Atlántida (11 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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Pero ¿por qué recurría a él? ¿Al mismo hombre que la había violado?

De momento, era inútil preguntárselo. Le pidiera lo que le pidiera Sybil, tendría que obedecer. Después de lo que había hecho, estaba en sus manos.

La sesión de abdominales terminó por fin. Alborada se despegó los electrodos, recogió los cables meticulosamente hasta dejarlos tal y como venían de fábrica y guardó el aparato en el estuche. Después se levantó del suelo y fue al salón.

Marisa estaba leyendo en el sofá. El hijo de ambos, de nueve años, estaba delante de la televisión, ejecutando una especie de movimientos de karate. En la pantalla, un corpulento luchador en 3D recibía los golpes del niño.

—Muy bien, Luis —dijo Alborada, acariciándole la cabeza—. Tienes la misma coordinación que tu padre.

—¿Qué has dicho, papá? —dijo el niño, quitándose los auriculares inalámbricos. El juego entró en pausa automáticamente.

—Nada, hijo. Sigue.

Aquel niño era uno de los pequeños milagros de Alborada. A los veintiséis años, le habían detectado un cáncer de testículos con metástasis en los pulmones. Aunque aquella enfermedad tenía una tasa de supervivencia alta, a él se lo habían detectado tarde. El médico se empeñó en que tenían que extirparle ambos testículos, pero Alborada se negó.

—Nada ni nadie me ha derrotado en mi vida. El cáncer no va a ser una excepción.

La lucha contra el cáncer duró casi dos años y estuvo a punto de costarle la vida. Después de aquello, no le renovaron el contrato en el equipo de fútbol. Alborada comprendió que debía cambiar radicalmente su proyecto de vida, y entre sesiones de quimioterapia, empezó a estudiar comunicación audiovisual.

A los treinta estaba curado, con un solo testículo perfectamente fértil, un título universitario bajo el brazo y un puesto de trabajo en la productora de
Ultrakosmos.

El otro milagro era Marisa, su mujer. Alborada llevaba enamorado de ella desde los quince años, pero Marisa había cometido la estupidez de fijarse en Gabriel, el malote de la clase.

El problema de los chicos malos que tanto atraen a las mujeres es que, más que malos, acaban siendo dañinos. En opinión de Alborada, su antiguo compañero de colegio Gabriel Espada era una bomba de plutonio andante, que contaminaba a todo aquél a quien tocaba, empezando por el mismo. Personalmente, Alborada despreciaba la basura parapsicológica que se emitía en
Ultrakosmos.
Pero era un programa de la cadena, en el que él mismo había empezado su carrera en los medios, y había que respetarlo. Que Gabriel Espada, un presentador, ridiculizara a un invitado en directo era imperdonable, una gamberrada propia de alguien que todavía debía creer que seguía en el instituto.

Definición de Gabriel Espada: «Prototipo de capullo pretencioso que se las arregla para convertir en mierda todo lo que toca». Un tipo con talento natural, pero carente de toda disciplina. Uno de los principios básicos del código Alborada era:
«El hombre que no sabe adónde va jamás llegará a ninguna parte».
Y siempre que lo repetía en voz alta se imaginaba el rostro de Gabriel Espada.

Por suerte, Marisa había visto la luz y se había dado cuenta por fin de que seguir con Gabriel era arrojar su vida al vertedero.

No, se corrigió Alborada. No había sido por suerte. Si había convencido a Marisa de que dejara a Gabriel había sido gracias a su empeño. Como todo en su vida. Y sin saltarse las reglas: ni siquiera la había besado hasta que tuvo firmados los papeles del divorcio. Para Alborada no existían los atajos.

«Cuánto la quiero», pensó ahora, al verla sentada en el sofá, con la larga cabellera negra suelta sobre la camiseta, las piernas encogidas de lado y un libro sobre las rodillas.

Sabía exactamente por qué lo estaba pensando. Por culpa de Sybil Kosmos.

«Si la quisieras tanto, no habrías hecho lo que hiciste». Pero, por más que las imágenes que visualizaba al cerrar los ojos dijeran lo contrario, en realidad no había sido él, sino algo ajeno, una entidad extraña que lo había poseído.

«Cuéntale eso a la policía y al juez», se dijo.

—Tengo que salir, cariño —dijo, inclinándose para besar a Marisa en la frente—. Asunto de trabajo.

Marisa apartó el libro un momento y le miró.

—¿Un sábado y a estas horas?

La conspiración del vanadio,
rezaba el título. Una novela, y además de papel.

Alborada nunca había entendido por qué la gente leía libros que hablaban sobre cosas que sólo habían ocurrido en la mente de sus autores. Él, que había recibido varios seminarios de lectura rápida, sólo leía ensayos e informes, y con eso ya ocupaba horas más que suficientes como para perder el tiempo con ficciones.

Pero ahora prefirió ser amable y preguntarle a Marisa por el libro. Así podría cambiar de tema y no tendría que explicarle que iba a reunirse con Sybil Kosmos.

