«Peligro, ¿por qué?», se preguntaron a la vez Gabriel y su anfitrión.
Además de la gente de la balaustrada superior, había tres personas más en el patio. Dos eran varones, jóvenes de veinte años como mucho. Ataviados con simples taparrabos, en sus cuerpos flexibles y morenos no sobraba una gota de grasa. La tercera era una muchacha de talle de junco, con el cabello recogido tras la nuca en una trenza rodeada por un cordón de oro. Vestía tan sólo una faja de tela alrededor de la cintura y las ingles, como los hombres. Cuando alzó los brazos para saludar, sus pechos, muy generosos para ser una joven tan delgada, se juntaron marcando una profunda línea de sombra entre los pezones pintados de bermellón.
La noche era fresca a pesar de las antorchas. Gabriel notó cómo sus propias tetillas se ponían de punta. Su anfitrión las miró de reojo, y Gabriel comprendió las sensaciones raras que estaba experimentando en diversos lugares de su anatomía.
La persona en cuya mente y cuyo cuerpo se había incrustado en silenciosa simbiosis era una mujer.
«Y bastante joven», pensó Gabriel, juzgando por su piel y el aspecto de sus pechos. A Gabriel se le habían erguido las tetillas de frío en muchas ocasiones, pero aquella impresión era más intensa, dolorosa y placentera al mismo tiempo. Sin embargo, lo más extraño para él era lo que tenía entre las piernas y lo que a la vez le faltaba, la sorda y palpitante presencia / ausencia de algo que no alcanzaba a comprender.
El aire estaba empapado de olores. Las maderas aromáticas y la resina que ardían en antorchas y pebeteros, el sudor mezclado con el aceite que impregnaba cabelleras y pieles, perfumado a su vez con rosa, mirto o canela. El yeso húmedo de una pared recién blanqueada. El aroma pungente del ozono en la atmósfera, presagiando tormenta.
Entonces captó otro olor dulzón y pesado. Desagradable para Gabriel, neutral para su anfitriona. Olor a establo. La joven se dio la vuelta.
Un toro enorme, negro como la noche, entró en el patio por una puerta de madera claveteada cuyos batientes se acababan de abrir. El animal emitió un mugido ronco y profundo y cargó contra ella. No era un toro de lidia, pero tampoco un buey ni un cabestro, sino un semental agresivo y con instinto de embestida, armado de cuernos ceñidos con guirnaldas de oro y tan largos y aguzados como espadas.
La joven no tenía recuerdos. Era como si acabara de nacer en aquel momento. Sin embargo, obedeciendo a un instinto grabado en algún rincón inaccesible de su ser, se puso de puntillas y danzó en el sitio, con las manos en alto y el corazón palpitando como un timbal. Gabriel quiso gritarle que se apartara, que huyera, pero ella aguantó mientras el toro se le venía encima con la inercia de un furgón blindado sin frenos.
En el último momento, la muchacha se revolvió sobre sí misma como una peonza, acompañando el giro con una torsión de cintura. El cuerno derecho del toro pasó a apenas dos dedos de su cuerpo y Gabriel sintió su aliento húmedo y caliente en la piel del costado. En la balaustrada superior del patio se oyeron chillidos de terror y excitación, seguidos por un «ooohh» de alivio y admiración que no necesitaba traducción.
—¡Kiru, bien! ¡Kiru, bien! —gritaron varias voces, y Gabriel y su anfitriona comprendieron que aquél era su nombre.
La muchacha se apartó del toro y las ajorcas que rodeaban sus tobillos tintinearon como cascabeles. Un extraño calor corrió por su vientre, mezcla de miedo, emoción y placer al oírse aclamada por la gente.
El animal embistió en vano contra los demás participantes en el ritual, que lo burlaron con graciosos recortes, y luego se quedó en el centro del patio, confuso. La muchacha de los pechos opulentos se volvió hacia la anfitriona de Gabriel y gritó:
—¡Kiru, tú! ¡Tú, Kiru!
