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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (41 page)

BOOK: Atlántida
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»Pero ellos lograron escapar de la isla, vinieron aquí y derrotaron a su padre, tal como éste había temido. Desde entonces Isashara y Minos lo someten a castigo eterno.

—¿Sólo ellos dos? ¿No habías dicho que Atlas y su esposa concibieron a cinco parejas de mellizos inmortales?

Nun se frotó las manos, nerviosa.

—No puedo…

—Mira a Kiru a los ojos y habla. Nun levantó la mirada.

—Por favor, vuelvo a suplicarte que no digas nada, mi señora. La verdad es que el supremo Minos y la suprema Isashara no desean compartir su poder. Hace tiempo que sus ocho hermanos dejaron de existir.

Nun le rellenó la copa de vino y Kiru dio un largo trago.
«
No lo hagas», pensó "Gabriel, que empezaba a sospechar algo raro. Pero Kiru no le escuchó, obviamente.

—¿Cómo pudieron dejar de existir si son inmortales?

—El poder de Isashara y de Minos escapa de mi comprensión, señora. Pero tengo entendido que ni los inmortales pueden sobrevivir cuando los decapitan o queman sus cuerpos.

Las luces de las antorchas y las lámparas de aceite se veían cada vez más borrosas, como duendes bailando en el aire.

—¿Por qué han hecho venir a Kiru? —insistió Kiru, luchando contra el vértigo que la invadía.

—Ya te lo he dicho, señora. Éste es tu lugar. Tú perteneces a la estirpe de los inmortales.

—Kiru no lo entiende. Kiru no los conoce.

«O no los recuerdas», pensó Gabriel.

—Los supremos Minos e Isashara no quieren procrear entre sí, pues el mundo no es lo bastante grande para más inmortales.

Gabriel observó con preocupación que Nun se mostraba cada vez más sincera y menos temerosa, como si el extraño poder de dominio de Kiru ya no la inquietara apenas.

—Tú, mi señora, has de ser una hija perdida del gran Minos, que a veces se disfraza de mortal y abandona de incógnito la Atlántida para recorrer el Gran Azul y comprobar que se cumplen sus leyes.

—Entonces… si es el padre de Kiru… ¿la ha traído para que viva con él?

Kiru notaba la lengua cada vez más pastosa y los ojos más pesados. Las luces se habían convertido en remolinos y el rostro de Nun en un borrón.

—No, mi señora —contestó Nun con cierta tristeza—. Para que vivas, no.

Los ojos de Kiru se cerraron. Un segundo después, su cabeza chocó contra la mesa de madera.

En la siguiente imagen seguía siendo de noche. Kiru viajaba en la litera, pero ahora llevaba las manos atadas a la espalda. Además sentía un extraño torpor en el cuerpo, una parálisis que embotaba sus sensaciones y que apenas le permitía mover las puntas de los pies.

«Sí, te han drogado», pensó Gabriel. Le hubiera gustado añadir «te avisé», pero el canal mental entre él y Kiru era claramente unidireccional.

La comitiva, precedida siempre por los seis mercenarios, marchaba por el camino que ascendía culebreando la ladera yerma. Las pisadas crujían sobre la ceniza. La noche era tan clara que los cráneos humanos que festoneaban el sendero parecían brillar bajo la luz de la luna.

«Esto es intolerable», pensó Kiru. Pero cuando quiso expresar su protesta en voz alta, comprobó que de su boca sólo brotaban ruidos ininteligibles.

—Lo siento, mi señora —se disculpó Nun, que caminaba al lado del palanquín—. Te he pedido que no hables, pero no podía arriesgarme.

Kiru tanteó con la lengua y comprobó que tenía los labios unidos por hilos de bramante.

Le habían cosido la boca.

Kiru comprendió algo que ya había sospechado Gabriel antes que ella. Los gobernantes de la Atlántida no la habían hecho venir para compartir con ella la inmortalidad.

Ese fue el último pensamiento de su visión. Gabriel…

Clínica Gilgamesh, Madrid

… abrió los ojos y pensó que alguien le había pateado la cabeza. Le escocía el cuero cabelludo y lo veía todo tan borroso como si buceara en una piscina llena de cloro. Las pulsaciones se le habían desbocado y sentía un agudo dolor encima de los riñones.

Lo último que recordaba era el rostro de una mujer rubia y unas pirámides construidas sobre la ladera de un volcán.

Sin embargo, lo que tenía ahora delante de los ojos le resultaba irreconocible. Durante unos segundos, a Gabriel se le antojó que le habían puesto delante un cartel de neón de colores, rodeado por los rasgos demoníacos de una cara deforme.

Unas garras lo aferraron por la camiseta y tiraron de él para ponerlo de pie. Al enderezarse, Gabriel se encontró por encima de aquel rostro e intentó enfocar los ojos en el primer plano.

Lo que había creído un cartel de neón eran dientes. Postizos, perfectos y transparentes. Dentro de ellos corrían luces, como angulas de colores culebreando en un vivero. El dueño de aquella dentadura tenía la nariz en forma de porra, los ojos oscuros y tan juntos que parecían bizcos y el pelo engominado y tirante. Aunque no era un semblante tan grotesco como le había parecido de sopetón, no podía decirse que resultase tranquilizador.

