Atlántida (46 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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—Así es.

—¿Y con qué derecho hizo eso?

—Con el de su santa voluntad. No conoces a Diana… El caso es que descubrió que se producía remielinización.

—¿Y en cristiano?

—Si Kiru sufre un accidente y se parte el cuello, bastará con ponerle las vértebras en su sitio para que su médula espinal recupere su cubierta de mielina y vuelva a funcionar.

—De modo que no se quedaría en silla de ruedas…

—No. Tú mismo has comprobado cómo se han regenerado los tejidos de su cara. Pero parece, además, que algunas de sus mutaciones sirven para dar la orden de reproducirse a células que normalmente no lo hacen, como las neuronas o las células cardíacas.

—Sorprendente —dijo Gabriel, con tono de estar muy poco sorprendido.

—¿Comprendes lo que todo eso significa? Que esa mujer es virtualmente inmortal.

—Yo ya te lo había dicho —respondió Gabriel, con toda convicción.

«Esa mujer es un don de la naturaleza, de los extraterrestres o del mismo Dios. Me da igual. Pero ahora es nuestra, y tenemos que aprovecharnos».

Las últimas palabras de Diana seguían resonando en la cabeza de Celeste. Su compañera le había propuesto que ambas, por su cuenta, examinaran a fondo el ADN de Kiru y las reacciones de su cuerpo. Como si fuera un conejillo de indias.

—Ya sabes cómo son los protocolos de investigación le había dicho Diana—. Para cuando se autoricen y comercialicen las terapias genéticas que guarda esa mujer en su cuerpo, nosotras ya estaremos en la residencia, comiendo sopitas y saliendo a pasear con un andador. Yo me niego a esperar. ¿Y tú?

Mientras bajaba por la calle de Génova, Celeste se preguntó si estaba dispuesta a correr los riesgos que suponía aliarse con Diana para destripar los secretos del ADN de Kiru. ¿Cuánto se podría ganar patentando el genoma de una mujer prácticamente inmortal? Cualquiera de las mutaciones que le otorgaban tanta longevidad valdría una fortuna. Todas juntas, calculaba Diana, podrían equivaler al PIB de una nación desarrollada.

Precisamente por eso, porque estaban hablando de sumas casi cósmicas, Celeste se hallaba cada vez más asustada. «Yo sólo quiero una vida tranquila», se repitió como una letanía para alejar la tentación. Una vida tranquila como la que había perdido.

Pero parecía evidente que, cada vez que Gabriel Espada entraba en su vida por la puerta, la tranquilidad huía por la ventana.

Celeste se paró un momento para descansar. Tenía el coche en la plaza de Colón, a una distancia que con la muleta se le hacía eterna. Mientras se masajeaba la rodilla dolorida, pensó que no le vendrían mal unos cuantos genes milagrosos de Kiru para curar esos malditos músculos y ligamentos que tanto se resistían a las sesiones de rehabilitación.

«Dios mío, lo estoy pensando en serio», se dijo.

—Señora…

Celeste se volvió a su izquierda, pensando que le iban a preguntar por alguna calle. Una limusina negra y de lunas tintadas se había detenido junto a ella. El hombre que acababa de abrir la puerta llevaba traje, se peinaba con coleta y tenía los dientes de cristal.

«Ya está», pensó Celeste al reconocer a uno de los matones de la clínica.

—Suba al coche, por favor.

«Ni borracha», pensó Celeste, disponiéndose a huir de allí a la máxima velocidad que le permitiese su cojera. Pero entonces notó una oleada de confianza y docilidad que se extendió desde su vientre con un agradable calorcillo. Nada podía ocurrirle si obedecía, así que pasó al interior del vehículo.

Mientras el matón de los dientes falsos entraba tras ella y cerraba la puerta, Celeste se dio cuenta de que conocía a la mujer que iba sentada dentro de la limusina. En otras circunstancias se habría emocionado de compartir coche con una persona tan famosa como Sybil Kosmos.

Pero hoy no.

Port Hurón, Michigan

En la habitación que le había correspondido en la comisaría no había televisión, así que Joey no tenía mucho más que hacer que navegar con su móvil para pasar las horas. Aun así, la conexión con Internet se interrumpía constantemente, unas veces por falta de cobertura y otras porque la propia red de comunicaciones se caía. También se produjeron varios cortes de luz. El último había empezado a las nueve de la mañana, y todavía no habían restablecido la corriente.

Aunque las noticias eran cada vez peores, Joey las recibía con una fascinación morbosa. Si había escapado con vida de una explosión de dióxido de carbono y de una súpererupción , pensaba, ya nada podría matarlo. En cierto modo, se sentía como uno de esos nefilim de la Biblia, un inmortal que podía contemplar el fin del mundo desde fuera.

