«Maldito Herman, haz algo de una puta vez», pensó.
—Señor Espada, me está haciendo perder el tiempo —dijo la abogada—. Sus respuestas dejaron de hacerme gracia hace cinco minutos.
—No pretendía hacerle gracia. No soy su chimpancé.
El gesto de la abogada cambió. Fue como si alguien hubiera cortado los cables que sostenían sus rasgos. Su rostro, desprovisto de toda expresión, presagiaba una amenaza mayor que los puños de los matones.
—Hablemos claro. ¿Es cierto que ha visto en la mente de mi tía algo relacionado con la Atlántida?
¿Cómo lo sabía? Gabriel sólo se lo había contado a Valbuena y a Herman. ¿Quién lo había traicionado?
—La Atlántida no existe —articuló a duras penas.
El pie apretó aún más. Gabriel apenas podía abrir el ojo izquierdo.
—¿Qué sabe usted de Kiru?
«Sé quién es, pero no te lo voy a decir», pensó Gabriel. Aunque él mismo se preguntó cuántos golpes más aguantaría antes de confesarlo.
La respuesta le llegó enseguida. El ch.p. le dio una patada en el vientre. Gabriel se encogió para protegerse de la siguiente, pero en ese momento el calvo le quitó el pie de la cara, sólo para tomar impulso y clavárselo en la espalda.
—¡Herman! ¡Haz algo! —gritó Gabriel.
De las patadas del ch.p. consiguió protegerse mal que bien, aunque una de ellas le dio con tal violencia que, al intentar detenerla, su propia mano le golpeó con fuerza en la nariz. Pero los punterazos del matón que tenía detrás eran como coces de mula. «Me va a romper una costilla», pensó. Eso, si no le partía antes la columna y lo dejaba inválido.
—¿Qué está pasando aquí?
Los golpes cesaron. Durante unos segundos, Gabriel siguió encogido en el suelo con los ojos cerrados. Luego comprendió que debía aprovechar el momento para ponerse de pie y no seguir a merced de sus agresores. Se levantó a duras penas, sintiéndose como un cajón de platos de cristal arrojado desde un tercer piso.
Celeste acababa de entrar en la habitación. Su bata blanca y su tarjeta de identificación debieron imponer algo de respeto a los matones, porque se apartaron de Gabriel, y el que montaba guardia en la puerta retrocedió un par de pasos.
—Soy Julia Gómez Romero, sobrina segunda de Milagros Romero —dijo la abogada, exactamente en el mismo tono con que se había presentado a Gabriel, como si fuera una locución—. He venido para llevármela.
Sin esperar la respuesta de Celeste, el ch.p. y el calvo le quitaron a la anciana los electrodos que monitorizaban sus ondas cerebrales. Después la levantaron sin miramientos y la sentaron en la silla de ruedas que había junto a la puerta del baño. Milagros pareció despertarse con aquellos tejemanejes, pero tan sólo emitió un leve gruñido y dejó caer la barbilla sobre el pecho.
—¡Pero eso es imposible! —objetó Celeste—. Esta mujer necesita cuidados que sólo se le pueden ofrecer aquí.
Como respuesta, la abogada sacó de su bolso un papel impreso y se lo tendió a Celeste. Ésta se cambió la muleta al brazo izquierdo para coger el documento y lo examinó.
—Es un permiso firmado por la directora de la clínica— explicó la pelirroja—. Como verá, todo está en regla.
—Esto es de lo más irregular. Antes de que se vayan, hablaré de este asunto con la directora.
—Por mí, como si quiere hablar con ella de ese horrible tinte que lleva en el pelo. Nosotros nos vamos.
El matón calvo ya empujaba la silla de ruedas hacia la puerta, mientras el ch.p. arrastraba tras ella el gotero. Al pasar al lado de Gabriel, le sonrió con una mueca lobuna, luciendo sus dientes de cristal. Corroborando aquella amenaza muda, la abogada se volvió hacia Gabriel antes de salir por la puerta.
—Señor Espada, pronto nos pondremos en contacto con usted para ultimar la conversación que hemos dejado pendiente.
Gabriel pensó en una réplica venenosa, pero se mordió la lengua. Las anteriores ocurrencias le habían costado varias contusiones. Cuanto antes salieran de la clínica aquellos indeseables, tanto mejor.
¿Cómo tiene la cara de meterse con mi tinte una individua que lleva el pelo de color zanahoria? —dijo Celeste en cuanto se cerró la puerta de la habitación.
Gabriel se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Se sentó, o más bien se dejó caer, sobre la cama que un minuto antes ocupaba la anciana. Después se palpó bajo el brazo derecho, después en la escápula izquierda y también en una rodilla. Finalmente renunció. Para tocarse en todos los sitios donde le dolía habría necesitado más brazos que un pulpo.
Celeste se acercó a él, clavando la muleta en el suelo con rabia.
—¿Qué ha pasado aquí?
Como respuesta, Gabriel se volvió hacia Herman.
—Pregúntale a ése, que no se ha perdido una coma de lo que pasaba. Sin mover un dedo, eso sí.
