La lavadora le dio otra alegría. La noche en que conoció a C la había dejado funcionando.
De aquello habían pasado más de dos semanas.
Al menos, la ropa estaba seca, aunque podría haber olido mejor. Gabriel sacó aquel mazacote de tejidos varios, que cayó sobre el barreño con el sordo impacto de un ladrillo. No había más remedio que lavarlo todo otra vez, pero mientras arreglaba sus problemas con la compañía eléctrica lo mejor sería tenderla para que el viento se llevara consigo algunos microorganismos.
Cargado con el barreño, Gabriel subió el último tramo de escaleras. El tendedero estaba en la terraza del cuarto piso y era comunal, lo que significaba que en aquel momento lo compartían Gabriel y el vecino que vivía encima de él, un tipo del que sospechaba que era camello.
Entre sus propias blasfemias al ver que no tenía luz, los insultos dirigidos contra la compañía eléctrica y los gruñidos de asco al abrir el frigorífico, Gabriel no había oído los gemidos que venían del piso de arriba. Al llegar al tendedero se encontró con la causa. Un cachorrito de color canela estaba lloriqueando junto a la puerta del cuarto.
Gabriel llamó con los nudillos a la puerta del vecino.
—¡Eh, que te has dejado fuera a tu amiguito!
No obtuvo respuesta.
El cachorro se acercó a Gabriel meneando su minúscula colita. Gabriel se agachó y le acarició la cabeza redondeada. Era de una especie indeterminada, con ciertos rasgos de pequinés pero el morro más alargado. No debía haber cumplido ni un mes y era poco más que una bolita de pelo. En su collar de cuero se leía un nombre.
Frodo.
—¿Tienes hambre,
Frodo?
Gabriel dejó el barreño en un rincón de la terraza y se dirigió a su apartamento. El perrito le siguió, pero al Llegar al primer escalón se acobardó. Para él, el peldaño era como una tapia de dos metros. Gabriel lo cogió en la mano derecha, agarrándole bien por la tripa para no hacerle daño, y bajó con él. El cachorro estaba tibio y el pequeño corazón le palpitaba a toda velocidad.
En el frigorífico había un cartón de leche abierto que, cuando Gabriel lo tiró al fregadero, contribuyó a enriquecer la mezcla aromática de la cocina con una nota agria de cuajarones de yogur. Buscando en la pequeña alacena, lo único que encontró fue un minibrik de batido de chocolate. También le quedaban cuatro galletas ya rancias, pero cuando las desmigajó sobre el batido
Frodo
se las comió con gran entusiasmo.
Tienez un menzaje, gorunko,
le avisó el móvil. Era de Elena Collado.
Tienes una clienta a las ocho. Se llama Iris pero no me ha querido decir el apellido. Habla español con acento extranjero. Procura k kede contenta.
«Menos mal que no recibo a las clientas en mi casa», pensó Gabriel. Tenía que limpiar a fondo el frigorífico y el suelo con estropajo y lejía, pero estaba tan cansado que de momento se dejó caer sobre el taburete de la cocina.
Frodo
volvió a gemir, reclamando compañía, y Gabriel lo cogió y se lo puso en la rodilla. Después marcó el número de su amigo Herman, nombre de guerra de Germán Gil.
—¿Qué pasa, tío? —contestó Herman—. Iba a llamarte para felicitarte por tu cumpleaños.
—Puedes ahorrártelo. No hay nada que felicitar.
—Tú siempre tan agradecido.
—Escucha, estoy de vuelta en Madrid. Necesito tu piso a las ocho.
—Joder, Gabriel, siempre me avisas deprisa y corriendo. ¿ Y si he quedado con una tía?
—Las únicas tías con las que quedas tú son las hermanas de tu padre cuando te invitan a tomar chocolate a su casa.
—No sé si tengo partida de rol.
—Hoy es sábado. La partida de rol es los viernes.
Gabriel sabía que Herman estaba enfadado porque se había largado quince días de Madrid sin avisarle. A veces era más celoso que una novia.
—Bueno —resumió—, un poco antes de las ocho estoy en tu casa. Cuando termine con ella, nos tomamos algo en el Luque, ¿vale?
Al mismo tiempo que colgaba, Gabriel sintió algo cálido en su muslo.
Frodo
se había orinado en su pantalón. Dejó al cachorro en el suelo y se dijo:
—Feliz cuarenta y cinco cumpleaños.
Si alguien le hubiera dicho que ese mismo día empezaría a verse involucrado en la salvación del mundo, Gabriel Espada se habría reído en su cara.
La puerta de la caravana de Randall estaba entreabierta. Joey llamó con los nudillos y pasó directamente.
Randall estaba sentado en el suelo de linóleo, en la posición del loto, leyendo un libro que tenía aspecto de ser bastante antiguo.
—¡Hola, Randall! —saludó Joey—. ¿Qué estás haciendo?
Al ver que su amigo no respondía, Joey se acercó más a él y se inclinó para mirarle la cara.
