Saboreó aquellas ensoñaciones que él mismo sabía absurdas. Dudaba de que esa vida tuviera tantos atractivos reales para alguien acostumbrado al lujo. Además, estaba convencido de que no le resultaría tan fácil escapar de Sybil. Para empezar, había venido hasta Port Hurón en su Culfstream. No era una moto que se pudiera aparcar en cualquier parte sin que su dueño se enterara.
Miró a Randall. Éste parpadeó, y durante un instante Alborada creyó que había salido del trance.
Falsa alarma. Aquel individuo tan peculiar que se decía padre de Sybil Kosmos seguía ausente, perdido en sus propios pensamientos o en la nada.
Alborada se levantó, lo agarró de los hombros y lo sacudió con fuerza.
—¡Maldita sea, despierta de una vez! ¡Tú eres el único que puede sacarnos de aquí! ¡Despierta!
Fue como mover un saco de garbanzos. Cuando se cansó, Alborada cayó de rodillas y contuvo un sollozo. «Un caballero nunca llora en público» era otra de las normas del código Alborada.
—Tú eres el único que me puede salvar… —musitó, desesperado.
Ciertamente, si alguien le hubiera pedido que resumiera en una sola palabra el estado de su espíritu, le habría contestado: «Desesperación».
Las previsiones de Iris se habían cumplido en parte. El dolor que había empezado bajo su ojo izquierdo se convirtió, en efecto, en jaqueca. Por no agravarla, tan sólo tomó una copa de vino durante la cena. Spyridon Kosmos apareció ya al final, a la hora de partir la tarta. Por si no hubiera hablado ya suficiente, Sideris pronunció un elogio del magnate griego tan lisonjero que muchos de los presentes intercambiaron discretas miradas de vergüenza ajena.
Aunque no había más que dos velas, Kosmos tuvo que soplar varias veces para apagarlas. Cumplida la misión, probó un trozo de la tarta y se despidió de sus invitados. No había pasado con ellos ni quince minutos, pero Iris agradeció que se marchara. En aquel anciano que atesoraba más poder que muchos jefes de estado había algo que la inquietaba, una especie de aura maligna.
La previsión que no se cumplió fue la relativa a su inminente discusión con Finnur. Su novio no había esperado a quedarse a solas con ella en la habitación. En cuanto Kosmos abandonó la sala, Finnur empezó a reprocharle por haber contestado al mensaje de Eyvindur.
—Lo de antes ha sido una descortesía imperdonable. No se pueden perder los papeles así.
La primera vez se lo había dicho en susurros, pero conforme fue bebiendo más vino y más
ouzo
subió la voz. Finnur estaba obsesionado con su cuerpo, no comía pan ni grasas y apenas probaba el alcohol. Por eso, en cuanto bebía un poco más de lo habitual, se le subía a la cabeza. A veces se volvía simpático y divertido. Pero eso ocurría una vez de cada cinco. Y esa noche no tocó en suerte.
Durante la sobremesa surgieron varios temas de conversación, en los que Finnur, delante de todos, se opuso sistemáticamente a las opiniones de Iris. Tras hablar de la política griega, de arte e incluso de deportes, la joven decidió que lo mejor era callarse, echó atrás su silla y se dedicó a pensar en la conversación que había tenido con Eyvindur.
«¿Por qué es tan importante la velocidad de escape de la gravedad terrestre?», se preguntaba una y otra vez. Para desesperación de Iris, si ella misma no obtenía la solución de los acertijos que Eyvindur le planteaba, él jamás se la revelaba.
La velada se prolongó hasta las dos, y después los invitados se retiraron a las habitaciones. «Ahora viene la discusión», pensó Iris al cerrar la puerta. Sin decir nada, se sentó en la cama para quitarse los zapatos. Finnur se acercó por detrás y empezó a acariciarle los hombros y el cuello.
Normalmente a Iris le gustaba que su novio la masajeara; sobre todo si sufría dolor de cabeza, como ahora. Pero estaba muy enfadada con él y además no podía dejar de pensar en Gabriel Espada, aquel canalla cuyos ojos de fósforo la tenían obsesionada. Por una razón o por otra, sentía el contacto de los dedos de su novio como el de las escamas de una serpiente o la viscosa tripa de un sapo, y se le erizó el vello de la nuca.
—Se te ha puesto la piel de gallina —dijo Finnur, halagado, pensando que era por el placer que le provocaban sus manos.
Iris no quería decirle que en aquel momento la repelía su roce, de modo que se puso de pie y se dirigió al baño. Pero antes de que llegara a la puerta, Finnur la abrazó por detrás, aferrando un pecho en cada mano. Iris notó que a su novio se le estaba poniendo dura. «Pues esta noche tendrás que recurrir al autoservicio», se prometió, mientras le apartaba los brazos.
Finnur la obligó a darse la vuelta.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—¿Que qué me pasa? Te has pasado toda la noche haciéndome de menos y ahora pretendes arreglarlo echándome un polvo.
