Pero, mientras el sol bajaba, el suelo seguía trepidando con temblores cada vez más frecuentes, agrupados en racimos.
Las horas se le hicieron eternas. A ratos el viento cambiaba y se llevaba lejos la nube de Kolumbo. Pero a última hora de la tarde, la lluvia de ceniza se intensificó. Cada vez resultaba más molesto respirar.
Iris se levantó y trepó a una roca. Estaba segura de que ya no podían verla, pues desde allí no alcanzaba a ver el mar. Ni siquiera la mansión de Kosmos: tan sólo intuía su presencia por el difuso resplandor de unas luces en aquella extraña niebla.
Con mucho cuidado, salió de la zona de
aa
y tomó el camino que bajaba hacia el embarcadero. Una vez allí, ya decidiría qué hacer.
El camino se le hizo más largo de lo habitual, pues tenía que avanzar con suma precaución para no tropezar o caer por las cuestas y barrancos que rodeaban el sendero. Por fin, llegó a la ensenada. En ese mismo momento estaba arribando un barco con las luces encendidas, un pequeño pesquero.
Iris se agazapó tras unas rocas. Seguramente, los recién llegados serían hombres de Kosmos. Cuando desembarcaran, quizá podría subir al barco y sacarlo de allí. Iris no tenía licencia de patrón, pero en Islandia y después en Hawaii había pilotado más de una barca. No podía ser tan difícil.
Salvo porque apenas había visibilidad.
Oyó pasos que subían por el camino, y se agazapó un poco más. Después oyó voces masculinas. No hablaban en griego, sino en español.
—¿Y ése es tu fantástico plan? —preguntó una voz que le sonaba familiar.
—Deja de tocar las narices, Herman. Si se te ocurre algo constructivo, dilo. Si no, cierra el pico.
Esa segunda voz no sólo le era familiar, sino de sobra conocida. Iris salió de detrás de la roca y se plantó en el camino.
Cinco figuras brotaron de entre la niebla. Eran cuatro hombres y una mujer joven y muy guapa que llevaba en brazos un perrito al que trataba de cubrir de la lluvia de ceniza.
Al ver a Iris, Gabriel Espada se paró en seco en mitad del camino.
—¡Iris!
Después de dos días de miedo, soledad y tensión, Iris se dejó llevar por el impulso, corrió hacia Gabriel y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—¡Has venido! ¡Has venido!
Gabriel la apartó un poco y la miró a los ojos.
—Claro que he venido. A veces puedo parecerlo, pero no soy un fraude, Iris Gudrundóttir.
El suelo tembló con tanta fuerza que Iris tuvo que agarrarse más fuerte a Gabriel para no caer. Unos segundos después, se oyó una fuerte explosión.
Iris se volvió. Todo lo que había más allá de cincuenta metros era un borrón difuso, que empezaba a teñirse de rojo por la caída del sol. Pero más allá se veía un carmesí más intenso, un resplandor que fue ganando altura poco a poco.
Lava, sin duda. La erupción había empezado. Iris cruzó los dedos para que fuera tan lenta como la del año 2012. Eso les dejaría unas horas.
Pero no confiaba demasiado en ello.
Joey estaba empapado de sudor. En parte era por el calor y en parte de miedo.
Se hallaban en una especie de garaje o hangar subterráneo mal ventilado. El aire acondicionado estaba apagado para evitar que entraran los gases del volcán. Aun así, se notaba el olor a ceniza y a azufre.
En el centro del hangar había una cúpula metálica, de color dorado, cuya superficie emitía de vez en cuando destellos verdosos, como si estuviera viva.
Joey estaba de rodillas, con las manos atadas a la espalda, la boca amordazada con un pañuelo y los tobillos unidos por más ligaduras. A su derecha se encontraba Alborada, en situación tan comprometida como la suya. Un poco más allá se veía a Randall, clavado a la puerta que los criados de Minos habían apoyado en una columna de hormigón.
«Haz algo, Randall», pensó Joey, sollozando. No podía creer que su héroe se hubiera dejado derrotar con tanta facilidad por el archienemigo.
Pero Randall tenía la barbilla caída sobre el pecho y los ojos cerrados, y respiraba tan despacio que a ratos parecía más muerto que dormido. Al menos, sus heridas habían dejado de sangrar.
A la izquierda de Joey había más prisioneros arrodillados. El que tenía al lado era un hombre ya mayor, canoso y panzudo, que no dejaba de sudar y murmurar bajo la mordaza. El siguiente era un tipo rubio, mucho más joven y con músculos de gimnasio. Como era tan alto, le tapaba a Joey el resto de la fila. Pero al entrar al garaje los había contado: siete personas, todas ellas atadas y amordazadas por si sentían tentaciones de huir.
Era casi imposible que eso ocurriera. Randall ya les había explicado en qué consistía el
Habla, y
en el pequeño aeropuerto de Mammoth Lakes Joey había sido testigo de los asombrosos efectos de su poder.