La joven llamada Kiru volvió a levantar los brazos y correteó en círculos, tentando al toro como un banderillero, pero con las manos desnudas. Cuando el cornúpeta se decidió a embestir, Kiru corrió aún más rápida que él, directa contra sus astas. Gabriel habría querido cerrar los párpados, pero no le obedecían a él. No tuvo más remedio que ver cómo la negra testuz del toro y aquellos ojos que parecían de obsidiana se hacían cada vez más grandes al acercarse a Kiru y a él.
El pie derecho de la joven batió con fuerza en el suelo, y todo lo que veía Gabriel cambió de perspectiva. Kiru plantó las manos en la frente del toro, se revolvió en el aire sobre el corpachón negro y por un instante lo que estaba arriba pareció encontrarse abajo. Los pies de la chica volvieron a chocar con las losas del suelo y su cuerpo rodó en una ágil voltereta para absorber el impacto del golpe. Un segundo después estaba de nuevo en pie, contemplando cómo se alejaba la grupa del toro burlado y levantando los brazos a la gente que rodeaba el patio.
—¡Kiru, bien! ¡Kiru, bien! —volvieron a gritar.
Después de aquello hubo un temblor, una ligera discontinuidad, como cuando se producían cortes en las desgastadas películas que se proyectaban en los cines de barrio. Gabriel vivió otra escena, y otra, y otra. Las imágenes y las sensaciones se sucedieron. A veces, Gabriel no estaba seguro de si pasaba de nuevo por la misma situación o se trataba de otra ligeramente distinta. Kiru y sus compañeros volvieron a saltar sobre toros negros, pero también sobre otros blancos, marrones o pintos.
Los jóvenes que acompañaban a Kiru en el patio también recibían aplausos y jaleos. Pero Kiru era la favorita de la gente. Ella aguantaba más tiempo que nadie antes de recortar al toro y arriesgaba con las cabriolas más originales, muchas veces sin apoyar siquiera las palmas sobre el animal o saltando tic espaldas, guiada tan sólo por el sonido de sus pasos. Gabriel empezó a pillarle el gusto a aquel ritual, como si estuviera participando en un videojuego hiperrealista.
En aquellas tauromaquias no se mataba al toro. Cuando el animal estaba cansado de correr en vano, le abrían la puerta y le dejaban salir de nuevo. Ya fuera del patio, lo apresaban con lazos y lo sacrificaban a Isashara y a Minos, y hombres y mujeres compartían su carne asada sobre brasas mientras bebían vino rebajado con agua y endulzado con miel.
Cuando Kiru pensó en Isashara y Minos, Gabriel leyó sus pensamientos y supo que eran los grandes dioses que moraban en la lejana montaña de fuego, cruzando el Gran Azul, al norte del país de Widina donde ahora vivía.
«¿Minos?», se preguntó Gabriel. ¿Sería el mismo Minos de la leyenda del Minotauro?
A veces Kiru no participaba en el rito, sino que asistía desde la balaustrada junto a Unulka, una de las sacerdotisas del Palacio de las Hachas. Al parecer, Unulka era su madre. Al menos, se comportaba como tal, aunque Kiru no tenía recuerdos de su infancia con ella, e ignoraba quién era su padre.
En realidad, Kiru no guardaba recuerdos anteriores al momento en que Gabriel se había unido a su mente y ambos habían bailado delante del toro. Antes de aquel instante sólo intuía una bruma amarilla y espesa como una nube de azufre. Y un nombre que flotaba en ese bruma.
Atlas…
En una de las ocasiones en que Kiru participaba en la tauromaquia desde la galería, una muchacha llamada Gubaini que intentaba rivalizar con ella en audacia apuró demasiado en un recorte. En el momento en que giraba sobre sus talones para esquivar al toro, el astado se revolvió y la hirió en el costado. Entre gritos de horror y excitación del público, Gubaini cayó al suelo, y cuando intentó levantarse sus pies resbalaron en las losas.