—No podía hacer nada —respondió Herman en un tono suave muy poco frecuente en él.
—¿Cómo que no? Pero ¿tú has visto la paliza que me han dado?
—No podía hacer nada.
—¿Para qué te vale tanto hapkido y tanta leche? ¿Para pegar a los camareros y que nos echen de los bares?
Herman puso los ojos en blanco.
—No siempre se puede recurrir a las artes marciales.
—¡Ah, claro! Deberían haberme pegado una somanta dentro de una cabina telefónica o en un coche hundido en el Manzanares. Seguro que así me habrías echado un cable.
—¡Tenían una pistola, coño! ¡El de las mechas llevaba una puta pistola debajo de la chaqueta y me tenía enfilado todo el rato!
Gabriel comprendió la pose del matón gordo que estaba en la puerta con la chaqueta entreabierta. Aun así, no estaba dispuesto a rendirse.
—Me estás vacilando. ¿Cómo han podido entrar con una pistola en un sitio que tiene un vigilante jurado en la puerta?
Herman se encogió de hombros.
—Yo qué sé. Lo mismo era un arma fabricada en fibra de carbono.
—Aquí no tenemos detector de metales —dijo Celeste, mientras levantaba la camiseta de Gabriel para examinarle las contusiones—. A nadie se le pasa por la cabeza que alguien entre en este sitio para llevarse a una anciana a punta de pistola. Esto es una clínica de investigación geriátrica, no un laboratorio secreto del ejército. ¿Te duele aquí?
—¡Auu! Pregúntame mejor dónde no me duele.
Gabriel apartó las manos de Celeste y se colocó la camiseta.
—Tengo que comprobar si te han roto una costilla. Aunque creas que no te…
—Ahora no tenemos tiempo, Celeste.
Gabriel se acercó a la otra cama, donde reposaba la mendiga a la que le habían quemado la cara con ácido. La máscara blanca que cubría su rostro le daba cierto aire de fantasma de la ópera. Por lo que le había explicado Celeste, en la cara interior de aquella máscara había un mecanismo inteligente que administraba un tratamiento de neopiel para curar las heridas.
Gabriel levantó la cabeza de la mujer para desabrochar los cierres que le sujetaban la careta a la nuca.
—¿Que estás haciendo? —dijo Celeste.
Gabriel interpuso su propio trasero para impedir que ella le agarrara los brazos. Cuando Celeste le agarró por la cintura y tiró de él, sintió un ramalazo de dolor, pero no se movió.
—Déjame.
—¡No se le puede retirar la máscara hasta dentro de tres días!
Haciendo eco a Celeste, una vocecilla interior le salmodio: «Estás loco, estás loco». Al empezar su maniobra, Gabriel estaba convencido de lo que hacía. Pero cuando levantó la careta, hubo un segundo aterrador en el que temió arrancar con ella jirones de piel y colgajos de carne ensangrentada.
El rostro de la mujer se hallaba intacto. Aunque Gabriel lo había visto en espejos de metal que deformaban ligeramente la imagen, aquellos labios carnosos, los pómulos altos y la nariz larga y de anchas aletas eran inconfundibles.
¡Kiru! ¡Kiru! ¡Despierta!
Ella abrió los ojos. Eran verdes y rasgados.
—Dios santo —musitó Celeste—. Cuando llegó aquí tenía la cara destrozada. Mira esto.
Celeste tecleó algo en su tableta y se la tendió a Gabriel, En la pantalla aparecía una fotografía frontal que acompañaba al historial de Kiru. Al verla, Gabriel se estremeció. La parte izquierda de los labios había desaparecido dejando al descubierto los dientes, la nariz había quedado reducida a la mitad, con las fosas abiertas como una grotesca calavera, y el ojo izquierdo era una masa ulcerada.
Aquellos daños sólo se podían reparar con cirugía. Incluso un trasplante de cara sólo habría conseguido otorgarle un aspecto menos espantoso. Pero Kiru parecía recién salida de una limpieza de cutis. Las únicas arrugas que se veían en aquel rostro ligeramente cobrizo eran los surcos que bajaban de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios.
Si Gabriel albergaba alguna duda de que las visiones eran reales, aquel milagro las disipó.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Celeste.
—Es una historia complicada. Si te la cuento en voz alta, no sé si yo mismo me la creeré.
—Pues inténtalo.
Kiru sonrió a Gabriel. Su sonrisa era como la de un bebé que ve por primera vez a un desconocido que le cae bien: un puro gesto de agrado, sin más connotaciones, sin las segundas intenciones que suelen ocultarse en las sonrisas de los adultos.
—¿Hablas español? —le preguntó Gabriel.
—¿Y por qué no iba a hablarlo? —dijo Herman.
—Dejadme a mí, no la aturdáis. ¿Entiendes lo que digo, Kiru?
Ella frunció el ceño.
—Kiru te entiende. Kiru entiende lo que tú dices.
Había contestado en español, pero su acento estaba teñido de un deje extraño que no se parecía a ninguna lengua que Gabriel conociera.
Salvo, tal vez, a la que hablaban en la Atlántida.
