¿Por qué en vez de vanagloriarse no le explicaba qué quería decir con lo de «fertilización cósmica»? ¿O es que pensaba dejarle así, sin explicar más?
«Un momento», se dijo. La clave debía estar en los nanobios…
Teoría de la panspermia. La vida proviene del espacio y llega a la Tierra en los poros de meteoritos y fragmentos de cometas. Ahora la Tierra quiere poner su…
Gabriel dejó de oír en su mente la voz de Valbuena. Las últimas frases apenas las había percibido como un eco de su propio pensamiento. La transmisión telepática, al parecer, también empleaba recursos, y Valbuena los había consumido tontamente.
Pero había bastado para que Gabriel comprendiera el origen de aquellas catastróficas anomalías.
Todo el subsuelo de la Tierra estaba sembrado del contenido genético de la Gran Madre, de las semillas de la vida en forma de nanobios.
Ahora la Gran Madre estaba utilizando sus incalculables energías para lanzar al espacio fragmentos de roca poblados de nanobios y asegurarse de que su semilla se esparcía por el Universo. Gabriel recordó el programa especial de la NNC.
«Por la distancia que han alcanzado estos fragmentos volcánicos, la presión en el interior de la cámara de magma debe ser increíblemente alta. Quizá algunos proyectiles han superado los 11,2 kilómetros por segundo».
«¿Por qué esa velocidad en concreto?»,
había preguntado la periodista.
«Es
la velocidad de escape de la gravedad terrestre. Esos fragmentos se han convertido en pequeños cohetes espaciales que han abandonado nuestro campo gravitatorio, y que podrían acabar en la Luna o Dios sabe dónde».
«Dios sabe dónde», se repitió Gabriel.
Dios sabe dónde.
¡Ésa podía ser la clave!
¿Qué porcentaje del material expulsado por la Tierra alcanzaría la velocidad necesaria para saltar al espacio? Considerando que las chimeneas volcánicas eran unos cañones de lanzamiento bastante toscos y que la presión de la columna eruptiva se dispersaba en todas direcciones, ese porcentaje debía ser minúsculo. ¿Un kilo de rocas por cada millón de toneladas? Tal vez era, incluso, un cálculo optimista.
Los disparos de la Gran Madre, puesto que no iban apuntados a un lugar en concreto, podían no alcanzar ningún objetivo. De ese modo, las semillas de la vida flotarían en la nada hasta el fin de los tiempos.
Sin duda, era un procedimiento ineficaz.
Pero la humanidad tenía algo que ofrecerle a la Gran Madre.
Alcance.
Precisión.
Y ahora Gabriel era su intermediario.
La noche del 7 de mayo de 20** —una fecha que en realidad no tenía significado alguno para ella— la poderosa mente colectiva que los iniciados conocían como Gran Madre y que a sí misma se llamaba simplemente
NOS,
o un concepto equivalente, sufrió un sueño extraño y desconcertante.
Un sueño que provenía del exterior de la Gran Madre. Un sueño que hablaba de un exterior infinitamente lejano.
En la visión, la Gran Madre se vio a sí misma desde fuera, una esfera azul y blanca que flotaba en una oscuridad aún más vasta que ella misma.
Una negrura de la que guardaba vagos recuerdos, almacenados en la memoria genética de los microorganismos de los que procedía. Un vacío insondable ante el que la Gran Madre era tan pequeña como los nanobios que la componían en comparación con ella.
Una cosa era la memoria genética, confusa y borrosa, y otra contemplar imágenes tan nítidas de aquel espacio que la rodeaba.
Aquello despertó su curiosidad.
Pues la curiosidad es el primer atributo de la inteligencia.
La mente de la Gran Madre se dividió en regiones de pensamiento que debatieron entre sí el significado de aquel sueño y si afectaba en algo a su impulso instintivo de reproducción.
Pues una de las cosas que sabía la Gran Madre —y sabía muchas, aunque la mayoría de ellas parecerían a los humanos abstractas o de poca utilidad— era que la vida busca multiplicarse por su propia naturaleza.
De hecho, la multiplicación
es
la naturaleza de la vida.
Pero, mientras esas submentes regionales se enlazaban entre sí para debatir con complejas redes de armonías, el sueño prosiguió.
La Gran Madre volvió a contemplarse desde fuera. Pero ahora esa imagen creció y creció, hasta centrarse en una zona de su hemisferio norte, muy cerca de los trópicos. Pues, por supuesto, la Gran Madre era bien consciente de dónde se hallaban todas sus partes, aunque no utilizara términos humanos como «trópicos» o «hemisferios».
Y la imagen siguió aumentando, cada vez más cerca de su piel. La Gran Madre soñó con una montaña de metal blanca, afilada como una estalactita, que se alzaba hacia el cielo en una extraña erupción. El fuego no provenía de la Tierra, sino que brotaba de la montaña y empuñaba a la montaña hacia el cielo…
Ahora, en el interior de la cúpula, mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor, Gabriel comprendió que su vida formaba un círculo y que incluso sus mayores fracasos cobraban sentido.