Cada vez resultaba más difícil obtener imágenes de Long Valley. La mayoría eran recreaciones por ordenador a partir de los escasos datos que se recibían. Pero se sabía que la erupción ya tenía cuatro focos. Por alguna razón, cuando se abría una chimenea nueva, la presión se reducía en otra. Eso había ocurrido en la boca volcánica situada más al este de la caldera, y las consecuencias habían sido catastróficas.

Lo que mantenía en pie aquella columna de gases, polvo y rocas de más de cincuenta kilómetros de altura era la presión de la cámara de magma. Cuando ésta se redujo localmente, la gigantesca columna se desplomó y se esparció en forma de nube piroclástica. Su enorme peso y la fuerza de la gravedad le imprimieron una velocidad casi supersónica: mil kilómetros por hora. Aquella nube de destrucción se abrió paso en todas direcciones, pero sobre todo hacia el este, donde el terreno era más llano.

La ciudad de Las Vegas ya estaba sufriendo graves problemas con la lluvia de cenizas. Pero nadie esperaba que los flujos piroclásticos pudieran llegar allí, a más de trescientos cincuenta kilómetros de distancia. Cuando se dio la alerta en la ciudad, ya era demasiado tarde. Una nube de veinte metros de altura cargada de gases y fragmentos de roca incandescente barrió la ciudad en poco más de dos minutos y la convirtió en una ruina humeante.

Si quedaban supervivientes encerrados entre los restos de algún edificio, el destino que les esperaba no era nada halagüeño: morir de asfixia, hambre y sed bajo decenas de metros de cenizas y escombros. Técnicamente, se daba por fallecidos a todos los habitantes de la ciudad de los casinos. El desierto había vuelto a reclamar lo que era suyo.

No sólo Las Vegas había sufrido aquel atroz destino. La devastación superaba todo lo imaginable, pues a aquella nube ardiente la habían seguido varias más. En una región que abarcaba prácticamente toda Nevada y muchas zonas de California, Utah y Arizona, cientos de miles de kilómetros cuadrados de terreno eran ahora escoria humeante donde la vida tardaría muchos años en asentarse de nuevo. La evacuación había sido imposible, puesto que desde el principio de la erupción las cenizas habían bloqueado las carreteras, averiado los motores e impedido los vuelos. La mayoría de la gente se había quedado en sus hogares o lugares de trabajo, esperando que la erupción amainara o que llegase algún tipo de ayuda.

Pero lo único que llegó fue la nube, que, según los cálculos del FEMA, había matado a unos tres millones de personas.

A Joey se le escapaba el verdadero significado de esa cifra. Trató de pensar en ella. Fresno tenía más o menos medio millón de habitantes, lo que significaba que esas nubes incandescentes habían aniquilado a seis Fresnos. O a seis mil institutos. O a cien mil clases de secundaria.

Pero esas tres millones de víctimas
sólo
lo eran de los flujos. Nadie sabía a cuánto podía ascender la cifra total de muertos por la súpererupción . Fresno, por ejemplo, se había salvado de las nubes ardientes gracias a que las montañas de Sierra Nevada se interponían entre el supervolcán y la ciudad. Pero, a cambio, estaba enterrada ya bajo una capa de cenizas de más de diez metros de grosor. Si había supervivientes, no se tenía noticias de ellos. Joey llevaba dos días intentando contactar con sus compañeros de clase por mensajería, por Vteeny o por Socialnet, pero ninguno le contestaba.

Aunque no era el chico más popular del instituto, Joey tenía amigos por los que debería haber llorado. Pero era incapaz de derramar lágrimas. A ratos se sentía un malvado por ello y a ratos un ser insensible o superior, una especie de Mr. Spock.

Curiosamente, lo único que hacía que sus ojos se empañaran era pensar en su casa. Había vivido en ella desde que podía recordar. Aunque era una imitación de una casa de verdad y a través de los tabiques se oían los ronquidos de su padre y el chorro de orina cuando cualquiera entraba al baño, era su hogar.

¿Se habría derrumbado ya el techo bajo el peso de la Ceniza? Si los tejados de verdad se hundían, el suyo se habría desplomado el primero. Al imaginarse su ordenador, su videoconsola y su bicicleta negros de hollín, tan llenos de polvo que ninguna limpieza podría reparar ya sus mecanismos, se sintió tan desvalido y desposeído como el dueño de una empresa cuyas acciones se hubieran hundido en la bolsa.

Joey no podía saber que el dolor por las pequeñas pérdidas y la aparente indiferencia ante el destino de sus semejantes no eran culpa suya: la catástrofe, simplemente, superaba el umbral de sensibilidad de las personas normales. Si los estampidos sónicos provocados por las sucesivas explosiones de la caldera de Long Valley habían dejado sordas a miles de personas en lugares tan alejados como Idaho o Colorado, las ondas inmateriales de una destrucción tan inconcebible habían reventado los tímpanos éticos de media nación.

Pronto tuvo una muestra.

