—Hola, Iris.
—¿Qué haces tú aquí?
—Le he pedido a Kosmos personalmente que me dejara traerte la comida.
Iris miró de reojo la bandeja. Moussaka y pinchos de cordero. Esta vez, además de agua, le habían traído una jarrita de vino. «Ni se te ocurra probarlo», pensó. Mucho se temía que contuviera algún sedante diluido.
—Entonces, ¿sabías que Kosmos me tiene secuestrada aquí?
—No te pongas melodramática, Iris. Simplemente quiere evitar que ciertas cosas salgan a la luz antes de tiempo. ¿Secuestrada? Esa comida tiene un aspecto suculento. Yo diría que eres más bien una huésped de honor.
—Dime qué está pasando aquí, Finnur. ¿Qué manejos se traen entre manos Kosmos y Sideris?
—En realidad tiene poco que ver con Sideris, aunque él se crea el actor más importante de esta obra. Es cosa de Kosmos, y también mía. —Finnur hinchó el pecho como un pavo—. No se trata de un asunto de arqueología, sino de ciencia. Y tiene que ver con la cúpula.
—¿Qué es esa cúpula?
—Se te va a enfriar la comida,
kanina.
—No vuelvas a llamarme así. No lo soporto.
Finnur puso cara de cachorro herido, como si el comentario de Iris hubiera destrozado su dignidad.
—Lo siento. ¿Por qué no me lo habías dicho nunca?
—Creí que se notaba.
—Pues no. Debiste confiar en mí lo bastante como para decírmelo antes. Una pareja…
—Está bien. Tienes razón. Debí confiar en ti —respondió Iris con un suspiro. Si quería información, era mejor no seguir desafiando a Finnur—. Cuéntame lo de la cúpula, por favor. Al fin y al cabo, no se lo puedo decir a nadie.
«Salvo a Gabriel Espada en cuanto deje de hablar contigo», añadió para sí.
Finnur le explicó que la cúpula era un artefacto antiguo, creado por una civilización desconocida. Al parecer, servía para explorar el corazón de la Tierra. Era al mismo tiempo tomógrafo, radar, sismógrafo y holograma: una ventana al centro de la Tierra.
—Imagínatelo, Iris. Descifrar de una vez todos los secretos del planeta. Comprender la verdadera dinámica de la tectónica de placas, cómo se genera el campo magnético, cuál es el origen del calor del núcleo de la Tierra.
—No me digas más: Kosmos te prometió el monopolio de ese conocimiento si le guardabas el secreto.
Según le había contado Gabriel, la cúpula no sólo servía para explorar el interior de la Tierra, sino también para manipular su comportamiento.
Por un momento, sopesó la idea de decírselo a Finnur. Quizá aún estaban a tiempo de detener aquella cadena de catástrofes.
Pero se lo pensó mejor. Aunque convenciera a Finnur, éste hablaría luego con el señor Kosmos.
Quien, según Gabriel Espada, se llamaba en realidad Minos y era un superviviente de la antigua Atlántida.
Descabellado, pero ¿por qué no? Iris lo había visto levantándose de la silla de ruedas y despojándose de la máscara. La descripción de Gabriel cuadraba. Y el temor sobrenatural que había inducido en ella también. Era evidente que Kosmos controlaba las emociones hasta un punto que ni siquiera Gabriel sospechaba. Estaba claro que Finnur era un peón en manos de Kosmos. No podía confiar en él.
Y había algo más.
—¿Cuándo piensa abrir la cúpula?
—Esta misma noche.
Iris recordó las palabras de Kosmos. «Cuando ella llegue tendremos que abrir la cúpula de oricalco. Y eso no puede hacerse sin derramar sangre. El viernes, cuando salga la luna llena…».
«Ella» no podía ser otra que Sybil Kosmos, la presunta nieta del multimillonario. La perspectiva de conocer en persona a una famosa internacional con millones de entradas en los buscadores de Internet no llenó de emoción a Iris.
Tan sólo la preocupaba su propio e inmediato futuro.
Finnur proseguía con sus explicaciones, mucho más solícito de lo habitual en él.
—Gracias a la cúpula podremos comprender lo que está ocurriendo en el centro de la Tierra. Reconozco que tú tenías razón, Iris. No debí burlarme de ti y de tus súpererupciones. Y tampoco debí comportarme ayer de ese modo. Tú sabes que no soy un hombre violento…
Mientras escuchaba a Finnur, Iris pensaba a toda velocidad. Poco antes de amanecer, Gabriel Espada le había mandado un mensaje. El y unos amigos habían conseguido un reactor privado y se dirigían a Santorini. Traían con ellos a alguien que podía utilizar la cúpula, una mujer que no era Sybil Kosmos. Gabriel no había querido añadir más por precaución.
