«Aunque la erupción se detenga ahora»,
calculaba una climatóloga,
«las temperaturas globales descenderán entre 1,5 y 2 grados durante el próximo año. Eso afectará al clima a nivel mundial, y sin duda se perderán muchas cosechas».
Mas la erupción no mostraba trazas de detenerse. Los inversores de todo el mundo debían sospecharlo. La bolsa de Tokio se había hundido, y el dólar había pasado de los 0,75 euros del lunes a tan sólo 0,38, prácticamente la mitad. «En sólo tres días», pensó Enrique, con un estremecimiento.
Tenía que ir a la oficina para supervisar el final de unos electos especiales, precisamente la simulación de un volcán. Pero pensó que el trabajo podía esperar. Era un día perfecto para comprar comida. No comida para pasar un fin de semana, ni siquiera para un mes.
Comida para sobrevivir al Armagedón.
Buscó en Internet un negocio de alquiler de furgonetas. Necesitaría un vehículo grande para cargar provisiones y agua potable. En cuanto al lugar apartado que le sugería Gabriel, tenía una cabaña muy bien preparada en la sierra de Gredos. Allí podría llevar a sus padres, a su socia Luisa y, por supuesto, a Gabriel y Herman. No había sitio para más.
Pero, por si acaso, llamó también a León, el piloto de su jet privado.
—Revisa todo lo que tengas que revisar, cárgalo bien de combustible y tenlo listo, por favor —le dijo—. Es posible que tengamos que hacer un viaje urgente.
—¿Adonde?
—Todavía no lo sé. Ya te lo diré.
Si el fin del mundo se acercaba, ¿existía algún lugar donde huir?
—Tú quédate junto a la puerta, Herman. Si viene Celeste, tienes que darle al botón verde y quitarme el Morpheus antes de que me vea.
—Va a ser complicado —rezongó su amigo, que había cambiado el turno en el instituto para traerlo en coche hasta la clínica.
—Tú eres un tipo con recursos. Sobre todo, no me quites el Morpheus sin dar antes al botón verde. No quiero que me frías las neuronas.
Gabriel examinó la habitación. Al ver que habían retirado la mampara que separaba las camas de la anciana y la mendiga del rostro quemado, maldijo entre dientes: con la mampara habría podido ocultarse a la vista si Celeste se limitaba a asomarse.
«Pero sabes que no se limitará a asomarse», pensó. Le había prometido a Enrique mantener en secreto el desarrollo del Morpheus. Si Celeste le veía con aquel artefacto en la cabeza, lo máximo que podría hacer él sería pedirle que no se lo revelara a nadie.
Celeste solía ser discreta. Tanto que se había callado su reciente viudedad. Al verla esa misma mañana, Gabriel había interpretado de otra manera su mirada y el poso de tristeza que había en ella. No se trataba de melancolía por el pasado, sino de dolor por la pérdida que acababa de sufrir.
Aunque, por otra parte, Celeste se había vuelto a peinar y maquillar a conciencia y le había besado prácticamente en los labios.
«Danger, danger»,
volvió a pensar Gabriel.
Durante un instante, cuando se sentó junto a la cama de Milagros, fantaseó con un futuro en el que consolaba a Celeste. Tendría que cuidar también de sus dos hijos, pero al menos ya no eran bebés a los que había que cambiar los pañales. Celeste era inteligente y buena conversadora. Tenía tendencia a organizar vidas ajenas, pero eso, Gabriel lo reconocía, a él no le vendría mal. Por otra parle, aunque ella se quejara, gozaba de unos ingresos muy superiores a los que Gabriel había tenido jamás. Desde un punto de vista práctico, no era mala idea.
«Sabes que no puede ser», se dijo. Si trataba de sentar la cabeza con Celeste, no tardaría ni dos meses en sentirse enjaulado e intentar huir. No podía hacerle eso.
Y, por otra parte, no era capaz de sacarse de la cabeza el rostro de Iris. ¿Por qué se empeñaba en pensar en una joven islandesa que le despreciaba y a la que probablemente nunca volvería a ver?
Tal vez por eso mismo. Porque seguía huyendo de lo que tenía al alcance de la mano y persiguiendo lo imposible. Porque no había dejado de ser el Manrique de la leyenda de Bécquer.
«Fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna».
Gabriel trató de desechar aquellos pensamientos. Era el momento de perseguir otro rayo de luna, la visión inalcanzable que había inspirado a tantos desde Platón.
Se puso el Morpheus y él mismo pulsó el botón de las ondas delta. En cuestión de segundos, todo se volvió negro, mientras pensaba que era el momento de viajar a…
—¡La Atlántida! ¡Ahí está, señora! —exclamó el capitán de la
Mariposa Lunar.
Gabriel y Kiru volvían a ser uno.
El mar era azul oscuro y en el cielo brillaba un sol nítido y cortante, como si su luz poseyera la energía de las cosas recién inventadas.