Finnur frunció las cejas. ¿Haciéndote de menos? ¿De qué demonios estás hablando?
—No has perdido una sola ocasión de llevarme la contraria. ¡Dios, y para una vez que cuento algo, me interrumpes «
Esa historia de la erupción del Strómboli es demasiado larga. Vas a aburrir al personal».
Si tanta vergüenza ajena te doy, ¿qué demonios haces conmigo?
—Lo siento. No sabía que eso te iba a molestar. Además, una pareja no tiene por qué coincidir en todas las opiniones.
—Tus opiniones me dan igual. Por mí, como si piensas que dos y dos son cinco. ¡Lo que no soporto es que me trates como si fuera inferior!
Finnur volvió a agarrarla por la cintura y tiró de ella para que sus caderas se tocaran.
—Vamos, ¿no crees que lo mejor para arreglar una discusión es un poco de sexo?
—¡Qué típico masculino! En el momento en que más enfadada me tienes y en que menos atracción siento por ti, se te ocurre que me puede apetecer tirarme en la cama y abrirme de piernas para que me la metas.
La misma Iris pensó que estaba siendo demasiado agresiva, pero parecía que su lengua hubiera tomado el control por sí sola.
—No estoy hablando de follar con una prostituta, sino de hacer el amor con mi pareja. No seas tan vulgar, Iris.
—Y tú no finjas ser romántico de golpe.
Iris se intentó apartar, pero él la agarró de los hombros con más fuerza y le acercó los labios al oído.
—Llevamos casi un mes sin hacerlo —susurró Finnur. El cosquilleo del aire en su oreja le resultó insoportable. «¿Qué demonios me está pasando? —pensó—. Sigue siendo mi novio. No debería darme asco».
Finnur la intentó besar. Los labios y la lengua le sabían a vino. Cuando ella también estaba achispada le resultaba incluso agradable y excitante. Pero en aquel momento fue como probar vinagre revenido.
—Ya que llevas la cuenta de cuándo fue la última vez que hicimos el amor, ¿recuerdas también cuándo fue la última vez que hiciste algún comentario elogioso hacia mí o hacia mi trabajo?
Se estaba disparando. No quería provocar una pelea. Si por ella fuera, habría esperado a que Finnur empezase a roncar, cosa que solía ocurrir un minuto después de que cerrara los ojos, y sólo entonces se habría metido en la cama, en silencio.
Pero la chispa se había encendido ya. Y no era la del amor precisamente.
—Estás obsesionada con que te hago de menos. Eso es porque tienes complejo de inferioridad.
—¿Qué complejo voy a tener? Los dos hemos hecho los mismos estudios, y yo saqué notas más altas que tú. Si te han nombrado a ti jefe del equipo es porque Sideris y Kosmos son dos machistas.
—Ya estás de nuevo con lo del machismo. En el fondo, creo que estás deseando saber lo que es un auténtico macho,
kanina.
Finnur la hizo girar y la empujó hacia la cama. Iris cayó do espaldas, la nuca le rebotó en el colchón y por un momento se mareó. El aprovechó para tenderse encima de ella, estirarle los brazos por encima de la cabeza y apresarle las muñecas con la mano derecha. Era un hombre fuerte por naturaleza, pasaba muchas horas en el gimnasio y además sus dedos eran duros como tenazas. Con la otra mano le abrió la camisa de un tirón, haciendo saltar un botón por los aires. Después le estrujó los pechos como si quisiera sacar zumo de ellos y empezó a lamerla en el escote.
«Si me dejo se quedará dormido y acabaremos con esto de una maldita vez», pensó Iris.
Pero al sentir la lengua de Finnur se imaginó que una babosa reptaba entre sus senos. No podía soportarlo. Aprovechando que él había aflojado la presión sobre sus manos, liberó la derecha y le dio un palmetazo en la oreja.
Finnur se incorporó con un grito de dolor y la miró entre enfadado y perplejo.
—¡Vamos,
kanina!
Me has dicho muchas veces que tienes la fantasía de que te violen.
—No confundas una fantasía con hacerlo de verdad.
—¿Ahora me estás llamando violador? ¡Claro que sí! ¡Vean aquí a Finnur el machista, el que desprecia a las mujeres, el violador!
—No des esas voces. Se va a enterar toda la mansión.
El respiró hondo y respondió en voz más baja, conteniendo la ira a duras penas.
—¿De qué se van a enterar? ¿De que estás loca?
—Si no te das cuenta de que en este momento lo último que quiero es satisfacer tus fantasías, es que eres incluso más majadero de lo que pareces.
Al momento se arrepintió de las palabras que acababa de pronunciar. Finnur podía aguantar que lo llamaran «egoísta», «frío», «insensible», porque en el fondo esos calificativos coincidían con la imagen que quería dar de sí mismo como hombre racional y calculador que controlaba su entorno. Pero los insultos a su inteligencia o a su dignidad le provocaban estallidos de cólera.
