Mientras el haz de su linterna bailaba como un fantasma huidizo sobre los escalones, Rena tuvo una extraña visión en la que se contempló a sí misma tumbada en un altar bajo una cúpula dorada y con el corazón arrancado del pecho.
Y fue el corazón lo que empezó a dolerle, incluso antes que las piernas. Jamás había tenido problemas con él ni con la circulación, salvo unas pequeñas varices de las que se había operado tres años antes. Pero cuando llegó a la bodega de las ánforas y a la escalera por la que se había caído durante el seísmo, notó cómo las pulsaciones se le aceleraban más de lo que recordaba haber sentido en toda su vida.
Me va a dar un infarto», pensó.
Sin embargo, no podía dejar de correr. Salió a la calle de los Caldereros y giró hacia el sur, buscando la salida de las excavaciones.
—¡Alto!
La orden taladró su nuca y sus riñones como un clavo. Rena se frenó en seco y se dio la vuelta. El hombre de los cuernos de toro, que había salido ya del sótano, avanzó hacia ella con la antorcha en la mano, pero se detuvo a unos pasos.
Rena apoyó las manos sobre las rodillas y trató de recuperar el aliento. Le fue imposible. El miedo que le infundía aquel hombre era algo animal, visceral, y le impedía respirar más que unas breves bocanadas de aire que apenas llenaban sus pulmones.
Lejos de ralentizarse, sus pulsaciones se dispararon. Al mismo tiempo que una nueva oleada de miedo encogía sus tripas, Rena sintió cómo un puño helado entraba en su pecho y le estrujaba el corazón. El dolor era tan insoportable que Rena cayó de rodillas al suelo.
«Es imposible. No se puede morir de miedo», se dijo.
Fue su último pensamiento.
Gabriel Espada. Investigador de lo oculto.
Sentado en una cafetería de la estación de tren, Gabriel miró la tarjeta negra, la última que le quedaba, y la hizo pedacitos.
Hoy cumplía cuarenta y cinco años. Un buen día para empezar a librarse de su pasado.
Según las estadísticas, y teniendo en cuenta que no fumaba, no tenía sobrepeso y solía hacer deporte —a cambio, había días, y sobre todo noches, en que bebía más de la cuenta—, Gabriel estaba justo a la mitad de su vida. Así se lo había confirmado la web
www.howmanyyearsoflife.com
El problema era que, a los cuarenta y cinco, ya era demasiado mayor como para hacerse ilusiones. Era posible que a Gabriel le quedasen otros cuarenta y cinco años de vida. Pero a esas alturas ya sabía que durante ese tiempo no iba a hacer nada importante, nada que pudiera emocionarlo. Nada que dejara la huella con la que había soñado cuando era más joven y se le daba tan bien engañarse a sí mismo como engañar a los demás. Simplemente, no le quedaban fuerzas.
Tienez un menzaje, gorunko,
canturreó el teléfono con la voz de Gordimandias, el personaje más popular de una serie de dibujos animados.
09:30
dnde stas? xq no kntxtas? no se k te e exo para k te vayas asi.
eres un fraude, un puto FRAUDE, Gabriel Espada.
Era el quinto mensaje que le mandaba C en menos de media hora, por no hablar de las llamadas.
Gabriel no podía sentirse ofendido. Ella tenía razón, era un fraude y llevaba siéndolo mucho tiempo. Lo peor era que se empeñaba en engañarse a sí mismo.
Al menos, C se había ganado una despedida.
Eres una gran chica. Te mereces algo mejor y lo tendrás. No te preocupes por mí. Siempre caigo de pie.
«Sólo que cada vez caigo más abajo», añadió para sí Gabriel. Tras enviar el mensaje, entró en el servidor de Vodafone para cambiar su número. Cuando se le ofreció la opción
¿Enviar nuevo número a todos los contactos?,
Gabriel eliminó de la lista el nombre de C Después borró a cuatro personas más de las que se había ido distanciando en los últimos tiempos.
Una buena forma de cortar amarras y empezar a simplificar su vida.
Cuando terminó, se sentía culpable, pero también aliviado. Durante ese tiempo no había pegado un palo al agua, y además había gastado tanto dinero que desde hacía una semana no se atrevía a consultar su cuenta bancada.
Por no hablar del sexo. En las dos semanas y pico desde que la conoció en aquel garito habían copulado como conejos. Lo habían hecho incluso en el Audi deportivo de ella y en una carretera no tan secundaria, y después Gabriel había tenido agujetas durante tres días por los contorsionismos amatorios. En un momento dado, más ahíto y agotado de lo que él mismo querría reconocer, había perdido la cuenta de los polvos. Para que no se le cayeran los pantalones —el poco tiempo que ella le dejaba llevarlos puestos— había tenido que abrirse un agujero más en el cinturón.
La noche anterior, dándole vueltas a la decisión que tenía que tomar y al daño que, irremediablemente, le haría a la chica, Gabriel había tardado en dormirse.
Fue entonces cuando le llegó aquel sueño.