«Chuloputas», fue la primera descripción que se le vino a Gabriel a la cabeza.

—Estabas hablando en sueños. ¿Qué has soñado?

La voz era tan desagradable como el rostro, o tal vez a Gabriel se lo parecía así por el dolor que le martilleaba las sienes.

Soñar.

Con una fuerza que sorprendió a Gabriel, el tipo de los dientes psicodélicos lo arrojó sobre la cama. Gabriel trató de detenerse con las manos, pero se topó con el muslo de la anciana que dormía en ella, resbaló y acabó golpeándola con la frente en la tripa. La mujer ni se inmutó.

Se corrigió. Aquella anciana no dormía. Estaba en un estado parecido a un coma. Era Milagros Romero, la enferma de Alzheimer cuyo cerebro demenciado, por alguna razón incomprensible, emitía vivencias de la Atlántida que Gabriel captaba como un receptor.

«No», se dio cuenta de repente, interpretando las imágenes de aquel sueño que no era sueño. No era exactamente como él y Celeste habían imaginado al principio. La explicación era otra, aún más inverosímil.

Pero también comprendió que no debía revelarla.

Junto a Milagros había una especie de araña negra y blanca: el prototipo del Morpheus.

Terminó de recordarlo todo. Era jueves y estaba en la clínica Gilgamesh.

Ahora se explicaba el escozor de su cuero cabelludo. El tipo de los dientes de luces debía haberle arrancado el Morpheus de un tirón. También entendía la repentina jaqueca y el dolor en todos sus músculos. Había salido de golpe de las profundidades de la fase delta como un buceador que ascendiera doscientos metros sin someterse a descompresión.

Unas manos lo agarraron por la camiseta y lo levantaron de la cama. Durante un instante creyó que se trataba del tipo de los dientes de cristal, pero no era así. Quien fuera, tenía tanta fuerza que lo manejaba como un guiñapo.

Ahora que la vista se le había aclarado, Gabriel comprobó que la habitación se había llenado de visitantes. Estaba Chuloputas, mirándolo de frente con cara de pocos amigos.

Llevaba un traje caro y bien cortado, y sin embargo no dejaba de parecer un proxeneta de película.

Junto a la puerta de la habitación había otro individuo vestido con un traje gris y con el cabello teñido de mechas blancas. Se le veía gordo, pero no fofo: daba la impresión de que, si alguien le golpeaba con un bate en la panza, zona$ría como un enorme timbal.

El gordo, que llevaba la chaqueta abierta, no se molestó en mirar a Gabriel. Estaba vigilando a Herman, que se encontraba en la pared opuesta, junto a la cabecera de la cama donde dormía o descansaba la mendiga del ácido. Herman, por su parte, le devolvía al gordo una mirada igual de hosca, pero no hacía ademán de moverse.

«Debe de estar esperando el momento oportuno», pensó Gabriel, confiando en el adiestramiento en hapkido de su amigo y, sobre todo, en su agresividad innata.

Entre Gabriel y la puerta había otra persona. Una mujer pelirroja, de unos treinta años. Llevaba una chaqueta negra y una falda blanca bastante corta que dejaba ver unas pantorrillas bien torneadas.

Y, por último, estaba el tipo que lo sujetaba por los codos, tirándole de los brazos hacia atrás, invisible por el momento. Gabriel trató de zafarse de él, pero el ch.p. le agarró del cuello, apretando lo justo para causarle dolor sin cortarle la respiración.

—Mejor será que te estés quieto. Te puedes hacer daño. Tu amigo el gordo nos ha dicho que ese aparato sirve para soñar. —Para sorpresa de Gabriel, Herman no protestó ante el comentario acerca de su sobrepeso—. ¿Qué estabas soñando?

—¿Es que he dejado de soñar? Al ver tu careto pensé que seguía dentro de una pesadilla.

El ch.p. sonrió, en una mueca tan exagerada que sus dientes parecieron chisporrotear. Aunque era cinco o seis centímetros más bajo que Gabriel, por la forma en que la ropa se le ceñía a los pectorales saltaba a la vista que tenía músculos bien trabajados.

—¿Has visto
El padrino?

Gabriel tragó saliva y pensó, demasiado tarde, que podía haberse ahorrado el chiste malo. El ch.p. se frotó los nudillos de la mano derecha, mientras el otro matón juntaba con más fuerza los codos de Gabriel. A éste le vino en un fogonazo la imagen de Al Pacino con la mandíbula rota tras recibir el brutal puñetazo del capitán de policía.

Pero el ch.p., pese a sus palabras, no debía haber visto la película, porque el puñetazo se lo descargó en la boca del estómago.

El golpe pilló desprevenido a Gabriel, que no tuvo tiempo de contraer los abdominales. Primero sintió un dolor penetrante que le hizo resoplar con violencia. Luego se arrepintió de haber expulsado aquel aire, porque se dio cuenta de que era incapaz de absorber más.

