Esta vez fue Randall quien lo abrazó. Y de pronto recordó que había habido cientos, tal vez miles de olas como ésa. Muchos otros Joeys, y Elenas, y Abrahams, y Tarquinios, y Mustafás. Los había olvidado porque los había querido.
Porque ellos le habían querido.
—Randall —repitió Joey, abrazado a aquel cuerpo que irradiaba poder, apretujándolo como si el suelo alrededor de ellos ya no fuera fiable.
Y no lo era.
Hubo un nuevo temblor. Esta vez el suelo pareció moverse en ondas, a los lados y arriba y abajo a la vez. Randall se tambaleó y Joey no tuvo más remedio que soltarlo. Pero cuando se iba a caer, Randall le agarró la mano.
—¿Ves la cúpula, Joey?
Joey asintió.
—Debemos conseguir que se abra. En realidad,
debo
hacerlo yo.
—¿Cómo piensas hacerlo? —dijo Joey. El gesto de Randall no presagiaba nada bueno.
—¿Tienes ahí tu móvil, Joey?
—Sí. Pero casi no le queda batería.
—No voy a llamar. Sólo quiero saber que lo tienes bien guardado. No vas a querer perderlo.
—Pero, ¿para qué…?
Visto desde fuera, Joey se detuvo como un vídeo en pausa mientras Randall le rodeaba la cabeza con las manos y le ponía los pulgares en las sienes.
Visto desde dentro, Joey se sintió desgajar de su cuerpo. Su mente entera era ahora un terrible dolor, como si le hubieran puesto un casco cuatro tallas menor que su cabeza. Tormentas atronadoras de palabras desconocidas en lenguas no soñadas cruzaron su pensamiento arrastradas por un huracán de fuego.
Ura
muruna ménin áeide virumque negaléshera urusamsha ulomenen murágkala valíminar…
Y como empezó, terminó. Ahora veía de nuevo a Randall, delante de él. Le estaba hablando en un idioma que Joey entendía desde hacía apenas unos segundos.
—Guarda lo que sabes. Recuerda lo que fui.
Randall soltó la cabeza de Joey. Después se acercó al español alto y delgado de los ojos verdes, Gabriel Espada.
—Suerte dentro de la cúpula —dijo Randall.
Luego se dirigió a la mujer joven que en realidad tenía miles de años.
—Adiós, Kiru. Si alguna vez te viene algún recuerdo y piensas en mí, por favor, no lo hagas con rencor.
Por último se aproximó a Alborada, le dijo algo al oído y le estrechó la mano. Todos estaban expectantes por ver qué hacía Randall, y en el silencio sólo se oían los tronidos cada vez más cercanos de la erupción.
Randall caminó hacia la cúpula. Pero Joey se interpuso en su camino.
—¿Qué vas a hacer? ¡Me estás asustando!
—Me voy. Y tú te quedas.
—¡No!
—No me discutas, Joey. Mi vida aquí ha terminado.
—¡Pero tú decías que la vida es lo más importante, que cada vida es algo único!
—Precisamente por eso debo ofrecerla. La cúpula no acepta ofrendas sin valor.
No había ni rastro del
Habla,
era la voz del Randall de siempre. Joey sintió un nudo en la garganta al pensar en aquella paradoja. «Siempre» era una palabra que había adquirido un nuevo significado en los últimos días horas. Especialmente, referida a Randall. El Primer Nacido, el Inmortal.
Que ahora se había empeñado en morir.
—¡Seguro que hay otra forma!
—No, Joey. No la hay. Además, quiero que mi vida en este mundo termine así. Estoy cansado de olvidar. Ya no olvidaré más.
—Pero…
—No te olvidaré a ti.
Joey abrió la boca. Mil palabras se agolpaban en su mente. Pero el corazón se le estaba desgarrando por dentro, y lo único que consiguió emitir fue un gemido casi animal, de cachorro. La cara de Randall se le desdibujó por completo, como si la viera a través de una cascada. Las lágrimas no le dejaban ver, el dolor del pecho no le dejaba respirar.
Randall pareció compadecerse de él. Le puso las manos en los hombros y dijo:
—Te quiero, Joey. Has sido un buen amigo. El mejor amigo de mi vida.
Joey volvió a abrazarse a él, llorando convulsivamente. Todos los conceptos de vida y muerte con los que había jugado en su alma de adolescente no parecían significar nada ante aquel momento de piedra. Randall iba a morir.
Para siempre.
—Por favor —reclamó Randall, mirando alrededor.
Herman, el español gordo, se acercó y tiró de Joey. Éste se sintió de repente demasiado débil para mantenerse de pie y se dejó colgar de los brazos de Herman. Los mocos le caían por la cara sucia de ceniza como a un niño pequeño.
Randall los miró a todos y sonrió con una tristeza que al mismo tiempo estaba teñida de esperanza.
—Buena suerte —se despidió de ellos.
Gabriel contuvo el aliento, como todos. Lo que había visto unos minutos antes, cuando Valbuena y Randall tocaron la cúpula, le hacía sospechar lo que iba a ocurrir.