Pues los universos que había concebido al crear aquellas dos novelas de ciencia ficción se convertían ahora en los futuros posibles que le proponía a la Gran Madre.
El cohete blanco que estaba imaginando partió hacia la Luna, y para ilustrar mejor el viaje Gabriel visualizó una panorámica que mostraba la Tierra y la Luna y la trayectoria entre ambas. Luego imaginó un módulo posándose en la superficie lunar, y un astronauta que salía al exterior y que no era otro que él mismo.
Pero en vez de clavar la bandera de su país, Gabriel excavaba en el suelo e introducía en él una roca que había traído de la Tierra. La visualizó por dentro, ampliada hasta niveles microscópicos, para que la Gran Madre comprobara que estaba plagada de nanobios que pululaban por todos sus poros.
Escucha, Gran Madre. Mira adonde podemos llevar tu semilla.
Después imaginó viajes cada vez más fabulosos.
Cohetes de formas audaces que sólo existían en la mente de los ingenieros volaron a Marte. Los nanobios colonizaron el planeta rojo y crearon otra Gran Madre, y después se extendieron por la superficie y evolucionaron hasta convertirse en una nueva biosfera, y la Tierra pudo ver a un gemelo azul que la contemplaba desde la cuarta órbita a partir del sol.
Después, las naves viajaron al cinturón de asteroides y a las lunas de Júpiter, y los fecundaron con la semilla de la Gran Madre, y una mente colectiva nació a la vida en el vasto océano bajo los hielos de Europa.
Escucha, Gran Madre. Mira cuántos mundos puedes fertilizar si nos salvas.
Aún viajó más lejos, en sondas no tripuladas que abandonaban la órbita dé Plutón, dejaban atrás la nube cometaria de Oort y se dirigían a otros sistemas estelares.
Como el tiempo de la Gran Madre era casi infinito comparado con el de los humanos, Gabriel incluso imaginó naves que se internaban en el abismal espacio que separaba las galaxias, siempre llevando con ellas fragmentos de la Tierra.
Escucha, Gran Madre. Salva a tus hijos y utiliza su saber. Podemos perpetuarte en lugares que nunca has soñado.
Gabriel fue más allá y concibió mentes mucho más vastas que la propia Gran Madre. Conciencias que se extendían por galaxias enteras y se comunicaban entre sí mediante agujeros de gusano que atravesaban el noespacio entre las dimensiones.
Un Universo vivo, consciente, unido.
Un Universo hijo de la Gran Madre.
Pero para eso los humanos tenemos que sobrevivir…
El tiempo de Kiru se agotaba. Gabriel imaginó una superficie terrestre plagada de volcanes. Multitudes de Gabrieles Espada se abrasaban y asfixiaban, o perecían aplastados por las rocas o devorados por grandes grietas. Y entre ellos había algunos que cargaban rocas fertilizadas con las semillas de la Gran Madre, pero antes de que pudieran entrar con ellas en sus cohetes el fuego de la Tierra los aniquilaba.
Y la semilla no llegaba a su destino.
¿Comprendería el mensaje la Gran Madre? ¿Poseía alguna lógica para ella? ¿Y si su concepto de causas y efectos no tenía nada que ver con el de los humanos?
Escucha, Gran Madre. Escucha a tu hijo. Escucha, Gran Madre…
No podía seguir. Kiru era apenas un hilo, estirado hasta rodear el ecuador de la Tierra, a punto de partirse. Si seguía un instante más, la perdería, y jamás podría ponerse en contacto de nuevo con la Gran Madre.
Era el momento de retirarse. Él había hecho todo lo que podía.
La Gran Madre pensó que aquél era un sueño que merecía la pena soñar.
Gabriel salió de la cúpula tambaleándose. Las luces del techo del garaje eran soles en miniatura que taladraban sus ojos. El suelo seguía balanceándose de un lado a otro como la cubierta de un barco.
«No he conseguido detener la erupción», pensó, y las escasas fuerzas que le quedaban lo abandonaron.
—¡Ayuda! Sacad a Kiru… mejor… yo no la toque.
«Si no quiero que me estalle la cabeza», añadió para sí.
Herman se apresuró a entrar en la cúpula. Unos segundos después salió agachándose y con Kiru en brazos. La Primera Nacida abrió los ojos, le miró a la cara y le acarició la mejilla.
—Herman. Amigo de Kiru —susurró. Después volvió a cerrar los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de Herman, con tanta confianza como un bebé en brazos do su madre
Gabriel trató de enfocar la visión. Enrique y Valbuena lo estaban mirando con gesto entre preocupado e interrogante. Incluso Alborada y el muchacho mexicano, del que no se separaba un instante, se acercaron.