Kiru y los dos jóvenes corrieron hacia el toro, gritando para atraerlo y apartarlo de Gubaini. Pero el animal los ignoró, clavó el cuerno en el vientre de la muchacha y hurgó hasta sacarle los intestinos.
Gabriel empezó a pensar que aquello no era un videojuego.
Otras jóvenes se casaban y tenían hijos. Pero para Kiru el tiempo era como resina endurecida en una noche de helada. Su madre le decía que eligiera marido entre los mozos del palacio.
—Pues los hay muy apuestos. Incluso para una joven gacela como tú es dulce dejarse atrapar por la red del cazador en el lecho. ¿Es que no quieres escoger?
—Kiru no tiene prisa, madre. ¿Por qué habría de tenerla?
Unulka la miraba con gesto preocupado, y Gabriel comprendía que ella veía en su hija algo extraño que la propia Kiru no alcanzaba a captar.
Por ejemplo, que siempre hablara de sí misma en tercera persona.
—Las cosechas pasan, las nieves caen y se vuelven a fundir, pero para ti cada primavera es la misma, Kiru.
—Tus palabras suenan extrañas para Kiru, madre.
Durante una tauromaquia en la que Kiru no participaba, ella y Gabriel notaron algo extraño, un contacto inmaterial en su piel, como una débil corriente eléctrica. Kiru se volvió a la derecha y vio a un joven más alto que los demás, con hombros anchos y rectos y las sienes rapadas. Sus ojos en forma de almendra estaban clavados en sus pechos, de los que Kiru se sentía tan orgullosa. Ella apartó la mirada, sonrió y se cubrió el escote con el abanico, fabricado con plumas de un ave gigante que vivía en las lejanas tierras del sur, allí donde las arenas arden. Pero luego se volvió a destapar.
En el siguiente recuerdo, Kiru paseaba por las salas y pasillos del palacio, al atardecer. Las sombras empezaban a brotar de los rincones como manchas de tinta extendiéndose por el papel. Era el amparo de la oscuridad lo que buscaba Kiru. Llegó a una sala vacía, un almacén al que pronto traerían las grandes tinajas llenas de aceite de oliva recién exprimido. Allí la esperaba el joven alto con el que se había citado por medio de una sirvienta.
Kiru sentía el cuerpo tenso y las rodillas blandas. Se acercó a él contoneándose, y su cimbreo hizo que todas sus joyas tintinearan con un sonido cristalino. El joven sonrió y se tocó la taleguilla que tenía entre las piernas.
—Si sigues mirándome así, esto no me va a caber dentro.
Kiru se desató los lazos de su chaquetilla roja y sus pechos, comprimidos hasta ahora, subieron enhiestos con un ligero bote, como dos bailarines citando al toro. El toro, que en este caso era el joven apuesto, acudió al reclamo, rodeó el talle de Kiru, enterró la cara entre sus pechos y empezó a lamerlos. Kiru le agarró del pelo para que no se apartara y cerró los ojos. Una deliciosa corriente le subió por detrás de las orejas y un calor líquido le bajó desde el vientre hasta las ingles húmedas.
Gabriel habría querido esconderse, pero no podía huir de aquellas sensaciones tan intensas. Estaba excitado y a la vez asustado de lo que temía que iba a ocurrir. A Kiru, por razones distintas, le ocurría algo parecido.
De súbito, el joven se apartó de Kiru. En la penumbra de la bodega, los círculos negros de sus pupilas se veían rodeados de blanco.
—¿Qué me estás haciendo? —El muchacho se golpeó con los nudillos en sus sienes rasuradas, tan fuerte que el hueso sonó como un pequeño tambor—. ¡Sal de mi cabeza! ¡Sal de mi cabeza!