—Randall…
Tenía los ojos abiertos, aparentemente clavados en el libro. Pero cuando Joey le pasó la mano por delante, ni siquiera parpadeó.
—¿Qué te pasa? ¿Estás haciendo yoga o algún rollo jedi?
«Está soñando con los ojos abiertos», pensó Joey. Había escuchado o leído en alguna parte que despertar a un sonámbulo podía ser fatal, así que prefirió dejarlo por el momento.
Detrás de Randall, sobre la mesa que por las noches convertía en cama, había varios libros más, diez o doce. Joey no los había visto nunca, así que imaginó que Randall debía tenerlos guardados en el arcón que había bajo la mesa-cama. Pasó al lado de su amigo, culebreando entre él y el pequeño frigorífico, ya que la caravana era bastante estrecha.
Los volúmenes, que no tenían título ni portada, estaban encuadernados en piel. Al abrirlos, comprobó que no estaban impresos, sino escritos a mano con una letra indescifrable. No por defecto de la caligrafía, pues los caracteres se veían trazados con pulso nítido y firme y en líneas perfectamente paralelas. Pero a Joey el alfabeto le resultaba tan desconocido como el élfico o el klingon.
Las hojas, con los bordes cortados a mano, no eran de papel, sino de un material amarillento más grueso y rígido. Al tocarlas, Joey las notó resbaladizas al tacto, como si estuvieran untadas en aceite, y pensó que tal vez eran de pergamino.
Mientras se dedicaba a pasar páginas, todas ellas garrapateadas con los mismos caracteres desconocidos, se preguntó quién habría escrito todo aquello. Joey habría jurado que algunos de esos libros tenían siglos de antigüedad. ¿Serían una herencia de la olvidada familia de Randall?
En varios de los manuscritos se veían ilustraciones coloreadas con tinta aguada. Algunos dibujos reproducían plantas, otros animales. También había figuras geométricas que parecían representar constelaciones o signos zodiacales, hombres y mujeres desnudos o vestidos con ropas muy extrañas, y paisajes y ciudades de arquitecturas diversas.
Tengo que dejarlo ya», pensó Joey, mirando de reojo a Randall. Pero su amigo seguía inmóvil, tanto que se acercó de nuevo a él para comprobar si respiraba.
Poniendo la mano delante de su nariz, notaba un leve soplo en el dorso. Cronometrando con su móvil, comprobó que esa espiración se repetía cada veintisiete segundos. ¿Cómo no se asfixiaba con tan poco aire?
—Randall. Randall, ¿estás bien?
Pero su amigo seguía absorto en su trance. Joey se inclinó sobre el libro que tenía apoyado en los muslos. Estaba escrito con la misma caligrafía que los demás, pero sus hojas se veían incluso más amarillentas.
Lo que más le llamó la atención fue el dibujo que había en la parte superior de la doble página, pero no lo distinguía bien, porque estaba al revés. Como no se atrevía a coger el libro para darle la vuelta, le hizo una foto con el móvil. Después, invirtió la imagen y la proyectó sobre la puerta de la caravana para examinarla.
El dibujo representaba una isla, o más bien dos. Había una isla exterior en forma de anillo, con una pequeña abertura por la que salía un barco, y otra en el centro de la bahía interior. Esa isla era en realidad una montaña, o más bien un volcán, a juzgar por la columna de humo y llamas que brotaba de su cima. Todo estaba rotulado con títulos ininteligibles, ya que el autor había empleado la misma caligrafía que para el resto de los libros.
Había también dos ciudades, una en cada isla. Las casas y los habitantes estaban representados con un tamaño desproporcionado, pues si el autor los hubiera dibujado a escala con el volcán habrían sido poco más que puntos de tinta.
En la ciudad interior, construida sobre la ladera del cráter, se levantaba una pirámide escalonada, como los teocalis de Chichen Itzá que Joey había visto en simulaciones 3D. Estaba rematada por una cúpula amarilla. Junto a ella, en lo alto de la pirámide, se veía a una mujer con falda de campana y una chaqueta abierta que dejaba ver sus pechos, y un tipo que la agarraba de la mano y llevaba unos cuernos en la cabeza.
Delante de la pareja había una especie de altar, y sobre el altar un hombre desnudo al que alguien le estaba arrancando el corazón. De nuevo, la imagen le recordó a Joey a los sacrificios mayas y aztecas.
«Esto se lo tengo que enseñar a los colegas de clase», pensó Joey, mientras enviaba la imagen directamente a su página de VTeeny.
El algoritmo de encriptación del móvil de Joey era tan sólo de 64 bits. De ellos, la mitad consistían en código vacío, pues desde hacía años a las autoridades les interesaba controlar las comunicaciones telefónicas y las compañías no les oponían demasiada resistencia. En cuanto a los archivos del VTeeny de Joey, ni siquiera estaban codificados, ya que ni se le había pasado por la cabeza protegerlos: no tenía cuentas bancarias, documentos comprometedores, ni guiones de cine que pudieran plagiarle.
