El supuesto investigador de lo oculto había huido siguiendo el impulso de estampida de su sueño.
Vuela lejos. Sobrevive.
De haber sabido que su huida a Madrid lo llevaría a encontrarse con dos mujeres que iban a arrastrarlo hasta la fuente de la que emanaba aquel sueño aterrador, tal vez Gabriel habría tomado un tren o un avión a cualquier otro lugar.
A la misma hora en que Gabriel Espada se despertó, también lo hizo en su caravana el vulcanólogo islandés Eyvindur Freisson. Tenía casa en Nápoles, muy cerca de las oficinas del Observatorio Vesubiano, pero a menudo se quedaba a pasar la noche en el remolque que le servía de laboratorio móvil.
Hacía un tiempo que no dormía bien. Exactamente, desde que le diagnosticaron el cáncer. Por eso aquella pesadilla no le extrañó demasiado. La ira ajena que Gabriel Espada no había sabido descifrar, Eyvindur la juzgó como expresión onírica de su propia furia ante la sentencia de muerte que le habían dictado los médicos. En cuanto a las inmensas burbujas rojas que Gabriel imaginaba como bolsas de gas en Júpiter u otro planeta gigante, Eyvindur las interpretó como visiones normales de algo que lo obsesionaba en sus horas de vigilia: los movimientos del magma fundido en el corazón de la Tierra.
Se incorporó en la cama y se quitó el antifaz de fieltro. Dormía con los ojos tapados porque en la caravana había un sinfín de aparatos y monitores siempre encendidos. Después consultó el medirreloj que, con cierta malicia, le habían regalado sus compañeros del Observatorio por su sesenta y dos cumpleaños.
No era extraño que notara el corazón como un tambor. La pesadilla había elevado sus pulsaciones a ciento cincuenta y su tensión sistólica a veinte.
Aparte de medir el ritmo cardíaco y la tensión, el medirreloj desempeñaba la anticuada función de dar la hora. Eran las 03:11. Mal momento para ir a ningún sitio. Pero el sueño había provocado en él un impulso inconsciente de huida, y lo calmó saliendo al exterior.
La caravana estaba situada en un extremo de la Solfatara, en el corazón de la gran zona volcánica conocida como los Campi Flegri. Se trataba una serie de estructuras circulares similares a los cráteres de la Luna que hacían que en las imágenes por satélite el terreno pareciera un queso de gruyer. Algunos de esos círculos, como el de Astrosi, estaban cubiertos de vegetación, mientras que otros se habían convertido en lagos, como el Averno, un nombre infernal que a Eyvindur le parecía de lo más apropiado.
El más conocido de esos cráteres era la Solfatara, una gran elipse cuyo fondo yermo y blanquecino estaba sembrado de fumarolas que expulsaban gases sulfurosos y dióxido de carbono, y también de charcos de barro hirviente en los que las burbujas de lodo reventaban con sonoros
plop.
Bajo la luz de la luna, la explanada de la Solfatara se veía bañada en una luz fosforescente, casi fantasmagórica. En el aire flotaba el olor a huevo podrido característico del azufre. Para la gente normal, los
civiles,
como llamaba Eyvindur a la inmensa mayoría de la humanidad que no se dedicaba a la vulcanología, aquel hedor resultaba desagradable. Pero dentro de la Solfatara él se sentía en su hogar.
De hecho, pasaba muchas noches en el pequeño laboratorio de la caravana, analizando los datos obtenidos de la torre de perforación instalada a veinte metros del remolque.
Eyvindur encendió uno de los porros de marihuana que guardaba ya liados por prescripción médica y se lo fumó poco a poco dando un paseo bajo las estrellas. Para cuando terminó, se notaba mucho más tranquilo y volvió a la caravana.
Antes de acostarse de nuevo, examinó las lecturas de los diversos monitores. Así descubrió que unos minutos antes se había producido una anomalía magnética. Algunos aparatos incluso se habían reiniciado por culpa de aquel fenómeno. Según los magnetómetros, el campo magnético había saltado de 40 a más de 800 microteslas en cuestión de un segundo, luego se había hundido hasta casi desaparecer y por último había vuelto a la normalidad.
Eyvindur pensó que, si esa alteración magnética era local, algo muy extraño debía estar ocurriendo bajo sus pies, en la inmensa cámara de magma de los Campi Flegri. Pero enseguida comprobó que la perturbación se había producido en todo el mundo.
—¿Vamos a tener una inversión del campo magnético terrestre? —se preguntó en voz alta.
Si era así, esperaba que aquel fenómeno ocurriera antes de su muerte. La última inversión se había producido hacía 780.000 años. Nadie sabía muy bien qué efectos tendría que el polo norte magnético se convirtiera en el sur y viceversa, pero Eyvindur sospechaba que serían espectaculares.
Después verificó los monitores que mostraban las lecturas de las sondas de la torre de perforación. Las más profundas se hallaban a seis mil metros bajo el suelo.