Las olas rompían muy cerca. Los rociones de espuma que levantaba el viento y las salpicaduras de las olas contra la borda pintada de azul le(s) mojaban la cara y le(s) dejaban sabor a sal en los labios.
El dedo del capitán apuntaba más allá de la proa. Allí, en el horizonte, se levantaba una forma rocosa, la cima rota de una montaña.
«El volcán de la Atlántida», pensó Gabriel.
Kiru iba sentada bajo un toldo y protegida de las olas por pantallas de piel de vaca. En el centro de la nave se extendía otro largo dosel que cubría a los demás pasajeros. Eran habitantes de la Atlántida, orgullosos funcionarios y sacerdotes envueltos en largas túnicas y peinados con trenzas untadas de aceite que les caían sobre los hombros. Miraban a los tripulantes con desdén y, aunque hablaban el mismo idioma que Kiru, lo pronunciaban con un énfasis que sin duda creían aristocrático.
La
Mariposa Lunar
tenía una sola vela, pero aquel día no soplaba apenas viento y la propulsión la suministraban sesenta remeros de cuerpos atezados.
Aparte de los dignatarios, los remeros y los marineros, había otros seis pasajeros en la nave. Estaban armados con lanzas de punta de bronce y grandes escudos forrados de pieles. Llevaban los cabellos largos y barbas espesas y sin bigote. Hablaban entre sí un idioma extraño que Kiru no entendía más que parcialmente, y el que parecía ser su jefe lucía un lujoso casco adornado con decenas de colmillos de jabalí.
Y todos ellos eran tuertos del ojo izquierdo.
Kiru preguntó quiénes eran aquellos hombres. Algo que sorprendió a Gabriel, pues debían llevar muchas horas de travesía y seguro que ya había hecho esa pregunta antes. Pero en la visión anterior ya había comprobado que su anfitriona mental sufría lagunas de memoria.
El capitán, un tipo mantecoso cuya papada temblaba como gelatina cada vez que hablaba, miró a Kiru con cierta sorpresa, pero respondió.
—Son mercenarios aqueos, señora. Perros extranjeros procedentes de las tierras del norte. —Aunque su tono era de desprecio, hablaba en voz baja. Las armas de bronce de los guerreros debían infundirle un sano temor—. Impíos que sacrifican a su dios varón víctimas mejores que las que le ofrendan a la Gran Madre.
—¿Por qué son todos tuertos?
—Ningún extranjero que quiera entrar en la Atlántida merece disfrutar de su belleza con los dos ojos, señora.
Aqueos. Gabriel recordó sus recientes lecturas sobre el mundo de la Edad de Bronce. Los aqueos eran antepasados de los griegos, y hablaban una variante primitiva del griego clásico. Sin duda, los atlantes debían pagarles con bastante generosidad para que aceptaran sacrificar uno de sus ojos.
Kiru miró a los lados. La
Mariposa Lunar
viajaba en el centro de una pequeña flota. Kiru observó aquellas naves como si reparara en ellas por primera vez y preguntó:
—¿Por qué vienen tantos barcos?
—Ah, señora, me lo vuelves a preguntar para saber si le engaño. Jamás una mentira saldría de mis labios. Esos barcos vienen como escolta, pero en realidad son tan necesarios como lo sería la barba para una mujer.
—¿Por qué?
—Con la
Mariposa Lunar
te habría bastado para navegar segura hasta la isla sagrada, señora. Nadie se atreve a atacar a los barcos de la Atlántida. Todos saben cuáles son las represalias.
—¿Y cuáles son?
El capitán miró de reojo a los dignatarios que viajaban bajo el dosel, bajó la voz y dijo en tono misterioso:
—Terrible es la ira de la Gran Madre cuando ofenden a sus hijos. Si alguien se atreviera a atacarnos, su ciudad sería destruida. Pero no me corresponde a mí hablar de eso, señora.
La cima creció sobre el horizonte hasta convertirse en una montaña, y la montaña en una isla.
Casi veinte años atrás, Gabriel había visitado Santorini con su ex mujer. La estancia duró solo tres días, pero fue suficiente para grabar en su memoria la forma del archipiélago.
El paisaje que contemplaba ahora desde la
Mariposa Lunar
era distinto y, sin embargo, reconocible. Se estaban acercando a la isla desde el sur. En la costa se divisaba una ciudad. Por su situación, Gabriel pensó que aquella población no podía ser otra que Akrotiri, cuyas ruinas había visitado. Al comprobar el interés de Kiru en la ciudad, el capitán le dijo:
—Esa es Qwera. Pero Qwera no es tu destino, señora.
El capitán lo dijo señalando con el dedo a la mole que se alzaba por detrás de la ciudad. No era necesario, pues los ojos de Kiru ya se habían ido hacia allí.