Joey llevaba a
Frodo
tumbado sobre el antebrazo y recostado contra su cuerpo. Por alguna razón, el hecho de que el cachorro pudiera morir le pareció a Gabriel una tragedia mayor que la destrucción de Nápoles y las Vegas, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
«No lo he conseguido», quiso decir. Pero las palabras no brotaban de su boca.
Ni él mismo se había dado cuenta de lo débil que se encontraba. Cuando dio el tercer paso, su pie izquierdo tropezó con el derecho. Se tambaleó y braceó en el aire para no caerse.
Enrique hizo amago de ayudarlo, pero Iris, que estaba más cerca, corrió hacia él, lo agarró por debajo de la axila y lo enderezó. Gabriel se apoyó en ella y consiguió mantener el equilibrio. «Qué fuerza tiene», pensó.
Iris le miró a la cara. De cerca, sus ojos eran como el agua del mar en un atolón de coral. «Qué cursi me he vuelto», pensó Gabriel.
La joven sacó un pañuelo de papel del bolsillo y le secó por debajo de la nariz.
—Tienes una hemorragia —le dijo.
Lo extraño era que no le brotara sangre por las orejas e incluso por los ojos. Gabriel tenía la sensación de que su cerebro había aumentado de volumen y presionaba contra su cráneo, y esa sensación se extendía por todo su cuerpo. Notaba los dedos de las manos y los pies tan hinchados como si midieran tres o cuatro veces más. Y a sus pensamientos les pasaba igual. Se habían convertido en gruesas trenzas que se enlazaban entre sí, y cuando quería concentrarse en una idea, ésta se anudaba con otra y se confundía en una masa indistinguible.
Apenas era capaz de oírse a sí mismo. Salvo cuatro palabras.
«No lo he conseguido».
—El suelo… no deja… moverse… —balbuceó.
—El suelo está quieto —le dijo Iris—. Es tu cabeza la que da vueltas. Estás mareado. Deja que te ayude a sentarte.
—Cómo… el suelo… quieto… —trató de preguntar Gabriel.
La boca de Iris se acercó a su oreja. Cuando le susurró, los labios de la joven le rozaron la piel. Pese al embotamiento, Gabriel notó un delicioso escalofrío.
—Ya no hay temblores ni explosiones, Gabriel. La erupción se ha detenido.
El mundo que conocían había terminado.
Pero, fuera mejor o peor, al menos Joey vería el nuevo mundo. No estaba muerto.
A su lado, Iris se sacudía el pelo polvoriento. De pronto, Joey se dio cuenta de que era morena, como él. Una islandesa con el pelo negro. «Qué curioso», pensó.
Iris le sonrió y le sacudió el flequillo también a él. Joey soltó un estornudo, y después respiró mejor. Se había acostumbrado al olor a quemado y a azufre, y a que cada inhalación irritara la nariz y la garganta. Pero ahora el aire estaba limpio.
—Si tengo la cara la mitad de sucia que tú, debo parecer una mendiga —dijo Iris—. ¿Estás bien?
—Estoy vivo —respondió él.
Ambos habían salido los primeros al terrado del ala oeste de Nea Thera. Al caminar por él tenían que sortear rocas volcánicas, con cuidado de no torcerse el tobillo con los fragmentos de piedra pómez y de pisar con suavidad la ceniza para no levantar nubes de polvo.
La mujer que los había traído en coche desde el aeropuerto les había dicho que el cielo del Egeo era el más azul del mundo. Ahora Joey pudo comprobar que no mentía. El viento soplaba con fuerza y levantaba crestas de espuma en las oscuras aguas del mar, y la luz del sol arrancaba mil matices rojos, ocres y amarillos a los acantilados que se alzaban al otro lado de la bahía.
La erupción de Kameni se había detenido. Tampoco se divisaba ya la columna de gas y ceniza del volcán submarino de Kolumbo.
¿Qué estaría ocurriendo en el resto del mundo?
A Joey le quedaban sólo unos minutos de batería, pero necesitaba saber. Dejó en el suelo al cachorro, del que apenas se había separado desde que Kiru entró en la cúpula, y le dijo:
—Quieto ahí,
Frodo.
Enseguida te cojo.
El cachorrillo movió el rabo un par de veces, soltó un gañido a medias entre un lloriqueo y un ladrido y se sentó. Era difícil que escapara de allí, pues estaba rodeado de pedruscos más grandes que él.
Joey encendió el móvil y esperó un rato.
Nada.
Un momento…
—¡Sí! —exclamó, y le enseñó el móvil a Iris—. ¡Mira, ha vuelto la cobertura!
—Déjame un segundo —dijo ella, y se apresuró a escribir algo en la pantalla.
Iris leyó los titulares de la NNC a toda velocidad.
—Aquí dice… ¡Sí! La erupción de Long Valley está remitiendo. Se cree que en unas horas se detendrá por completo. Lo mismo pasa con los Campi Flegri y con el Krakatoa. El nivel del terreno vuelve a bajar en Yellowstone. ¡Síii!
Iris y Joey se abrazaron, y al hacerlo levantaron entre ambos una nube de polvo.