sería el atavío con el que se presentaría ante el Duque.

—¡Es Borgoña, Florian! ¡No hay nada mucho mejor!

Floria del Guiz estaba sentada con las piernas cruzadas encima de un cofre, y no parecía demasiado impresionada. Levantó las piernas a toda prisa para quitarlas de en medio.

—No sabes si vas a luchar con el Duque. El conde chiflado de Robert podría llevarnos a Dios sabe dónde.

—De Vere quiere enfrentarse a los visigodos. —Ash tenía los antebrazos levantados, hablaba con Floria sin prestarle ninguna atención a Bertrand y Rickard que le abrochaban los ojales del jubón hasta las muñecas. Las mangas se abullonaban a la moda en los hombros.

Bertrand se quejó. Ash se removió, inquieta.

—No voy a tener el buen aspecto que debería, ¡esa puta se quedó con mi armadura!

El cirujano bebió de una copa de plata que les había arrebatado a los sirvientes de Henri Brant.

—¡Venga ya, ponte lo que quieras! No es más que un Duque.

—Que no es más que un... ¡no me jodas, Florian!

—Crecí con esto. —La mujer de largas piernas se secó el sudor de la cara—. Así que no tienes tu armadura, ¿y?

—¡Joder! —Ash no encontró palabras para explicar lo que significa ponerse una armadura completa, no tenía forma de decirle a Floria «¡pero te sientes como Dios cuando la llevas puesta! Y delante de toda esa gente, de todos estos malditos borgoñones, quiero sentirme orgullosa de mí y de la compañía...».

—¡Era un arnés completo! ¡Me costó dos años ganar el dinero para pagarlo!

Un cuarto de hora por la vela marcada vio cada cofre revuelto, Bertrand con los ojos llenos de lágrimas al pensar en volverlo a ordenar todo y Ash con quijotes alemanes atados a los muslos, armadura milanesa en la parte inferior de las piernas, una brigantina de terciopelo azul con ribetes de latón apagados contra la tela y un peto de acero pulido que, atado alrededor de la cintura por encima de la brigantina, terminaba en punta sobre el esternón, en un florón de metal calado. Se iba a asar de calor.

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