Joey se estaba volviendo loco de aburrimiento, así que entró en unos foros de
Star Trek.
Al encontrar una sala nueva llamada
Supervivientes del Este,
pensó, con toda lógica: «Aquí tiene que haber gente». Pero cuando se dio de alta en ella y entró con su avatar, un muñequito animado que llevaba su foto en la cabeza, los demás avatares le dieron la espalda y la pantalla se llenó de bocadillos que mostraban el recibimiento no muy cálido de los foreros.

«Ké haces akí, chikano de mierda».

«¿Pero todabía kedan de los tuyos? ¿No se los a kargado todos el volkan?».

«Largo de aquí. Sólo se admite a los miembros de la Liga de los Trece».

Joey se apresuró a salir de allí antes de que lo banearan. No era la primera vez que recibía insultos racistas, pero le sorprendía que ocurriera en un foro de
Star Trek.
Si había gente tolerante con todas las razas e incluso las especies distintas, ésos eran los trekkies.

—Buscar «Liga de los Trece» —dictó, intrigado por aquel nombre.

Encontró Cientos de miles de entradas. Al parecer, la Liga de los Trece había nacido el mismo lunes por la noche, cuando empezaba a conocerse el alcance de la erupción de Long Valley. La idea se había propagado por la red con la rapidez de la propaganda viral.

Una de las frases que resumía el breve ideario de aquella sociedad virtual era:
«Si el supervolcán está en el oeste, en las Montañas Rocosas, que se lo coman ellos».
Lo que proponían quienes se sumaban a aquella iniciativa era trazar una nueva línea divisoria en los Estados Unidos. Pero no como la línea Mason-Dixon, que separaba el norte del sur. La nueva frontera transcurriría de Canadá al Caribe, y dejaría a un lado —el lado seguro— el territorio de las Trece Colonias originarias y sus conquistas tras la Guerra de la Independencia, y al otro todo el resto del país. La Liga de los Trece incluía entre los parias a estados de los que a duras penas podría afirmarse que fuesen el Far West, como Iowa, Missouri o Arkansas.

Y la idea, por supuesto, era cerrar con una alambrada esa frontera y abandonar a sus propios recursos a todos aquellos que moraban más allá.

«No tenemos nada contra ellos, pero si no hay alimentos para todos, tendrán que quedarse fuera»
, era una las frases más compasivas.

«Si en un barco no hay botes salvavidas para todos, lo que no se puede hacer es que se sobrecarguen y se hundan por intentar salvar a todos»,
razonaba otro.

«Que les jodan. En California siempre han sido unos sodomitas y
unos drogadictos, y el Señor les castiga por eso».
Sobre este tema había diversas variaciones que incluían también a las Vegas. Lo que no explicaban era por qué Dios castigaba también a un estado tan piadoso como la mormona Utah

Lo preocupante no eran aquellas opiniones. Chorradas siempre se habían leído en Internet. Pero la búsqueda «Liga de los Trece» no sólo ofrecía como resultado entradas de foros, blogs o debates de redes sociales. También había noticias de verdad.

«Tiroteo en la frontera entre Kansas y Missouri. Un grupo de hombres armados, autodenominados Patriotas de la Liga de los Trece, ha cortado la carretera 54 entre Port Scott y Deerfield y ha obligado a dar la vuelta a todos los conductores que venían del oeste. Cuando la policía del condado intervino, fue repelida por los disparos de los alborotadores, que causaron seis bajas entre los agentes».

Ése había sido el primer incidente. Después se habían producido más, hasta que llegado un momento las agencias ya ni informaban.

«Censura oficial»,
clamaba un usuario.
«El país se está viniendo abajo y nos lo quieren ocultar».

En ese momento, el móvil emitió el tema de Jerry Goldsmith para
Star Trek,
y en la pantalla apareció una animación de su madre diciendo:
«Joey, cómete las espinacas. Joey cómete las espi…».

Joey se apresuró a aceptar la llamada. Jamás se había sentido tan contento de hablar con su madre.

—¡Hola, mamá! ¿Qué tal están?

—Estamos bien, Joey. Ya hemos entrado en México. Tengo poca batería, así que si se corta…

—¡Qué coño vamos a estar bien! —exclamó su padre, quitándole el teléfono a su madre—. Mira cómo nos tienen, hijo.

Su padre giró en redondo con el móvil. Se hallaban en una tienda de campaña que era poco más que una lona tendida sobre dos palos y un enrejado de madera a modo de suelo. El interior estaba oscuro y abarrotado de gente.

Después salió de la tienda. Aunque era de día, no se veía mucho más que en el interior. Había muchísimos más pabellones, tan pegados unos a otros que apenas quedaba espacio entre ellos. Parecía que estaba nevando, pero cuando su padre dio una patada en el suelo y se levantó una nube de polvo, Joey comprendió que era ceniza.

—Pero ¿dónde les tienen, papá?

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