Se había despertado empapado en sudor, con el corazón desbocado y repitiéndose: «Tengo que salir de aquí». Un pensamiento parecido al último que había albergado antes de cerrar los ojos. Pero ahora la razón no era la chica, sino algo que había presentido en el sueño, y la nueva urgencia de huida superaba a la anterior en un orden de magnitud. Por eso había saltado de la cama y había salido de la terraza.
Ahora, mientras esperaba al AVE sentado en una cafetería de la estación, volvió a pensar en el sueño. Al tratar de recordarlo, las imágenes retrocedieron como la espuma del mar, dejando sensaciones imposibles de interpretar. Bultos informes, masas de oscura incandescencia que se movían con una lógica que a Gabriel se le escapaba, y sin embargo impulsadas por una voluntad hostil, ajena y tan intensa que su cercanía lo abrasaba.
Huye. Vuela. Sobrevive.
Pensó en pedir otro café por hacer algo, pero ya estaba bastante nervioso con el sueño, la huida de madrugada y sus calamitosas finanzas. A la hora de sacar el billete de tren con la VISA había sufrido un momento de sudor trío, aunque la máquina expendedora se lo había entregado sin problemas. Durante su fuga a ninguna parte con C y sus amigos pijos, cada vez que usaba la tarjeta lo hacía tapándose los ojos para no mirar el estado de la cuenta.
Ahora, sentado en la cafetería, Gabriel decidió afrontar lo inevitable y entró en la página de su banco. En la cuenta corriente le quedaban 150 euros, más una deuda de 2.354 euros en la tarjeta de crédito. Mordisqueó el puntero del móvil (no le gustaba manchar la pantalla con los dedos). Normalmente pagaba la VISA el día 10 de cada mes, pero ahora le iba a ser imposible. Por suerte, estaba en lo que él llamaba «los días intermedios»: desde el día 5, en que el banco le cerraba el recibo de la VISA, podía disponer de todo su crédito, que era de 3.000 euros.
Transferir dinero de tarjeta de crédito a cuenta corriente.
¿Aceptar?
Gabriel pulsó en
Sí.
La entidad emisora de la tarjeta le cobrará un interés del 5%. ¿Está seguro?
«Qué remedio», pensó, y pulsó en
Aceptar.
La transferencia entre el mundo virtual del crédito y el mundo apenas un poco menos ficticio del dinero en efectivo fue instantánea. Ahora Gabriel tenía 2.550 euros, sacados de la VISA para pagar el recibo de la propia VISA que le llegaría tres días después. Una especie de canibalismo inverso. A partir del 10 se quedaría pelado y con una deuda de 2.400 euros más 120 de intereses que tendría que abonar en poco más de treinta días.
Y era de suponer que durante ese tiempo tendría que comer y pagar algún que otro recibo.
Por más que uno intente empezar de nuevo, a veces el banco no se lo permite. Marcó el número de Elena Collado, su «agente».
…
—Ése soy yo.
—…
—Sí, lo sé. Lo siento. Estaba oxigenándome. Me hacía falta.
—…
—No me encontraba bien de ánimo. Ya te he dicho que lo siento.
—…
—Pues era precisamente lo que te iba a…
—…
—Muy simpática, Elena. Yo también te quiero. Necesito que me busques clientas.
—…
—No, no te pases. Dos por noche como mucho. Cansa más de lo que crees.
—…
—Sí, esta misma tardenoche podría.
—…
—Vale, luego hablamos.
«Si mi padre me viera…». Era un pensamiento que le asaltaba muy a menudo. Su madre también estaba muerta —un derrame cerebral en la última noche de Reyes—, pero Gabriel no sentía su presencia como la de un ángel guardián o un superyó freudiano, cosa que sí le ocurría con su padre.
Don Hernán Espada, profesor de Física y director de instituto. Un hombre que, hasta que enfermó de cáncer, no había faltado jamás a clase, ni siquiera cuando nacieron sus hijos Gabriel y Natalia. Que nunca había comprado nada a plazos. A quien nadie en su vida vio borracho ni tan siquiera achispado. Que nunca había llamado a un fontanero, a un pintor o a un electricista, porque para eso, como decía él, tenía dos manos y un cerebro. Un hombre modélico, en suma. Al parecer, sólo había hecho algo mal en su vida.
Tener un hijo como él. C había resumido su existencia en una sola palabra.
Fraude.
Su padre había muerto cuando Gabriel estaba en la primera de las tres facultades por las que había pasado —Psicología, Historia y Periodismo—. Así pues, no había presenciado cómo
no
llegaba a licenciarse ni en Psicología ni en Histona ni en Periodismo. Tampoco había llegado a ver publicados los libros de su hijo, pero seguramente no se habría sentido orgulloso de ellos.
Su primera novela,
Crisálidas de la galaxia,
era un proyecto que arrastraba desde el instituto y que terminó poco después de casarse. La segunda,
Sembradores de cometas,
le Llevó otros cuatro años. Ambas eran obras muy ambiciosas sobre universos completos y coherentes, en las que hacía profundas especulaciones sociológicas. Habían supuesto un enorme trabajo y las críticas especializadas fueron excelentes. De la primera,
Crisálidas,
llegó a vender en total 417 ejemplares.
