Atlántida (62 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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—Quiero comprender qué está pasando y por qué la Gran Madre se está comportando así. Debemos aprovecharlo para nuestro propio beneficio. Y te necesito para eso, Isa.

—Me lo pensaré.

—No juegues conmigo. Sabes que vas a venir, igual que lo sé yo.

—Adiós —respondió Sybil, y colgó.

Su hermano y ella no habían vuelto a entrar juntos en la cúpula desde el hundimiento de la Atlántida.

No, ni siquiera entonces. La última vez, Minos la había despreciado y había preferido entrar con Kiru.

«Y la culpa, en realidad, fue mía», se dijo Sybil. Fue ella quien, al ver a Kiru delante del altar, recordó de repente quién era.

Su madre. El Primer Nacido, el Execrable, les había borrado aquella memoria antes de desterrarlos en la isla sin nombre. Pero cuando Sybil la vio ante sí en la pirámide de la Atlántida, aunque fuera desnuda y con la boca cosida con hilos negros, la asaltó un turbión de recuerdos que no pudo contener.

A Minos le había sucedido lo mismo, con la diferencia de que él había insistido en que siguieran adelante con el sacrificio, aunque supusiera asesinar a su propia madre. «Ya sabes que, para abrir la cúpula, la vida de uno de nosotros vale como la de unos cuantos mortales», le dijo entonces.

Pero Sybil, por alguna razón estúpida, tal vez por un residuo de sensiblería humana que contaminaba sus genes, decidió que debían perdonarle la vida y que bien podían coexistir con una tercera inmortal.

¿Y si lo que le había ocurrido era que como mujer necesitaba a una amiga y como hija quería tener una madre?

Si así había sido, si se había dejado llevar por esas estúpidas debilidades, lo cierto era que Sybil no había tardado mucho en arrepentirse. Kiru había liberado a Atlas, y después había boicoteado el ritual de la cúpula, acarreando con ello la destrucción de la Atlántida. La isla en sí no tenía valor para Sybil, como no lo tenían las miríadas de vidas perdidas. Pero la cúpula había desaparecido en la erupción. Y, sin la cúpula, el poder de Sybil y Minos quedó reducido a una minúscula fracción de lo que había sido.

Por enésima vez, se dijo que una inmortal debería estar sola, completamente sola. ¿Cómo funcionan las religiones? Empiezan con muchas divinidades. Después se organizan en jerarquías dominadas por un dios soberano, y más tarde eliminan a todos los subordinados y se quedan con un solo dios supremo.

¿Por qué no una diosa suprema?

Ella misma conocía la respuesta: porque los humanos, al final, eliminan incluso a esa única divinidad y se vuelven ateos.

Por eso Sybil no tenía más remedio que viajar a Santorini. Porque debían utilizar la cúpula para llevar a los humanos al borde de la extinción y arrojarlos al barro de nuevo. Así no podrían vivir sin dioses.

«Así no podrán vivir sin mí».

Desde hacía un par de días ya tenía decidido volar a la isla. Pese a que cuando hablaba con Minos fingía renuencia, había hecho preparativos para despegar de Barajas al amanecer en un Gulfstream 750, un modelo más grande y rápido que el que había enviado a California.

El azar quiso que, unos minutos después de la llamada de Minos, mientras estaba sentada ante el espejo maquillándose la herida, recibiera noticias del primer Gulsftream.

—Acabamos de aterrizar en Londres para repostar —le dijo Olga, la piloto.

Olga le contó que llevaba a bordo a Alborada, pero que Adriano Sousa había desaparecido en la erupción de Long Valley.

—También llevo a un chico chicano y a un tipo con pinta de hippy llamado Randall.

—Háblame de ese Randall.

La descripción que le dio Olga encajaba con el sujeto al que buscaban, aunque también podría haber cuadrado con miles de personas más. Pero el asombroso poder de persuasión que demostraba Randall era un rasgo demasiado específico.

El
Habla.
Sin duda, se trataba del Primer Nacido.

—No puedo garantizarte que obedezca tus instrucciones, Sybil —le dijo Olga—. Cuando ese hombre está cerca me resulta imposible negarme a nada de lo que me pide. No me ocurre sólo a mí. Lo he hablado con el resto de la tripulación y les ocurre lo mismo. Es algo que me pone la piel de gallina.

—Tranquila. Haz lo que él te diga. ¿Dónde será vuestra próxima escala?

—Es una locura. Me ha ordenado que vaya a un lugar donde ha entrado en erupción otro volcán. —Olga bajó la voz—. Y no se separa apenas de mí. Lo tengo a cinco metros. Yo creo que me está escuchando.

—Es igual. Dime el lugar.

—Santorini.

Sybil sonrió. El viejo Atlas debía querer cobrarse la revancha sobre sus hijos. Pero olvidaba que ellos eran dos, y él sólo uno.

Después, cuando hubieran acabado con él, tendrían tiempo de buscar a Kiru. Esta vez no habría amor filial que la salvara.

—Perfecto, Olga. Buen viaje. En Santorini nos veremos todos.