Randall se acercó al cuadrante de la cúpula que, tras la muerte de Sideris, se había teñido de verde. Una vez allí, abrió los brazos, plantó ambas manos en la superficie del artefacto y apoyó la frente.
El zumbido del campo eléctrico que rodeaba a la cúpula se hizo más intenso. Los zarcillos que coloreaban de verde aquel sector se extendieron por toda la pared. Era como contemplar el crecimiento de una hiedra o una enredadera en una película acelerada mil veces.
Lo más extraño era que aquel proceso también estaba afectando a Randall.
Sus manos se habían hundido ligeramente en la superficie de la cúpula, como si ésta fuese de mercurio dorado. Apenas un segundo después, los filamentos verdes empezaron a extenderse por sus dedos, y de ahí pasaron a sus muñecas y antebrazos, y también a su frente, apoyada en la cara exterior del artefacto.
Nadie hablaba. Gabriel se volvió hacia los demás. Todos tenían los ojos clavados en Randall, incluso el muchacho, que se apretaba contra Herman y trataba de contener los sollozos.
Pensó en preguntarle a Randall si sentía algún tipo de cosquilleo, o si aquella especie de metamorfosis era dolorosa. Pero se dijo que cualquier palabra podría perturbar el proceso o alterar la dignidad de aquel rito fantasmal.
Gabriel se había acercado tanto a Randall que, si estiraba los brazos, podría haberlo tocado. Así vio cómo los misteriosos zarcillos se extendían por su rostro y recorrían su larga barba, como finísimos cables de fibra óptica que se entrelazaban con sus pelos.
No, no se entrelazaban con ellos. Los estaban sustituyendo.
Fuese lo que fuese aquel material, orgánico, sintético, mineral o todo a la vez, se estaba apoderando del cuerpo de Randall. Los filamentos no sólo recubrían su piel, sino que se hundían bajo ella.
Quizá Randall no quería moverse, o tal vez no podía. Cuando todo su rostro era ya una máscara de hilos verdes, un débil aliento salió de sus labios. Gabriel se acercó más, con mucho cuidado de no tocarlo para no alterar el proceso ni verse atrapado en él.
—… los niños…
A Gabriel le pareció escuchar que había dicho
«salva a los niños»,
pero de la boca de Randall no brotó ningún sonido más.
Él mismo notaba erizado todo el vello del cuerpo, y un peculiar cosquilleo dentro de la boca, como si estuviera chupando los bornes de una pila de petaca, e incluso le pareció sentir que saltaban chispas entre sus dientes.
Randall ya ni siquiera respiraba. Los filamentos verdes habían llegado a sus hombros, y de ahí se extendieron rápidamente por su cuerpo. La ropa no parecía interesarles: los tejidos se deshacían literalmente ante el avance de aquel extraño ejército invasor y caían convertidos en un polvo finísimo que, incluso antes de llegar al suelo, desaparecía en el aire.
Por fin, todo el cuerpo de Randall quedó envuelto por la delicada filigrana verde que cubría ya la superficie completa de la cúpula. Él mismo se había convertido en un apéndice del domo: en los minúsculos entresijos entre los filamentos, su piel o lo que hubiera sustituido a su piel mostraba el brillo metálico del oro.
Y fue entonces cuando, con el mismo chirrido estridente que había escuchado en las visiones de la Atlántida, la pared del artefacto se abrió.
La cúpula había aceptado a Randall.
Gabriel respiró hondo. Se dio cuenta de que llevaba un rato conteniendo el aliento. Y al volverse hacia sus compañeros, comprobó que no era el único que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No se demore más, señor Espada —dijo Valbuena—. Debe honrar el sacrificio de Atlas.
Los intervalos entre temblor y temblor se hacían más breves, y ni siquiera en ellos el suelo dejaba de vibrar del todo. El olor a azufre y ceniza quemada era cada vez más intenso.
«Estamos demasiado cerca», pensó Gabriel. Por muy bien construido que estuviese el palacio, no aguantaría mucho rato más. Sobre el fragor de la erupción se oían ruidos siniestros que le hacían pensar en un equipo de demolición.
Tenía que entrar a la cúpula ya. Pero antes, había una cuenta que debía saldar. Se acercó a Iris con paso cauteloso.
—Toma. Esto es tuyo —le dijo. Le metió algo en la mano derecha y él mismo le cerró los dedos.
Cuando Iris los abrió, vio que se trataba de un paquetito hecho con billetes de cincuenta.
—Cuatrocientos euros. Son tuyos. —Gabriel la miró a los ojos—. Siento haberte engañado, Iris. Créeme si te digo que me arrepentí al momento.
Ella asintió y se guardó el dinero en el bolsillo trasero del pantalón.
—Y yo siento haberte dicho que eras un fraude. Has demostrado ser muy valiente viniendo hasta aquí.
Ambos se cogieron las manos un segundo. El apretón podría haber acabado en algo más, pero Herman tiró de Gabriel.
—¡Esto se nos va a caer encima! ¡Rápido!