Gabriel recordó que la mayor elevación de Santorini se hallaba en la parte sureste de la isla principal: Profitis Ilias, una montaña de mármol de seiscientos metros de altura. Pero el Profitis Ilias era poco más que una tachuela comparada con el enorme volcán que se alzaba en el centro del archipiélago. Gabriel calculó que la cima debía medir más de dos mil metros.
Y dos mil metros contemplados desde el nivel del mar eran una altura que encogía el aliento.
—La montaña de fuego —dijo el capitán, con tanto orgullo como si la hubiera plantado con sus manos.
La ladera meridional se abría en una enorme vaguada. Gabriel, que a raíz de su conversación con Iris había visto varios vídeos de volcanes, pensó que aquella palada gigantesca arrancada a la montaña debía ser fruto de una erupción. El St. Helens, uno de los volcanes más estudiados del mundo, había reventado también por un lado y su forma actual —o futura— era similar a la de la montaña que Gabriel tenía ante sus ojos.
Pero aquella erupción cuyos efectos contemplaba debía haberse producido mucho tiempo atrás, siglos o milenios, porque en la falda del volcán había una ciudad que llegaba prácticamente hasta la mitad de la ladera. De haberse hallado allí durante la catástrofe, la lava y los flujos piroclásticos la habrían arrasado. Y aquella ciudad no sólo no estaba en ruinas, sino que, aunque todavía se hallaban lejos de ella, saltaba a la vista que era mucho mayor y más próspera que Qwera.
Por encima de la ciudad, un penacho oscuro surgía de las profundidades del cráter. Tras ascender entre las paredes de roca que cerraban la chimenea por su parte norte, el humo se levantaba sobre la cima de la montaña, hasta difuminarse en las alturas en una columna casi vertical en aquel atardecer sin viento.
«El monstruo sigue despierto», pensó Gabriel. Los habitantes de la Atlántida estaban viviendo debajo de un volcán activo.
«No», se corrigió. Prácticamente vivían
dentro
de un volcán activo. No sabía a qué año ni a qué siglo pertenecían los recuerdos de Kiru. Pero empezaba a sospechar que se encontraban cerca de la erupción definitiva del volcán, la catástrofe que había hundido la Atlántida. Demasiado cerca para su tranquilidad. Y de nuevo se preguntó si podría morir dentro de aquel sueño que no era un sueño.
Rodearon la costa hasta llegar a la parte suroeste. Allí había una abertura estrechada por dos malecones que dejaban un espacio de poco más de cincuenta metros.
Cuando se acercaron a la bocana, Gabriel vio unas enormes cadenas recogidas en los dos espigones, que sin duda servían para cerrar el acceso a la Atlántida en caso de emergencia. Al lado de las cadenas había dos estatuas sentadas. La de la derecha representaba a una mujer ataviada con una falda y una chaquetilla abierta, y la de la izquierda a un varón con el torso desnudo y dos cuernos de toro en la cabeza.
Cada estatua debía medir veinte metros de altura, si no más. Como estaban pintadas, Gabriel no supo si las habían tallado en madera o en piedra. En cualquier caso, su peso debía ser colosal, por lo que supuso que los espigones se sostenían sobre sólidos pilotes clavados en el fondo del mar.
Cuando la
Mariposa Lunar
atravesó la bocana, un mecanismo interior hizo que las estatuas giraran la cabeza con un sonido chirriante. Sus miradas inexpresivas convergieron en los barcos que entraban a la bahía.
—¡Están vivos! —exclamó Kiru.
Gabriel sintió cómo se le ponía la carne de gallina. En ese momento, Kiru se miró a los antebrazos: también se le había erizado la piel. Las sensaciones de ambos habían coincidido.
Aunque, seguramente, Gabriel se había emocionado más que ella. ¡Estaba entrando en la fabulosa Atlántida! Para Kiru, aquel nombre representaba un lugar lejano y misterioso, el centro de un poder que no alcanzaba a comprender.
Para Gabriel suponía mucho más. Se trataba del mito que había narrado Platón casi cuatro siglos antes de Cristo, y que desde entonces había inspirado a filósofos y visionarios, historiadores, científicos, novelistas, ilustradores, músicos y cineastas.
Y no sólo lo percibía con los ojos. Su nariz captaba el olor de la sal del mar, la brea que recubría la tablazón, el sudor acre de los remeros y la empalagosa mezcla de perfumes del adiposo capitán. Sus dedos rozaban la suave madera de cedro del asiento tallado, y bajo sus nalgas sentía los movimientos de las olas. Sus oídos captaban el rechinar de las estatuas al girar, el crujido del maderamen del barco, el hueco chapoteo de los remos rompiendo el agua y el son metálico de las trompetas que saludaban a la flotilla desde el malecón.
Mientras entraba en la bahía, Gabriel se dijo que ningún sueño podía albergar tanta riqueza de sensaciones. Habrían sido demasiados gigas de información. Aquello no podía ser una visión.
Estaba
de verdad en la Atlántida, transportado de una forma incomprensible a través de tres mil quinientos años.