Viernes
Santorini

Después de lo que Randall les había contado, Joey estaba seguro de que Santorini era un lugar casi tan peligroso como Long Valley. Quizá no hubiera un supervolcán, pero a cambio allí les aguardaba Minos, y probablemente Isashara.

¿Serían capaces de torturar a un niño rajándole la tripa como habían hecho con Randall?

Sin embargo, éste parecía muy tranquilo.

—Yo soy el Primer Nacido. Conozco algunos trucos que mis hijos nunca sospecharon.

—Entonces ¿por qué te apresaron y te encadenaron? —preguntó Joey.

Randall le miró de reojo con severidad fingida.

—Siempre poniendo el dedo en la llaga, ¿eh?

—Yo no…

—En aquel entonces eran diez. Cinco varones y cinco mujeres, todos ellos dotados del poder del
Habla y
muy enfadados con su padre después de haber estado cerca de un siglo castigados. Además, llegaron a la Atlántida de incógnito, disfrazados de comerciantes. —Randall se encogió de hombros—. Me pillaron por sorpresa.

—Pero luego nos contaste que en la Atlántida sólo gobernaban dos de tus hijos…

—Sí, los mayores.

—¿Qué pasó con los otros ocho?

—Isashara y Minos se las arreglaron para irlos matando. Se aliaron con seis de sus hermanos para matar a los dos primeros, con cuatro para asesinar a dos más… Digamos que al final sobrevivieron los más fuertes. O los más despiadados.

Randall sonrió con tristeza.

—Creo que nunca supe enseñar a mis hijos las virtudes de compartir.

El reactor bajó de repente unos cuantos metros al pillar una turbulencia. Joey levantó los brazos y gritó «¡oooh!» como si hiciera la ola en un estadio. Nada podía ser peor que el despegue de Long Valley, entre las dos fauces recién abiertas del supervolcán. Estaba convencido de que, después de eso, sería capaz de montar en una lanzadera espacial sin marearse.

—Ya casi estamos llegando, Joey.

Randall miró hacia la cola del avión, y Joey le imitó. Alborada dormía, reclinado en el asiento. Joey ignoraba qué había ocurrido entre él y Randall, pero era evidente que después de aquello el español se había quedado mucho más tranquilo. La impresión que le daba a Joey era la de un presidiario al que le hubieran quitado la cadena y la bola de metal.

—Dejémosle que duerma. Ven conmigo, Joey.

Randall llamó a la puerta de la cabina de mando y esperó cortésmente a que le abrieran. Cuando la azafata se asomó, preguntó:

—¿Les importa que veamos el aterrizaje desde aquí?

La piloto cruzó una mirada con el copiloto, y después se volvió hacia Randall.

—Está bien. Al fin y al cabo, va a hacer usted lo que quiera.

La azafata le cedió a Joey su puesto, y se retiró a la cabina de pasajeros. Randall se quedó de pie, sujetándose con las manos en los respaldos de los asientos.

—No es el modo más seguro de aterrizar —le dijo la piloto.

—Confío plenamente en sus capacidades, Olga —respondió Randall.

Estaba amaneciendo. Pero en lugar del gris acerado y frío propio del alba, el mar y el cielo se veían teñidos de rojo. A esas alturas, Joey ya sabía que el color se debía a la ceniza volcánica.

—Es la primera vez que contemplo mi antiguo hogar desde el aire —dijo Randall.

Se estaban acercando a Santorini desde el norte. Randall señaló con el dedo mientras daba explicaciones a Joey.

—Esa gran C es Tera, la isla principal. La que ves a la derecha, que no llega a cerrar la C, es Terasia. Antes de la erupción, las dos estaban unidas. Y esas islas pequeñas que ves en el centro de la bahía son las Kameni.

—¿Son los restos de la gran isla central?

—No. —Randall se acercó más a Joey y bajó la voz—. Tras el hundimiento de la Atlántida, toda la bahía quedó vacía. Esos islotes aparecieron después, cuando el volcán volvió a despertar. No son más que una legaña comparada con lo que había antes. La montaña era el doble o el triple de alta que esa que se ve allí a la izquierda. Imagínate toda esa cantidad de rocas hundiéndose bajo tierra y luego volando por los aires.

Joey podía imaginárselo perfectamente. Si llegaba a viejo, cosa de la que a ratos dudaba, podría contar: «Yo estuve en Long Valley y sobreviví». Y no a veinte o treinta kilómetros del cráter, no: en el mismo centro de la erupción, huyendo de ella en un coche con el parabrisas roto.

El volcán de Santorini ya había despertado. Joey observó que de la mayor de las Kameni se levantaba una columna de humo blanco, como si hubiera una fábrica o una central térmica funcionando a pleno rendimiento.

Pero era tan sólo una humareda comparada con la columna de gas y vapor que se levantaba a la izquierda, desde el mar. Joey calculó un instante los puntos cardinales y pensó que estaba al este de Santorini.

—¿Qué es eso?

—Kolumbo, un volcán submarino.

—¿Es peligroso?

—Vaya que si es peligroso —intervino la piloto—. Éste debe ser el único avión que lleva pasajeros a la isla. Todos los demás la están evacuando.