Prácticamente lo llevó a empujones hasta la cúpula, donde ya le aguardaba Kiru. Ella entró la primera, agachándose, y Gabriel se dispuso a seguirla. En ese momento, Enrique dio una breve carrera y se acercó a él. Tenía las mejillas coloradas.
—No sabemos cómo va a acabar esto, así que…
Vaciló durante unos instantes, y luego acercó el rostro a Gabriel y le besó en la boca. Al hacerlo entreabrió los labios apenas unos milímetros. Dos latidos después se apartó.
—Mucha suerte, Gabriel. Te quiero.
Gabriel le miró desconcertado, pero después sonrió. Sospechaba que Enrique llevaba mucho tiempo deseando hacer eso. Curiosamente, no le había resultado desagradable, sino tierno.
—Gracias —dijo. Y un segundo después, aunque seguramente para él no significaba lo mismo que para Enrique, añadió de corazón—: Yo también te quiero.
Después dirigió una última mirada a Randall. Con las manos y la frente apoyadas en la cúpula, era como si la empujara, o acaso como si sostuviera su peso. Desnudo y fundido en aquel extraño metal orgánico entre verde y dorado, parecía una estatua de bronce unida al artefacto.
Entonces comprendió.
Según el mito, Atlas había sido castigado por sus rivales, los nuevos dioses, a cargar para siempre con la cúpula de bronce del firmamento.
Aquel mito debía haberlo propagado el propio Randall no como una interpretación del pasado, sino como una premonición del futuro. Ahora Atlas se había fundido con la cúpula de oricalco de la Atlántida, tal vez por toda la eternidad.
Gabriel respiró hondo. Era el momento de entrar.
El interior de la cúpula era lo bastante espacioso para que Gabriel pudiera estar de pie sin agachar la cabeza. Por dentro, la superficie metálica también brillaba, pero con una luz más cálida, pues allí el dorado se mezclaba con líneas rojas que se desplazaban y ondulaban como una taracea cambiante.
Gabriel miró hacia la puerta. Seguía abierta, pero una cortina luminosa, como una especie de campo de fuerza, impedía ver qué había al otro lado.
Estaban solos dentro de la cúpula.
Kiru le tendió una mano. Las luces juguetearon en su dorso como reflejos de agua en el techo de una cueva.
Antes de decidirse a tocarla, Gabriel recordó cómo habían actuado Kiru y Minos dentro de la cúpula. No sabía si era imprescindible imitarlos en todo, pero seguramente tampoco perjudicaría a su misión.
—Sentémonos.
Una vez acomodados en la posición del loto, tan cerca que sus rodillas casi se rozaban, Gabriel extendió ambas manos y tomó en ellas las de Kiru. Al tocar su piel, sintió un estallido de dolor en la cabeza…
… que se convirtió en calor, un calor reconfortante que se extendió por sus miembros y los disolvió, hasta que de pronto no tuvo cuerpo.
Pero ahora no se hallaba
dentro
de Kiru, sino entrelazado con ella, en algún lugar que no era lugar. Estaba agazapado en una especie de bolsillo dimensional, un escondrijo seguro desde el que podía extender zarcillos inmateriales terminados en garfios de energía con los que podía engancharse a la red de la mente de Kiru.
Y gracias a ella podía asomarse y contemplar otra red increíblemente mayor.
La mente de la Gran Madre era una vastísima malla, de trillones o cuatrillones de puntos físicos. En su origen debía ser tridimensional, pero, al menos tal como la percibía Gabriel desde la cúpula, se extendía por muchas más dimensiones del espacio y del tiempo. Era una inmensa nebulosa de puntos luminosos, gemas talladas en verde, azul, carmesí, blanco, púrpura, y entrelazadas entre sí por senderos que se retorcían sobre sí mismos, como un cúmulo estelar en que cada estrella estuviese unida a las demás por túneles de plasma.
Algunos de esos túneles se internaban en universos paralelos, geometrías extrañas que en cierto modo eran pequeñas versiones de aquella mente colosal.
Kiru extendió sus propios zarcillos por la entrada de esos túneles. Gabriel la siguió y tiró de ella para que no se perdiera en aquellos desvíos. Pero él mismo se quedó maravillado durante un instante.
Pues cada uno de esos pequeños universos conectados a la Gran Madre era una vida. Una vida humana.
Allí estaban los recuerdos, la información vital de cada una de las personas que habían sido sacrificadas ante la cúpula de oricalco.
Tal como había sugerido Valbuena, la cúpula no exigía sangre ni reclamaba muertes. Era la vida en sí lo que abría el canal de comunicación. La cúpula quería vidas, más no para destruirlas, sino para conservarlas.
Pues todos aquellos hombres y mujeres seguían vivos allí, unidos a la Gran Madre y a la vez separados de ella.
Era una forma de eternidad.
Una de las vidas almacenadas conocía a Gabriel. Aquella conciencia le habló de la naturaleza de la mente colectiva, y le explicó que los nudos de la vastísima red mental eran nanobios, diminutas formas de vida primordial.