—
¡Helvitis!
Esas sondas eran la niña de los ojos de Eyvindur, su carísimo capricho, y para conseguirlas había tenido que emplear todos sus encantos otoñales con Adriana Mazzello, la directora del Osservatorio. Pero gracias a ellas disponía de lecturas en tiempo real de la actividad biológica en la corteza terrestre: era como consultar un microscopio electrónico incrustado en la roca a cinco kilómetros de profundidad.
Y ahora ese microscopio le mostraba que el número de nanobios se había duplicado. Aquellos minúsculos organismos, diez veces menores que las bacterias más diminutas, eran capaces de vivir en ambientes extremos, desde las profundidades ardientes de la Tierra hasta meteoritos procedentes de Marte.
—¿Celebráis una fiestecita, pequeños? —murmuró Eyvindur, mientras consultaba las lecturas de sondas situadas en otros lugares del mundo. La más profunda se halaba en la depresión de Nankai, a nueve mil metros bajo el fondo marino, en las primeras capas del manto.
Allí, a más de trescientos grados de temperatura, donde no deberían existir formas de vida, había también nanobios, pululando en los diminutos poros de las rocas.
Eyvindur calculaba que la biomasa de los organismos microscópicos que habitaban bajo la superficie terrestre superaba entre cuatro y diez veces la de las formas de vida que moraban al aire libre y en los océanos. Aquellos minúsculos desconocidos eran, en cierto modo, los amos del planeta.
A menudo, otros científicos lo tildaban de excéntrico por considerar que la vida primigenia se había desarrollado bajo el suelo, lejos de los rayos del sol, y que esa vida subterránea seguía siendo la forma biológica dominante. No sólo en puro volumen: Eyvindur —y aquí lo habrían tachado directamente de loco— sospechaba que la inmensa biomasa de los nanobios controlaba la vida terrestre en otros aspectos insospechados.
Los datos de la sonda de Nankai parecían confirmarlo. Allí también había crecido la actividad nanobiana. Para que aquellos diminutos microorganismos pudieran multiplicarse, necesitaban una fuente de energía. Y esa energía en aumento sólo podía provenir de las profundidades de la Tierra.
Eyvindur empezaba a sospechar que en sus últimos días de vida iba a presenciar algo mucho más grande que una erupción volcánica. Al parecer, la Gran Madre Tierra les tenía reservada una sorpresa a sus hijos.
Pero dudaba de que esa sorpresa fuera agradable para aquellos que moraban sobre la superficie. Sobre todo, para la especie conocida como
Homo sapiens.
Pues tal vez no sobreviviría a lo que estaba a punto de pasar.
A las 03:11, una persona que era y a la vez no era
Femina sapiens
se incorporó en la cama del ático de la Castellana que utilizaba como vivienda cuando pasaba por Madrid.
Sybil Kosmos, la megamillonaria heredera conocida como
SyKa
por los medios de comunicación, apenas había llegado a adormilarse, pues no mucho rato antes había llegado de una fiesta para promocionar el estreno del último 007. En ella se había aburrido. «Mortalmente» habría sido el adverbio habitual para complementar aquel verbo, pero Sybil no solía aplicarse esa palabra a sí misma.
Además, lo cierto era que casi siempre se aburría. Quienes decían de ella que era una joven de vuelta de todo acertaban mucho más de lo que sospechaban al recurrir a aquel tópico.
SyKa miró a los lados. Sus empleados, Adriano y Fabiano Sousa, se habían quedado dormidos después de una breve sesión de sexo que había resultado no mucho más apasionante que el cóctel. Sybil recurrió durante un segundo al
Habla
y les envió una señal de alerta para despertarlos. Después, le bastó chasquear los dedos para que ambos gemelos se levantaran, recogieran sus ropas del suelo y salieran de la alcoba pisando de puntillas. Los dientes de Fabiano, implantes de cristal bioluminiscente, brillaron en la oscuridad como un diminuto enjambre de luciérnagas antes de desaparecer tras la puerta.
Sybil tomó el móvil de la mesilla, pronunció un nombre de dos sílabas y añadió: «Sólo audio».
—Así que tú también lo has notado —afirmó una voz masculina al otro lado de la línea.
—Sí.
Hubo un instante de silencio. Habían hablado tanto entre ellos que muchas veces no encontraban palabras que decir.
—Tú eres la mujer. Eres quien mejor entiende cómo funciona su mente —dijo él por fin.
—Una vez creíste que había otra mujer que podía entenderla mejor.
—Escucha…
—Y por eso lo echaste todo a perder.
—No fue culpa mía, Isa. —Aquél era el diminutivo de su antiguo nombre, un nombre que sólo él conocía—. Además, aquello ocurrió hace mucho.
—Ya sabes que yo nunca perdono.
«Y por eso nunca volviste a tener mi cuerpo, ni lo tendrás», añadió Sybil para sí.
—Está bien —dijo él—. Hazme todos los reproches que quieras, pero dime cómo lo interpretas.