—Tranquilo, Joey —dijo Randall—. Después de haber sobrevivido al gran dragón de Long Valley, el fuego de esta lagartija sólo puede hacernos cosquillas.

Joey se estiró en el asiento para ver mejor. Se veían llamaradas que salían del agua y grandes chorros de vapor blanco que se mezclaban con el humo negro. Pese al ruido de los motores, el fragor de la erupción les llegaba como un runrún constante y pesado.

—Tenemos suerte de que el viento sopla hacia el este —comentó la piloto—. Se lleva el humo y las cenizas lejos de la isla. De lo contrario, no podríamos aterrizar.

—Cuando acabemos —dijo el copiloto— habrá que darle un buen baño a este aparato. Ha atravesado ya demasiadas nubes de ceniza.

Al principio, tal como Joey había visto en la pantalla de información, tenían previsto llegar a Santorini sobrevolando Italia y el mar Adriático. Pero apenas despegaron de Londres habían recibido informes de que la erupción de Nápoles se había agravado durante la noche, y Joey volvió a oír la ominosa palabra «supervolcán». Una inmensa nube negra se dirigía hacia el centro y el norte de Italia. Las cenizas estaban cayendo ya sobre Roma como una espesa nevada, y no tardarían en llegar a Florencia. La piloto consultó con los controladores de vuelo, que desviaron al Gulfstream por otra ruta que los llevó a atravesar Austria y Serbia.

—Si llegamos a tardar más, no nos habrían dado permiso para volar hasta Santorini —dijo la piloto—. Si la erupción de Italia sigue y el viento continúa soplando hacia el norte, me temo que en poco más de veinticuatro horas todas las rutas que cruzan el centro do Europa quedarán Interrumpidas.

El avión desplegó el tren de aterrizaje. La sombra de la columna volcánica de Kolumbo se proyectaba sobre el terreno de la isla, que ascendía hacia la derecha, hacia los acantilados que se asomaban sobre la bahía central.

Joey hizo balance. Tenían cerca dos volcanes: uno en el mar, vomitando lava, y otro en el centro de la bahía, que por el momento se conformaba con mandar señales de humo. Los estaba aguardando un tal Spyridon Kosmos, que también se llamaba Minos, era un megamillonario y a la vez un inmortal que en el pasado se dedicaba a arrancar corazones y albergaba un odio encarnizado hacia Randall. Todo eso mientras otros volcanes seguían arrojando a la atmósfera cenizas y otras porquerías que amenazaban con provocar una nueva glaciación.

Y, sin embargo, Joey se sentía lleno de confianza. A esas alturas, ya sabía que Randall estaba influyendo en él por medio de ese poder al que llamaba el
Habla
aunque lo utilizara en silencio.

Pero le daba igual. Prefería sentir ese bienestar, aunque fuese inducido, que el miedo que habría experimentado de no ser por su amigo.

A Joey el aeropuerto londinense donde habían repostado, Heathrow, le había parecido una monstruosidad. El de Santorini, en cambio, era muy pequeño y le recordó más a los que había conocido hasta entonces, en Mammoth Lakes y Port Hurón.

Sin embargo, había mucho tráfico. Casi diez veces más de lo habitual, según les informó la piloto. En cuanto se posaron los mandaron lejos de la pista, pues no hacían más que aterrizar y despegar aviones privados y, sobre todo, del ejército.

Una vez en tierra, tuvieron que pasar por el control de pasaportes. Un pequeño problema. Alborada, que era el único que lo tenía, no lo necesitaba, ya que era ciudadano de la Unión Europea.

Joey tardó un rato en darse cuenta de lo que le pedían, porque estaba distraído viendo los carteles con esas letras tan raras —a algunas parecía que les hubieran quitado trazos con una tijera—, y oyendo cómo por megafonía decían todo el rato algo muy gracioso que sonaba parecido a
Kirikekiri.

—Te estoy pidiendo el pasaporte, hijo —insistió el policía en un inglés tan abierto y lleno de erres como el de un mexicano.

—Éste es nuestro pasaporte —dijo Randall, enseñando el carnet de conducir falso que se había agenciado en el parque de caravanas—. Vale para los dos.

—Vale para los dos —asintió el policía.

Joey contuvo una risita. Acaba de imaginar a Randall como a Obi Wan y a sí mismo como Luke Skywalker, recién llegados a Mos Eisley y usando la Fuerza para convencer a las tropas de choque imperiales de que les dejaran pasar.

Eran las ventajas de ir con el bueno. Con el jefe de los superhéroes, con el maestro de los jedis, con el auténtico Mr. Spock. Nadie podría derrotar a Randall el inmortal, el Primer Nacido.

La sala de espera se hallaba atestada de gente con maletas, bolsas, mochilas, garrafas de aceite, sacos de patatas y hasta alguna que otra cabra. Se oía un guirigay de voces, protestas, llantos de niños e incluso risas histéricas. Todos eran turistas y habitantes de la isla que aguardaban su turno para salir de Santorini. Los únicos que llegaban eran ellos.

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