Kiru sacó la mano de debajo de la sábana. Gabriel la reconoció al instante, pues durante las visiones había sido su propia mano. Tenía los dedos largos y finos, con las puntas casi afiladas.
Kiru extendió la mano y la acercó al rostro de Gabriel.
—Eres guapo —dijo con una mezcla de inocencia y deseo, como una niña que acaricia una muñeca en el estante de una tienda un segundo antes de decir: «Es para mí».
Herman soltó una carcajada.
—¿Con esa boca que le da un mordisco a un cartón y saca un abanico? Vamos, no jodas.
La mano de Kiru se posó en la mejilla de Gabriel. Una corriente eléctrica unió los dedos de la mujer con algún lugar situado tras los ojos de Gabriel, como si el cerebro de éste se hubiera convertido en una lámpara de plasma.
La habitación se convirtió en un borrón y Gabriel volvió a hundirse en el pozo del tiempo.
Todo estaba oscuro.
Luego Gabriel empezó a distinguir algunas luces, muy vagas.
Su propia respiración —la de Kiru— rebotaba desde su nariz contra su rostro.
Comprendió que le habían tapado la cabeza con una capucha o un saco. Seguía teniendo las manos atadas a la espalda, pero ahora podía mover las piernas y ya no notaba aquel torpor que la paralizaba en la litera.
La contrapartida era que sentía un terrible dolor en la boca. Gabriel sospechaba que los labios de Kiru, cosidos con bramante, se le habían hinchado hasta parecer plátanos pegados a su rostro.
Estaba subiendo por una escalera muy empinada. A su lado oía pasos y gemidos, y también un canto monótono, una especie de ritual. Olía a resina quemada, a sudor, a miedo y a sangre, y también flotaba en el aire la fetidez a huevo podrido del volcán.
«Dominarlos. Dominarlos», se repetía Kiru. Gabriel se preguntó a qué se refería. Luego sintió la presión en la nuca y el calor en las venas, y comprendió que Kiru intentaba utilizar su poder para controlar a las personas que tenía a su alrededor. El problema era que no las veía ni podía dirigirse a ellas, de modo que actuaba a ciegas, disparando emociones contradictorias que sólo conseguían que el coro de gemidos que la rodeaban se redoblara o se convirtiera en risotadas destempladas.
—¡Alto! —ordenó una voz masculina.
Sin saber muy bien por qué, tal vez porque tenía la cabeza tapada y la boca cosida y se sentía indefensa, Kiru obedeció la orden. El viento soplaba con fuerza. La única ropa que llevaba encima era la capucha. Aunque notaba el cuerpo resbaladizo, el aceite con que la habían untado no servía de gran protección contra el frío.
«La van a ejecutar», comprendió Gabriel.
Alguien le quitó la capucha.
Kiru parpadeó, desconcertada, y giró la cabeza a ambos lados. Gabriel aprovechó para captar todos los detalles posibles.
Comprendió enseguida que se encontraba en lo alto de la pirámide. Estaba, de hecho, en el último peldaño antes de llegar a la terraza donde se alzaba el templete que a su vez sustentaba la cúpula dorada. Aquella semiesfera perfecta parecía rielar bajo la luz de la luna llena, como si estuviera hecha de metal fundido contenido bajo una capa de cristal.
Detrás de ella, a lo largo de la escalera roja, había decenas de prisioneros desnudos, hombres y mujeres encapuchados y con las manos atadas a la espalda. Las llamas de las antorchas arrancaban reflejos cambiantes de sus pieles ungidas de aceite. A juzgar por la lozanía de sus cuerpos depilados, eran todos jóvenes. A ambos lados de la doble fila venían hombres armados con hachas y palos, que azuzaban a los prisioneros como a ovejas rezagadas.
Kiru volvió la mirada al frente. A unos pasos de ella había un altar, una especie de mesa de ceniza prensada y llena de manchas oscuras que sólo en algunas zonas conservaba su color blanco original. Un poco más allá se levantaba un estrado con un sitial en el que se sentaba una mujer, y a su lado había un hombre de pie, tocado con cuernos de toro.
«Ésos deben de ser Isashara y Minos», pensó Gabriel. Pero por el momento no pudo ver sus rostros, pues Kiru no tenía ojos más que para el altar. Algo lógico, considerando que iba a sufrir el mismo destino que la pareja que se acercaba al altar.
Junto a éste aguardaban un sacerdote y una sacerdotisa, vestidos tan sólo con taparrabos. Ambos tenían el cuerpo recubierto por una pintura oscura que se desprendía en costras. Sin dejar de entonar lúgubres cantos, cortaron las ligaduras de los dos jóvenes desnudos y les quitaron las capuchas.
Gabriel comprendió que habían destapado a Kiru antes de tiempo para que pudiese ver lo que la esperaba.
De modo que ése era su gran destino. ¿Soñar los sueños de la Madre Tierra bajo la cúpula de oro? No. Ser sacrificada delante de sus congéneres Minos o Isashara, para que éstos se cercioraran de que seguían siendo los únicos inmortales como ella.