Apenas habían pasado un par de minutos cuando un potentísimo motor de búsqueda que rastreaba Internet constantemente detectó unos patrones familiares en las imágenes que Joey acababa de enviarse a sí mismo. Fue la peculiar caligrafía de los libros de Randall la que disparó una señal de alarma, pues el buscador estaba programado para rastrear un sistema de escritura singular del que, hasta el momento, sólo se conocía una muestra en el mundo: el misterioso manuscrito conocido como el Códice Voynich.
Sin saberlo, Joey acababa de revelar el paradero de Randall a dos enemigos que llevaban buscándolo desde tiempo inmemorial.
Iris Gudrundóttir nunca había hecho algo así. Estaba tan nerviosa que, cuando llamó al timbre de la vieja casa que le habían indicado, le temblaban las rodillas.
«Acabo de cumplir treinta años. Ya soy mayorcita y puedo hacer lo que quiera. Incluso esto».
Se imaginó a Finnur diciéndole «Me has decepcionado». Desde luego, no so lo pensaba contar. Ni ahora ni nunca.
«No tienes por qué sentirte culpable», se repitió. A veces una mujer necesita algo distinto. Sobre todo si su pareja se empeña en no comprender lo que pide. «Estoy en crisis», se justificó, y la voz de su superyó le respondió: «Y por eso vas a gastarte cuatrocientos euros en algo que no te atreverás a confesarle a tu novio».
Volvió a llamar al timbre. Por fin, dentro de la vivienda se oyó el crujir de unos pasos sobre un suelo de madera y la puerta se abrió rechinando.
Al otro lado apareció un hombre de cuarenta y tantos años. Llevaba gafas, tenía entradas y lucía unas patillas largas y espesas. Debía medir cerca de uno ochenta y era muy corpulento. No habría sido correcto llamarlo «gordo», sino más bien fuerte, pero la camiseta de Lobezno se ceñía a una panza que sugería afición a la cerveza y a la comida rica en colesterol.
—¿Vienes a buscar a Ragnarok?
Iris suspiró aliviada. No era él.
—Sí.
—Pasa.
Entraron a un recibidor que comunicaba con un larguísimo corredor. El hombre abrió la primera puerta de la derecha y le cedió el paso.
Ragnarok. Si Iris se había decidido a contratar sus servicios era por el nombre que había elegido. Ragnarok, el Crepúsculo de los Dioses, el día del fin del mundo. La batalla definitiva entre los Aesir, los dioses que habitaban en la mansión celeste de Asgard, y los poderes del Caos.
Iris se había criado escuchando la mitología nórdica. Cuando se acostaba, su madre le leía relatos de una versión para niños del
Edda
de Snorri Sturlurson. Pero le gustaba mucho más cuando se los contaba su abuela Brynja, que se los sabía de memoria y ponía voces distintas a cada uno de los personajes: el sabio y poderoso Odín; el noble heraldo Heimdal; Loki, el astuto dios del fuego; Midgard, la aterradora serpiente mundial; la gélida Hel, soberana de la muerte…
Ya nadie le leía ni le contaba historias del
Edda.
Su madre y su abuela habían muerto. En cuanto a Finnur, no le gustaban los mitos, y cuando veía a Iris leyendo algo sobre los antiguos dioses le decía: «Cualquier día te vestirás de vikinga para juntarte con esos chalados del Ásatrúarfélagiδ
[2]
—Espera aquí, por favor. Perdona, ¿cómo te llamas?
—Iris.
—¿Iris a secas?
Iris Gudrundóttir
El tipo de las patillas hizo esfuerzos visibles y audibles para repetir y memorizar su nombre, y después le dijo:
Voy a ver si Ragnarok ya está disponible. Enseguida le aviso.
Iris se quedó a solas en la habitación. El mueble más llamativo era una enorme pantalla de televisión conectada a un par de consolas de videojuegos. Sobre la alfombra raída se veían varios mandos, volantes, sensores de movimiento y hasta una espada inalámbrica, todo ello tirado sin la menor pretensión de orden. Al lado había un sillón con ruedas y un puf, pero Iris estaba demasiado nerviosa para sentarse y prefirió examinar las estanterías que cubrían dos de las paredes.
En ellas tan sólo encontró cómics. Sobre todo de Marvel, aunque no faltaban algunos de DC como
Batman
o
Sandman
.
Su dueño los había organizado por orden alfabético, Iris encontró a Thor en la T y, por curiosidad, sacó un ejempla r. «Qué inmadurez», pensó al ver al dios del trueno combatiendo contra villanos ataviados con ridículos disfraces. Pero cuando siguió hojeando y encontró una página doble en la que Asgard y el puente del arco iris se recortaban contra las estrellas, se quedó embobada.
—Ya puedes pasar.
Casi dio un respingo, porque estaba tan distraída que no había visto entrar a su anfitrión. Pasó a su lado para salir de la estancia, pero luego le oyó soltar un gruñido y se volvió.