Ahora había dos inmortales en el garaje. Minos, alias señor Kosmos, había demostrado ser más poderoso que Randall. Por si eso no bastara, tenía a su lado a su hermana Sybil o Isashara, o como demonios se llamara. Entre los dos emitían tales efluvios que la atmósfera que reinaba en el garaje era de puro pavor. Nadie osaba moverse, y se oían gemidos y sollozos constantes sofocados por las mordazas.
Cada pocos minutos, la tierra temblaba. Unas veces era tan sólo una leve trepidación que se sentía en las rodillas, pero otras veces el suelo se movía a los lados durante unos segundos haciendo que los prisioneros perdieran el equilibrio. Joey ya se había caído una vez, y un criado había acudido a enderezarlo sin contemplaciones.
Estaba aterrorizado. Tenía los pantalones mojados. Al menos, él sólo olía a orina. El hedor que despedía el viejo que tenía a su lado sugería algo peor.
Joey sabía que le podía ocurrir a él en cualquier momento. Tenía que hacer grandes esfuerzos para que no se le soltaran los intestinos allí mismo, lo que le hacía sudar todavía más.
Cuando llevaban arrodillados media hora, o tal vez más, una criada vestida con una larga falda de volantes bajó por la escalera.
—Señor Kosmos. Ya ha oscurecido.
—¿Y la luna?
—No se ve. Hay demasiado humo.
—A estas horas la luna ya ha salido —dijo Sybil—. Podemos empezar.
Sybil Kosmos llevaba un vestido del mismo estilo que las criadas de la mansión. Pero el suyo era mucho más lujoso, y estaba cubierto de adornos de oro que tintineaban al andar. También llevaba unos pendientes que rozaban sus hombros y gruesas pulseras en los brazos y ajorcas en los tobillos.
Además, se había abierto la chaqueta a ambos lados y llevaba los pechos al aire. En otras circunstancias, las hormonas adolescentes de Joey le habrían hecho torcer el cuello y los ojos para no perder de vista las tetas de la famosa SyKa. Pero ahora no se le ocurría ningún pensamiento excitante. Tan sólo que esa psicópata iba a hacer algo muy malo con ellos.
O más bien lo iba a hacer su hermano mellizo. Minos empuñaba un hacha de doble hoja. Por la forma en que pasaba los dedos por el filo, daba la impresión de que no la llevaba de adorno.
—¡Venid aquí! —dijo Minos.
La orden iba dirigida a los criados. Eran tres hombres ataviados como él y tres mujeres vestidas como Sybil. Los seis acudieron corriendo a la llamada de su jefe y formaron en fila ante él. La atmósfera de miedo que reinaba en el garaje también los afectaba a ellos: Joey observó que les temblequeaban las piernas.
—Os agradezco vuestra fidelidad y vuestra entrega. Ahora voy a pediros que me rindáis un último servicio. —Minos hizo una pausa dramática y añadió—: Vosotros también contribuiréis al sacrificio. ¡De rodillas!
Una nueva oleada de miedo brotó de Minos y se extendió por el hangar. Los criados se apresuraron a obedecer y se postraron ante su amo, con tanto brío que se oyó cómo los huesos golpeaban el suelo de hormigón.
Joey sintió un nuevo retortijón y apretó el vientre. Olía peor que en el remolque del viejo Ben, que tenía fama de ser el tipo más guarro del parque de caravanas de South Fresno. Era una mezcla de sudor agrio como yogur, orina, excrementos, azufre y humo. Y por encima de todo ello flotaba algo que era y no era olor. El miasma del miedo. El
Habla
que Minos y Sybil estaban utilizando para paralizar a sus víctimas.
Joey oyó un gemido ahogado a su lado. Miró al hombre viejo que tenía a la izquierda. Se acababa de desplomar sobre el grandullón rubio. Éste se lo quitó de encima con los hombros, y el viejo resbaló hasta el suelo. Allí se agitó unos segundos y después se quedó inerte, con la mirada clavada en el vacío.
Su corazón no había resistido. Al menos, pensó Joey, se ahorraría otros horrores.
Minos se acercó al viejo y se acuclilló junto a él, sin soltar el hacha. Después miró hacia la cúpula dorada.
Parte de su superficie se había vuelto verde, el equivalente a unos cinco minutos en la esfera de un reloj.
—Así que no es necesario derramar sangre —comentó Minos—. Es la muerte, en sí lo que hace que la cúpula cambie de color y se abra.
Mientras Minos se incorporaba, la tierra volvió a temblar. Esta vez lo hizo con más fuerza y la sacudida fue distinta. En las ocasiones anteriores el suelo se había movido de lado a lado, pero ahora subía y bajaba, subía y bajaba. Joey chocó contra Alborada, que aguantó su peso y evitó que cayera.
Pasados unos segundos, el temblor remitió.
En el suelo, cerca de la cúpula, se veía una grieta que Joey no había visto antes. Aunque el terremoto había cesado, notaba en las rodillas una vibración continua y grave que subía por su cuerpo y le hacía cosquillas en el pecho.