Sembradores
había tenido algo más de éxito y había rozado la barrera de los mil. Por la parte de abajo.
—¿Sabes a cuánto te ha salido la hora de trabajo con
Sembradores?
—le dijo Marisa cuando Gabriel le habló de un nuevo proyecto aún más largo y ambicioso,
La plenitud del inicio.
Gabriel no se esperaba esa salida de Marisa.
—Seguro que tú ya lo has calculado.
—Pues sí. Han sido unas cuatro mil horas de trabajo, que has cobrado a sesenta y dos céntimos la hora, Gabriel. ¡Sesenta y dos céntimos! ¿Te das cuenta de que fregando escaleras ganarías diez veces más?
El comentario de Marisa le había dolido tanto a Gabriel que ya no volvió a escribir novelas. Desde entonces, había decidido probar con la divulgación a medias entre lo esotérico y lo científico, un género que solía tener buenas ventas.
Para su desgracia, Gabriel era, intelectualmente hablando, demasiado honrado. Al final las conclusiones de sus libros eran las mismas: la telepatía no estaba demostrada, aunque tal vez en el futuro se encontraran pruebas de ella; probablemente no existía más vida inteligente en el Universo; era muy posible que la Atlántida sólo fuese una broma pesada de Platón…
Aquello no era lo que la gente quería leer. Sus ensayos habían funcionado algo mejor que las novelas, entre los dos mil y los cuatro mil ejemplares, pero seguía sin ganar dinero de verdad.
—¿Por qué no puedes mentir en tus libros, o al menos embellecer un poco la verdad? —le preguntó Marisa cuando publicó
Desmontando la Atlántida y otros mitos.
Por aquel entonces llevaban divorciados un año. Además, Gabriel había perdido su puesto como redactor y presentador del programa
Ultrakosmos.
Era un trabajo bien pagado, pero a él no se le había ocurrido otra cosa que desenmascarar en directo al supuesto mentalista Diño Sbarazki, saltándose el guión que él mismo había escrito.
Precisamente, Marisa se acababa de liar con Saúl Alborada. Excompañero de colegio de Gabriel, directivo de la cadena Kosmovisión que producía y emitía el programa, Alborada era el tipo más competitivo que había conocido en su vida. Al recibirlo en su despacho, perfectamente trajeado como siempre, le había dicho en tono dramático: «Estás acabado. ¡Para volver a trabajar en televisión tendrás que hacerlo por encima de mi cadáver!».
A esas alturas, el dinero que pudiera ganar Gabriel le daba igual a Marisa, ya que no le pasaba ninguna pensión. Lo que más le dolía a él era saber que su ex mujer quería que vendiera más libros porque le tenía lástima y porque, en cierto modo, se sentía culpable por compartir la cama de un triunfador.
Ya que si algo tenía claro Gabriel sobre sí mismo era que los términos «Gabriel Espada» y «triunfador» nunca habían ido juntos ni irían en el futuro.
OBITUARIO
Muerte de una arqueóloga
La arqueóloga Rena Christakos, de cincuenta y dos años, ha sido encontrada sin vida en las excavaciones de Akrotiri, en Santorini (Grecia). Su fallecimiento coincidió con un terremoto que sacudió la isla, pero al parecer la causa de la muerte fue un infarto agudo de miocardio. De origen griego y nacionalidad estadounidense, Rena Christakos se doctoró en Arqueología en la Universidad de Nueva York. Participó en numerosas excavaciones en Grecia, Turquía y Macedonia y, entre otros libros, escribió el manual Volcanes y arqueología. Actualmente era vicedirectora de las excavaciones de Akrotiri. Al tener noticia del fallecimiento, el director de dichas excavaciones, Telamón Sideris, declaró: «Rena era una mujer temperamental con la que me unía un fuerte afecto. El destino ha querido que muera sobre las mismas ruinas en las que falleció mi admirado maestro, el profesor Marinatos. Nunca la olvidaremos».
Por alguna razón, aquella noticia apenó a Gabriel. Había leído algunos fragmentos de
Volcanes y arqueología
como bibliografía para su propio capítulo sobre la Atlántida, y la autora le había caído simpática por su tono mordaz y hasta un tanto pendenciero. «Qué mala suerte para una mujer morir de un infarto», pensó. Era como si le hubiera tocado el antigordo de la lotería.
Ya había visto la película que ponían en el AVE, de modo que siguió viendo noticias en su móvil. Abundaban los tonos catastrofistas. Unos vendavales cada vez más Inertes seguían arrastrando arena de las estepas de Mongolia, enterrando las tierras cultivables de la región nororiental de China y haciendo la vida aún más difícil a los habitantes de Pekín. En Estados Unidos la temporada de tornados estaba siendo peor que nunca, o al menos así lo proclamaba la prensa, y los vientos del oeste que azotaban el centro del país recordaban la terrible época de la
Dust Bowl.