—La Gran Madre ha despertado cargada de energías —respondió Sybil—. Es una lástima que no podamos aprovecharlas.
—Todo se puede aprovechar.
—No, a menos que consigamos que ella nos oiga. Y ya no tenemos la herramienta que necesitamos.
—Quizá sí. Ayer recibimos una lectura magnética que podría deberse a lo que buscamos.
«La cúpula de oricalco», pensó Sybil. Las pulsaciones se le aceleraron, pero respondió en tono indiferente.
—¿Cuántas veces has creído que la habías encontrado?
—Esta vez será la buena. Confía en mí.
—Yo no confío en nadie. Por eso sigo viva.
Sybil cortó la llamada y encendió un cigarrillo, un lujo prohibido por la ley y los médicos de todo el mundo. Podía dejarlo cuando quisiera, pero sabía que el tabaco no hacía daño a sus pulmones y, además, le gustaba el aire retro de aquel vicio.
SyKa sonrió en la oscuridad. Ella también presentía que la cúpula estaba a punto de salir de nuevo a la luz. Con ella, las cosas serían muy distintas. El poder de ambos se había diluido mucho entre más de siete mil millones de humanos. Ahora, Sybil sospechaba que pronto surgiría un nuevo escenario en el que los dos dominarían de nuevo sin rivales.
Aunque antes tendrían que asegurarse de que los pocos que eran como ellos y podían plantearles competencia, si es que todavía existían, desaparecieran de la faz de la Tierra.
A la misma hora en que Gabriel Espada, Eyvindur Freisson y Sybil Kosmos se despertaban, la arqueóloga Rena Christakos fumaba un cigarrillo acodada en la barandilla del mirador de su habitación. No la había desvelado ningún sueño. Ella misma había programado la alarma de su móvil para despertarse en mitad de la noche. Ahora, mientras apuraba el cigarro, se preguntó si tendría valor para cumplir su plan: colarse como una intrusa en las ruinas de la ciudad minoica de Akrotiri.
Jugar a espías a los cincuenta y dos años no parecía una gran muestra de madurez. Sobre todo, teniendo en cuenta que Rena Christakos era la vicedirectora de esas excavaciones.
«Vicedirectora por poco tiempo», se recordó.
La luna creciente brillaba en el cielo, tapada de cuando en cuando por jirones de nubes grises como el hierro. El viento soplaba con fuerza y el aire estaba impregnado del olor a azufre del volcán que dormitaba en el centro de la bahía.
Rena contempló cómo el reflejo de la luna se quebraba en hilos de plata sobre las aguas de la gran bahía central de Santorini, doscientos metros más abajo. Su habitación se levantaba sobre el Puerto Viejo, encaramada a un acantilado cuyas capas de ceniza y piedra pómez revelaban la historia de antiguas erupciones. El panorama que contemplaba cada vez que abría la puerta o las ventanas encarecía el precio un cincuenta por ciento. Pero, aunque conocía de sobra aquel paisaje, la seguía cautivando su belleza.
Belleza que escondía una inquietante amenaza. Mucho tiempo antes, casi toda la bahía era tierra firme coronada por una montaña volcánica. Pero hacía tres mil quinientos años, tras una erupción de proporciones apocalípticas, el volcán se hundió y todo el centro de Santorini desapareció en una explosión equivalente a sesenta mil Hiroshimas.
Aquella catástrofe sembró la devastación en el Egeo en forma de nubes ardientes, tsunamis y lluvias de ceniza, y acabó con la floreciente civilización minoica. Pero a cambio cubrió la antigua ciudad de Akrotiri, en el sur de Santorini, con una capa de ceniza que la preservó en una especie de cámara del tiempo para la posteridad.
Akrotiri. La joya arqueológica del Mediterráneo. Casas y calles perfectamente conservadas, pinturas que pese al tiempo no habían perdido una pizca de su frescura.
Desde que tenía ocho años y visitó Santorini por primera vez, Rena Christakos había soñado con convertirse en arqueóloga y trabajar desenterrando Akrotiri. Aquel sueño se había cumplido, pero ahora el duro despertar parecía inminente. El patrocinador de las excavaciones, el anciano megamillonario Spyridon Kosmos, le había dejado bien claro que no iba a renovarle el contrato.
—Con un director es más que suficiente —le había dicho esa misma mañana, engarfiando los dedos sobre los brazos de su silla de ruedas y clavándole aquella mirada oscura que hacía que a más de uno le temblaran las piernas.
Los ojos de Rena buscaron la sombra oscura del islote de Kameni, en el centro de la bahía. Allí, en el mismísimo corazón del volcán, parpadeaban las luces de Nea Thera, la mansión del señor Kosmos. Rena volvió a preguntarse cómo el Gobierno griego había permitido aquella tropelía urbanística. Puestos a edificar en lugares inverosímiles, ¿por qué no le habían permitido construirse un chalet dentro del Partenón?