—Nuestro volcán ha despertado, amigos —dijo Minos—. Disculpadme si me doy prisa y no dedico a cada uno el tiempo que sin duda se merece.
Mirando de reojo a Joey y Alborada, Minos acarició el mango del hacha.
—Éste es un buen sitio para empezar.
—¡Espera! —exclamó Sybil.
«Eso, espera», pensó Joey.
—¿Qué ocurre? —preguntó Minos, volviéndose hacia ella.
Sybil había sacado un móvil de un pliegue de su falda, Joey se preguntó si habría regresado la cobertura.
—Las cámaras del puerto. Hay intrusos que han desembarcado en la isla y suben a la mansión.
—¿Cuántos son?
—Con la ceniza no se ve bien, pero creo que hay cinco o seis.
—¡Justo lo que nos hace falta! —exclamó Minos—. ¿Podrás encargarte de ellos?
Sybil torció el gesto. Joey pensó que no le hacía ninguna gracia recibir instrucciones. Pero ella se guardó el móvil y se dirigió hacia la escalera de salida.
«Mientras los trae, viviremos un rato más», se dijo Joey.
Pero Minos le decepcionó. Volvió a empuñar el hacha en ambas manos, se plantó ante él y dijo:
—Lo siento, jovencito. Vamos a ir adelantando trabajo. Tú serás el primero.
La mansión apareció casi de repente, a menos de veinte metros. Gabriel se sobresaltó al verla. Era como conducir por la autopista en un día de niebla y toparse con un camión surgido de la nada.
Sólo que aquella niebla estaba compuesta de cenizas y gases volcánicos. Gabriel se había atado un pañuelo en la cara a modo de máscara, pero los fragmentos de ceniza eran tan diminutos que se colaban por los poros del tejido y penetraban en la nariz y la boca, irritando la garganta y los bronquios.
Para llegar al edificio tenían que atravesar un estrecho sendero en cuesta, flanqueado a la derecha por grandes peñascos de basalto y a la izquierda por una abrupta pendiente que caía a una hondonada. De ella subían nubes de gas y un ominoso burbujeo,
plop-plop-plop,
como si la madre Tierra estuviera guisando un extraño estofado de lava y lodo.
El suelo temblaba constantemente, como el grave ronroneo de un gato gigante enterrado bajo tierra. Según Iris, aquel tremor volcánico precedía a la erupción definitiva.
Si es que ésta no había empezado ya.
El sol se había puesto hacía media hora. Pero la niebla seguía teñida de carmesí, como si la sangre del crepúsculo hubiera quedado colgada del aire, o como si la propia esencia de la bruma fuera el fuego. Todo el paisaje recordaba al infierno de Dante. La mansión que se alzaba oscura ante Gabriel podría haber sido la morada de Hades. Por detrás del edificio, a lo lejos, se atisbaban unos relámpagos rojos que subían a las alturas acompañados por sonoros truenos, como una tormenta que en lugar de caer del cielo brotara de la tierra.
Sí, la erupción ya había empezado. Gabriel experimentó una intensa sensación de
deja vu.
Con Kiru había estado junto a otro volcán. No, en realidad era el mismo volcán, pero tres mil quinientos años antes.
Con una diferencia. Gabriel ya no era un pasajero en la mente de otra persona. Era su propio cuerpo el que podía ser abrasado por el volcán.
Se volvió al oír pisadas. Aunque estaba agotado y dolorido, sus largas zancadas habían hecho que se adelantara. Los demás venían a pocos metros: Enrique, Valbuena, Iris y un poco más atrás Herman, que con sus ciento diez kilos estaba sufriendo para subir las cuestas que conducían a Nea Thera. Las linternas proyectaban haces fantasmales que en la niebla roja parecían largas espadas de jedi.
Faltaba Kiru. Gabriel se alarmó. Era muy extraño que se hubiese separado de él. ¿Se habría perdido entre la niebla?
—¿Dónde está Kiru? —preguntó, levantándose el pañuelo.
Los demás miraron atrás, perplejos. Nadie se había dado cuenta de su ausencia.
—¡Tenemos que entrar ya! —exclamó Iris. Con la ceniza, su pelo de cuervo parecía el de una anciana canosa—. ¡La luna ha salido ya, y ese psicópata debe estar matando gente!
Era una de las objeciones, y no pequeñas, que Gabriel había ido posponiendo. No tenía muy claro qué harían dentro de la cúpula, qué clase de diálogo o negociación podrían sostener con la Gran Madre. Pero incluso antes de entrar en la cúpula se les presentaba una dificultad. Para abrirla necesitaban vidas humanas.
Mientras Herman y Enrique desandaban sus pasos para buscar a Kiru, Gabriel se volvió hacia la mansión. Había oído el crujir de la ceniza bajo unos pies. ¿Se habría adelantado Kiru sin que él se diera cuenta?
De la bruma rojiza surgió una figura con una antorcha en la mano.
Era una visión del pasado. Gabriel se sintió de regreso a las vivencias que había compartido con Kiru. Por el angosto camino bajaba una mujer vestida con una chaquetilla ceñida y una falda de campana.