—¿Qué tal está la novela? ¿Te gusta?

—No está mal. Pero no acaba de convencerme el malo —dijo Marisa.

—¿Y eso?

—No sé, no tengo muy claras sus motivaciones.

—¿Es que los malos tienen que tener motivaciones?

—Yo creo que sí. Incluso cuando se comete el peor de los crímenes, uno tiene un motivo, seguro.

«¿Y si uno no posee un motivo?», se preguntó Alborada. «¿Y si es el motivo el que lo posee a él?».

Madrid, La Latina

Cuando Gabriel le preguntó qué significaba la frase
«Creo que los humanos vamos a desaparecer de la faz de la Tierra»,
Iris le brindó un curso acelerado de vulcanología.

—Los volcanes aparecen cuando las presiones y las tensiones del interior de la Tierra salen a la superficie, como el chorro a vapor de una olla. ¿Has oído hablar de la tectónica de placas?

La estudié. Pero me vendría bien refrescar la memoria.

La joven islandesa le pidió un folio y un bolígrafo, y dibujó un corte transversal de la Tierra. Ahora que estaba hablando de un tema que dominaba, se la veía mucho más relajada que mientras se movía a ciegas por los brumosos pantanos del tarot.

Por su parte, y casi sin darse cuenta, Gabriel se había despojado de la máscara de Ragnarok el Vidente. Ahora que era Iris quien hablaba, las convenciones del lenguaje corporal le permitían mirarla a los ojos sin apartar la vista de ellos.

—Esto que ves a la izquierda es una placa oceánica explicó Iris—. La dé la derecha es continental. En la superficie de la Tierra existen unas veinte placas de diversos tamaños. Unas son oceánicas y otras continentales, pero todas ellas flotan sobre la parte exterior del manto.

—Las capas de la Tierra —recordó Gabriel—. Corteza, manto y núcleo, ¿no es eso?

—Cierto.

El manto se encuentra debajo de la corteza y, como la temperatura asciende con la profundidad, allí abajo todo es roca fundida.

—Eso ya no es tan cierto. Debido a la enorme presión, las rocas que normalmente estarían fundidas mantienen el estado sólido.

—Eso pasa por hablar sin saber —reconoció Gabriel.

Iris le disculpó con una sonrisa.

—No te has equivocado del todo. La astenósfera, la capa superior del manto que se encuentra en contacto directo con la corteza, sí está fundida. Al menos en parte. Las placas de la corteza flotan encima de esa capa semilíquida y se desplazan muy lentamente.

Un el dibujo, la placa oceánica de la izquierda chocaba con la continental y, al hacerlo, se hundía debajo de ella en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados.

—Esto es lo que se llama un borde de subducción. La placa oceánica está compuesta por una roca más densa y pesada, principalmente basalto. En cambio la continental es sobre todo de granito, una roca más ligera.

Gabriel miró al pesado pisapapeles de granito que tenía a su derecha y deslizó sus dedos por su superficie pulida. Nunca habría pensado en aquella roca como algo ligero. Obviamente, todo era relativo.

—La placa más densa —continuó Iris— se introduce por debajo de la más ligera. De este modo, todo el material que antes formaba parte del fondo del mar se hunde paulatinamente. Y al hundirse…

—Se va calentando.

—Así es. Llega un momento en que toda esa roca se funde. Entonces se forman grandes burbujas de magma. Como son líquidas y tienen menos densidad que el resto de la roca, empiezan a subir. Es lo mismo que pasa con el gas en una copa de champán.

—Hasta ahí lo entiendo.

—Las burbujas de magma fundido y caliente llegan hasta el borde inferior de la placa continental. Su contacto hace que la roca inferior de la corteza se caliente y se acabe fundiendo, con lo que se convierte a su vez en magma que también intenta subir.

Iris dibujó cerca de la superficie un óvalo y lo rellenó de puntos.

—Cuando a pocos kilómetros por debajo de la superficie terrestre se acumula mucha roca fundida, forma lo que denominamos una cámara de magma. Ese magma se sigue calentando porque por debajo recibe la inyección constante de más material fundido.

—Y si se sigue calentando, se hará menos denso…

—…y querrá subir todavía más —completó Iris—. La presión del magma hace que busque fracturas o grietas entre las rocas, o si no las construye él mismo. Por esas chimeneas sube la roca fundida hasta que, por fin, llega a la superficie y sale al aire libre.

Y entonces tenemos un volcán.

Correcto. Siempre que tengamos en cuenta que por Loa volcanes no brota sólo lava fundida. El magma contiene vapor de agua y otros gases, comprimidos por las altísimas presiones del manto. Pero cuando el magma se acerca a la superficie, las burbujas de gas se expanden de forma brutal y…
¡pummmml

La joven imitó una explosión con las manos, acompañada por un sonido onomatopéyico que le hizo hinchar las mejillas. Aunque un gesto así no solía favorecer a nadie, a Gabriel le resultó simpático.