Una luz peligrosa se encendió en los ojos de Finnur. Agarró la muñeca de Iris con la mano izquierda y apretó con tanta fuerza que ella pensó que se la iba a dislocar. Al mismo tiempo, levantó el brazo derecho con el puño cerrado y lo echó hacia atrás para tomar impulso. La violencia de su ademán y, sobre todo, el odio de su mirada aterraron momentáneamente a la joven, que cerró los ojos esperando el golpe.
Pero no llegó.
Iris abrió los ojos. El puño de Finnur temblaba en el aire.
—No vuelvas a hablarme así —dijo él, rechinando los dientes—. En tu puta vida se te ocurra volver a hablarme así.
Iris reaccionó por fin. De un tirón se soltó el brazo, y luego empujó con todas sus fuerzas a Finnur. Éste cayó de espaldas en el colchón, rebotó y rodó por los pies de la cama hasta el suelo. Iris no se lo pensó un segundo, salió corriendo de la habitación y cerró de un portazo.
Una vez fuera, se detuvo sin saber adonde ir. Los pasillos de la mansión estaban iluminados con antorchas que desprendían olor a resina. Las sombras cambiantes proyectadas por las llamas convertían en figuras amenazantes a los mismos personajes de los frescos que de día sonreían optimistas y joviales. Las sacerdotisas de pechos desnudos parecían de repente arpías sanguinarias, y los alegres diseños de plantas se antojaban criaturas lovecraftianas provistas de tentáculos.
«Respira hondo, Iris», se dijo a sí misma. En el silencio del pasillo, su corazón palpitaba como un timbal. Pero aquella quietud duró un instante. La puerta de la habitación se abrió y en el hueco apareció la silueta de Finnur, perfilada contra la luz del fondo.
Cuando se conocieron, a Iris le encantó que Finnur fuera tan alto y musculoso. Ahora, de pronto, se le antojó un oso enfurecido a punto de atacar, y deseó haberse emparejado con alguien más bajito que ella.
—¡Iris! ¡Vuelve ahora mismo!
A la izquierda, al fondo del pasillo, había una escalera. Iris corrió hacia ella, agradecida de no haberse descalzado ni cambiado de ropa para acostarse. A ambos lados había puertas de madera que daban a las habitaciones de los demás invitados. No sabía quién dormía en cada una, pero tampoco quería presentarse a esas horas en el cuarto de nadie pidiendo socorro por lo que podía parecer una vulgar pelea de pareja. Los gritos de Finnur le hacían sentir tanto bochorno que pensó en volver a la habitación con él para que se callara. Pero al recordar su mirada de odio, que la había asustado incluso más que su puño levantado, apretó el paso.
Los escalones apenas se distinguían entre las sombras. Iris los bajó de dos en dos, y cuando creyó llegar al final todavía se encontró con tres peldaños más. Al chocar con el suelo tras aquel último salto inesperado, su rodilla derecha crujió y la joven ahogó un gruñido de dolor. El impulso la lanzó adelante, pero manoteó como una funambulesca y para su propia sorpresa, después de unas cuantas zancadas sin control, logró recuperar el equilibrio y no caer de bruces al suelo.
—¡Iris! ¡Deja de hacer tonterías! ¡Ven aquí!
La voz de Finnur sonaba más arriba, lo que significaba que no había bajado todavía las escaleras. Iris dobló hacia la derecha, y luego siguió por un pasillo tortuoso como una greca. Avanzó a trompicones, chocando con las paredes y usando las manos para cambiar de dirección y tomar impulso, como una nadadora haciendo largos en una piscina minúscula.
Las llamadas de Finnur se oían cada vez más lejanas. Iris encontró otra escalera y la bajó, y después recorrió más pasillos y cruzó varias estancias, muchas de las cuales estaban a oscuras. En aquel laberinto, se sintió como un Teseo que hubiera extraviado el hilo de Ariadna.
No tardó en perder toda orientación, mientras atravesaba zonas cada vez más lóbregas. Su intención era salir de Nea Thera.
Estaba dispuesta a dormir fuera, acurrucada entre las rocas, o bajar hasta el embarcadero y pedir que la dejaran acomodarse en alguno de los veleros amarrados allí.
Por lo que recordaba, la entrada principal se hallaba en la parte más baja de la mansión. Ignoraba cuántas escaleras tenía que bajar, puesto que el palacio estaba construido sobre un terreno abrupto y empinado. Su alzado se adaptaba a él en un diseño de terrazas y niveles ascendentes, de tal modo que, aunque ninguna pared tenía más de tres pisos, la diferencia de altura entre la puerta principal y la azotea más alta debía ser de unos treinta metros.
Cuando ya hacía rato que había dejado de oír las llamadas de Finnur, dio con una escalera más larga y empinada que las demás. Al llegar abajo, pensó que estaba en un callejón sin salida. En vez de un rellano que se bifurcaba en dos o tres galerías, como hasta ahora, se había topado con una puerta metálica, cerrada con una barra. Dudó un segundo, y después empujó la barra hacia abajo, con la absurda idea de que al abrir se encontraría ante el garaje de un centro comercial.