Las piernas le fallaron. El tipo que le sujetaba hasta ahora le soltó. Gabriel cayó de rodillas, intentando respirar. El dolor crecía por momentos. Tuvo que tumbarse en el suelo y doblarse como una alcayata para conseguir al menos una pequeña bocanada de aire.

Desde el suelo, vio cómo los tacones de la pelirroja se acercaban un par de pasos.

—Soy Julia Gómez Romero, sobrina segunda de Milagros Romero.

Gabriel levantó la mirada. En otras circunstancias, le habría parecido atractiva. Pero ahora la única palabra que se le vino a la cabeza fue «arpía».

—Vengo a hacerme cargo de mi tía, visto que en este centro la someten a maltratos.

Gabriel se sentó en el suelo. Aún no se sentía capaz de ponerse en pie.

—¿Y usted habla de maltratos? —jadeó—. Mis abogados se pondrán en contacto con usted para pedirle una indemnización por esta agresión gratuita.

La pelirroja soltó una carcajada desdeñosa.

—«Gratuita», señor Espada. Usted lo ha dicho bien. Conocemos sus finanzas, y el único abogado que puede permitirse es el de oficio. Yo sí soy abogada —dijo la mujer, Sacando una tarjeta de visita que le enseñó a Gabriel de lejos—. Y pienso denunciarle por someter a mi tía a experimentos que violan sus derechos constitucionales.

—¿De qué demonios está hablando? Ni siquiera le he puesto un dedo encima a su tía. Sólo estaba probando el inductor del sueño que su amigo me ha arrancado a lo bestia. Algo que ha podido producirme daños mentales irreversibles, y que añadiré a mi demanda.

—Usted no va a demandar a nadie, y lo sabe.

Gabriel miró a Herman. Llevaba un rato esperando que soltara hiciera o dijera algo. Pero su amigo tenía los labios apretados, y no hacía más que mirar de reojo al gordo de la puerta.

«¿Cuándo demonios piensa utilizar su puñetero hapkido?», se preguntó Gabriel. Después giró el cuello para mirar al tipo que lo había sujetado por los codos y al que hasta ahora no había podido ver. Unos músculos de culturista le abombaban la chaqueta, tenía el cráneo afeitado y una nuca con un morrillo en el que se podría romper un tablón.

Suspiró. Poco a poco, sus pulmones volvían a recibir aire. Puesto que no podía confiar en las artes marciales de Herman para salir del apuro, tendría que arreglárselas solo. Al menos, mientras siguieran pensando en Milagros, la abogada y sus tres matones se fijarían en la persona equivocada.

—Está bien —le dijo a la pelirroja—. Pongamos que lo arreglamos todo por las buenas, sin pleitos. Pero ¿qué experimento cree usted que llevaba a cabo con su tía?

—Eso nos lo tiene que explicar usted.

—Ni siquiera le he puesto la mano encima. Esos tubos que lleva puestos son los normales: sondas, suero, qué sé yo. Como amantísima sobrina suya, sabrá usted que su tía está en las últimas fases del Alzheimer.

—Este tío es un bocazas —dijo el ch.p.—. Lo que no sabe es que los bocazas también se mueren.

Gabriel lo miró de reojo. Sospechaba que aquel tipo no poseía un CI demasiado elevado, pero la experiencia reciente le hacía sentir un gran respeto por su zurda.

La «sobrina» de Milagros hizo un gesto con la mano para contener a su lacayo.

—Por desgracia, he conocido demasiado tarde el estado de mi tía. Al menos haré lo que esté en mi mano para que viva sus últimos días con la dignidad que se merece.

—No creo que encuentre un sitio donde esté mejor atendida que aquí —dijo Gabriel.

En realidad, se estaba oponiendo a la abogada por disimular. Cuanto antes se llevaran a Milagros, mejor.

—Aquí atentan contra su dignidad.
Usted
estaba atentando contra su dignidad hace un momento.

—¡Pero si no la he tocado!

—Le estaba usted leyendo la mente a mi tía.

—¿Leyéndole la mente? ¡Eso es ciencia ficción!

La abogada le hizo una seña al ch.p. Este se movió con tal rapidez que Gabriel ni vio venir la patada. La recibió en plena mejilla, pero casi se hizo más daño al caer de lado y golpearse en la sien con las baldosas.

Cuando quiso levantarse, el calvo del morrillo de toro le plantó el pie en la cara y apretó. Gabriel pensó que si hacía suficiente fuerza podría zafarse, pero eso sólo serviría para llevarse más golpes. «Estos animales son capaces de matarme», pensó. De momento, más le convenía quedarse quieto.

La abogada se acuclilló junto a él, girando pudorosamente las rodillas para no mostrarle lo que había debajo de la falda.

—¿Qué ha visto en la mente de mi tía, señor Espada?

—¡Nada! ¿Cómo iba a verlo? La telepatía no existe.

La presión del zapato en su mejilla aumentó. Sin querer, Gabriel se había mordido el interior del carrillo entre las muelas. Ahora ya no podía separarlas, y notó el sabor metálico de su propia sangre.

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