No. Simpático no. En realidad, le pareció adorable. Había conocido chicas más guapas que Iris. C, sin remontarse apenas en el tiempo. Pero aquella joven llegada del Círculo Polar Ártico poseía una calidez especial en la mirada y en la sonrisa que contradecía todos los tópicos que Gabriel había aprendido sobre los nórdicos.

—El magma caliente revienta en infinitas partículas que se proyectan por los aires —continuó Iris—: Fragmentos de piedra a los que llamamos «bombas», cenizas, aerosoles. Eso es lo que forma el penacho volcánico que se eleva a veces a más de treinta kilómetros de altura.

—Pensé que ese penacho consistía sólo de humo.

—No, hay mucho material sólido que acaba cayendo al suelo. Pero cuanto más pequeño sea ese material, más lejos llega. Las cenizas pueden caer a cientos de kilómetros de un volcán. Los aerosoles, que son partículas aún más pequeñas, pueden dar la vuelta al mundo y quedarse años suspendidos en las capas superiores de la atmósfera. Absorbiendo luz solar y provocando que la tierra se enfríe, de paso.

Gabriel volvió a mirar el croquis. Le venía bien que Iris lo hubiera dibujado. Así tenía una excusa para apartar la vista de ella. Sin saber por qué, al mirarla, en lugar de dirigir sus pupilas a la parte superior del rostro y la frente, tendía a centrar el foco más abajo, en el triángulo íntimo que se formaba entre los ojos y los labios.

En realidad sí sabía por qué. Porque le gustaban sus ojos, porque le gustaba ella. Lo malo era que, si insistía en mirarla así, iba a darse cuenta.

Pensó que sería mejor enfriarse centrándose, paradójicamente, en el magma fundido.

—Entonces, todos los volcanes aparecen cerca de las zonas donde chocan las placas tectónicas.

—No todos, aunque sí muchos. —De pronto Iris enrojeció levemente y apartó la mirada—. Debo estar aburriéndote. Los volcanes me apasionan tanto que cuando me pongo a hablar de ellos pierdo la noción del tiempo.

—De ninguna manera-respondió Gabriel, con toda sinceridad. Además, había decidido que no quería que Iris se fuese todavía. Herman podía esperar.

—No te he ofrecido nada. ¿Quieres tomar un café, un refresco?

Ella pareció sorprenderse, pero fue sólo un instante. —¡Claro! Un café me vendría bien. «Tampoco tiene muchas ganas de irse», pensó Gabriel.

—Ven conmigo —le dijo, levantándose de su trono de vidente.

Mientras recorrían el largo pasillo de camino a la cocina, Iris siguió explicándole.

—Como hemos visto, la corteza oceánica se hunde debajo de la continental en los bordes de subducción. Eso significa que tiene que levantarse por otra parte. De lo contrario, la Tierra encogería como una manzana vieja.

Al oír lo de la manzana, Gabriel se acordó por un instante de los contenidos de su propio frigorífico y arrugó la nariz. «Espero que Herman tenga su cocina más limpia que yo la mía», pensó. Pero cuando entraron en ella comprobó que se hallaba en perfecto estado de revista. No gracias a su amigo, que no era precisamente un estajanovista del hogar, sino a la señora Petro, que venía dos veces a la semana para limpiar.

Mientras Gabriel encendía la cafetera exprés y cargaba el filtro, Iris continuó con su explicación. Cuando decía que el tema la apasionaba, no mentía: por más que la interrumpieran, no perdía el hilo.

—Los lugares donde se crea corteza nueva son las llamadas dorsales oceánicas. Hay una de esas dorsales que atraviesa el centro del Atlántico, y de ella brota una placa hacia el este y otra hacia el oeste.

—Por eso Europa y África se alejan cada vez más de América —comentó Gabriel, que iba recordando poco a poco lecciones del libro de ciencias naturales.

—Justo. Esas dorsales son auténticas cordilleras submarinas, y a veces las montañas son tan altas que se levantan por encima del agua. Es lo que sucede con Islandia. Mi país está partido en dos por la fosa atlántica, y por eso no deja de crecer tanto hacia el este como hacia el oeste.

—O sea, que el que posea terrenos justo encima de esa fosa sólo tiene que sentarse para ver cómo crece su inversión.

—Si tiene mucha paciencia, sí.

—Ajá.

—Además, Islandia sufre más actividad volcánica que otros lugares porque está situada encima de una pluma del manto.

—Una pluma del manto. Eso es nuevo. ¿Entra también para el examen, profesora?

—Lo siento. —Iris sonrió y se le volvieron a marcar los hoyuelos—. Intento simplificar todo lo que puedo. No sabemos muy bien por qué, pero hay ciertas zonas fijas del interior de la Tierra en las que, independientemente de los movimientos de la corteza, se levantan gigantescas burbujas de roca fundida a las que llamamos plumas. ¿Has visto alguna lámpara de lava?

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