El joven salió corriendo del almacén, sin dejar de gritar. Kiru se quedó con los brazos abiertos en el aire, los pechos desnudos y el vientre tembloroso de deseo, sin comprender qué había sucedido.
«Es una telépata activa», pensó Gabriel. Eso explicaría por qué estaba recibiendo sus visiones. Lo que no sabía era de qué manera las vivencias de Kiru habían cruzado el mar de tiempo que sin duda los separaba. ¿A través de la mente de la anciana? Pero ¿cómo?
En el siguiente ritual del toro, Kiru salió al patio con los demás jóvenes. Estaba frustrada, porque le habían puesto en la boca el dulce fruto del deseo para quitárselo de los labios. Gabriel quiso advertirla, pues se había dado cuenta de que Kiru parecía menos concentrada que otras veces, pero la comunicación entre ellos era unidireccional.
Kiru arrancó a correr hacia el toro. Tenía pensado empezar con una voltereta poniendo las manos sobre la cabeza del astado. Pero en su mente se cruzó la imagen de sí misma haciendo un trompo sin apoyarse, y en el último momento dudó sobre la maniobra que iba a realizar. La duda provocó que su pie derecho hiciera un extraño y resbalara en las losas.
Sobre el grito de la gente se oyó otro más agudo, el alarido de su madre. Kiru vio cómo la punta del cuerno se acercaba a su piel, y por un instante esperó el milagro de que rebotara en ella, inofensivo, pues ¿cómo podía ocurrirle lo mismo que le había ocurrido a la infortunada Gubaini? Esas cosas siempre les sucedían a los demás.
Pero el pitón rasgó la piel, desgarró los músculos del seno derecho y se abrió paso entre las costillas. Kiru notó una sacudida muy fuerte, y en el interior de su cuerpo ella y Gabriel pudo oír el áspero crujido de asta contra hueso. Un volteo, y de pronto el toro ya no estaba. Las piernas de sus compañeros se veían raras, torcidas en ángulo recto, y el cielo se había convertido en pared. Kiru estaba tumbada en el suelo, comprendió Gabriel. Los dos notaron cómo la boca se le(s) llenaba de sangre.
«Dios mío», pensó Gabriel. ¿Se podía morir en sueños? Corno en las pesadillas de su infancia, trató de abrir los ojos e incorporarse en el lecho. Pero en lugar de abrírsele se le cerraron, y todo se volvió oscuro.
Las tinieblas no duraron mucho. Kiru estaba sentada delante de un espejo. Detrás de ella, su madre le desenvolvía las vendas que le rodeaban el torso. Kiru no sentía nada. Gracias a las drogas que le habían administrado, el dolor lacerante de los primeros días había desaparecido. Pero temía el destrozo que se iba a encontrar al descubrir sus senos. ¿Se atrevería a lucirlos de nuevo, como las demás damas elegantes del palacio?
Su madre parecía incluso más aprensiva que ella cuando terminó de desenrollar la última vuelta. El espejo de cobre pulido no ofrecía un reflejo tan fiel como Gabriel habría querido. Pero, cuando Unulka emitió un gemido ahogado, vio lo suficiente para comprender el motivo de su desazón.
En el pecho de Kiru no se veía nada, ni el menor resto de la terrible cornada que había taladrado su pecho.
—Sabía que así sería —dijo Unulka—. Sabía que así sería, pero me decía con mi propia lengua que no.
—¿Qué sabías, madre?
Unulka le puso las manos en los hombros y la hizo girar sobre el escabel para mirarla a la cara. Cuando la vio de cerca, fuera del espejo, Gabriel comprendió a qué se refería la mujer. Sus manos estaban surcadas de arrugas, como su rostro. Los párpados formaban bolsas y la piel del cuello empezaba a descolgarse en pliegues como una cortina. La Unulka de las primeras visiones no podía tener más de treinta y cinco años. Esta debía rondar los sesenta.