Pero aunque Ragnarok acudiera a su rescate como un caballero andante embutido en su brillante armadura, cuando quisiera llegar probablemente ya sería tarde para Iris. No, lady Gudrundóttir tendría que salvarse sola.
—Olvidémoslo, Finnur. Todo el mundo tiene derecho a cometer un error en su vida. —Iris se tragó su odio y su desprecio. Jamás perdonaría a un hombre que la había amenazado, pero ahora no era el mejor momento de decírselo a Finnur.
—Eso es cierto.
—Quizá la culpa fue mía.
—No,
kanina.
Toda la culpa fue mía.
Iris ni siquiera se molestó en recordarle que se le había vuelto a escapar el mote que tanto aborrecía. Extendió las manos hacia él, recorrió su cinturón con los dedos y luego empezó a juguetear con la hebilla.
—Bueno, repartamos la culpa entre los dos. —Iris apretó los labios como un pequeño corazón, en un mohín infantil que sabía que a él le gustaba—. Si yo hubiera sido más cariñosa contigo últimamente no te habrías puesto así. ¿Hacemos un trato?
Empezó a desabrocharle el cinturón. Finnur tragó saliva. Iris notó un leve temblor en su cuerpo. Lo conocía de sobra como para saber que era una señal palmaria de que estaba excitado.
Aparte de otros indicios que se marcaban en el pantalón.
—Claro, Iris. Dime lo que quieres.
—Estar a tu lado cuando abras la cúpula. Yo también deseo explorar las regiones más recónditas de la Tierra… —dijo, añadiendo un tono gutural a su voz.
—Eso está hecho.
Iris ya le había abierto los corchetes de la bragueta. Ahora tiró de sus pantalones hacia abajo. —Pero ahora quiero explorar otras cosas…
Finnur intentó abrir los ojos. Sentía un espantoso dolor de cabeza, y los párpados del ojo izquierdo tan pegados que no los podía separar. Al tocarse notó algo viscoso. Sangre, que había empezado a coagular sobre su piel.
Estaba tendido en el suelo. No recordaba cómo había llegado allí.
Recordó. La habitación donde tenían a Iris. ¿Habían practicado sexo salvaje sobre las baldosas?
Se incorporó sobre los codos y se quedó sentado en el suelo. Iris no estaba en la habitación. La bandeja seguía sobre la mesa, pero la comida y la botella de agua habían desaparecido.
«¿Qué hago así?», pensó al mirarse las piernas. Tenía los pantalones en los tobillos. Recordó vagamente que ella había empezado a desnudarle y que él se había dejado, convencido de que le iba a practicar una felación.
Y cuando lo tenía así, con los pantalones bajados, torpe como un pingüino, le había golpeado. ¿Con qué?
Cuando se levantó y trató de abrir la puerta, comprendió cuál había sido el arma agresora. La llave de bronce.
Ahora era él quien estaba encerrado.
A mediodía del viernes, mientras la inmensa chimenea abierta bajo el antiguo lago Averno seguía vomitando rocas, gases y cenizas a más de cincuenta kilómetros de altura, la erupción de los Campi Flegri entró en una nueva fase. Una segunda boca se abrió en las aguas del golfo de Nápoles.
Para entonces, el Osservatorio Vesuviano había dejado de existir. Una nube de flujos piroclásticos que se desplazaba a setecientos kilómetros por hora había arrasado primero Pozzuoli y después todo Nápoles, enterrando la ciudad bajo un inmenso manto de escombros humeantes que se extendían hasta las faldas del Vesubio.
Desaparecido el Osservatorio, fue el Istituto Nazionale di Geofísica e Vulcanología el que, basándose en los sismógrafos y las imágenes por satélite, dio el aviso de tsunami.
Por desgracia, ni los medios de comunicación del siglo xxi podían superar en velocidad a la ira de la Tierra.
Cuando aquella boca se abrió y todo el promontorio del cabo Miseno se hundió en el mar, las incalculables fuerzas desencadenadas bajo las aguas dieron origen a una onda que partió del golfo de Nápoles a casi mil kilómetros por hora.
A los veinte minutos, tras barrer las pequeñas islas volcánicas conocidas como Lípari, la ola alcanzó Sicilia. Los habitantes de Palermo recibieron la alerta al mismo tiempo que el tsunami entraba por el puerto, arrasándolo todo a su paso. La mayor amenaza no residía en su altura, aun siendo ésta impresionante. Su poder destructivo radicaba en su longitud de onda: el frente de choque no venía seguido de aire que lo empujaba, como hubiera ocurrido en una ola normal, sino de kilómetros y kilómetros de agua, una ingente masa líquida que se desplazaba a la velocidad de un reactor.
La ola levantó los barcos, los arrastró sobre los muelles y los estrelló contra los almacenes. Siguió avanzando ciudad adentro, armada de su propia masa, su enorme inercia y las rocas, embarcaciones, casas, coches y árboles que arrastraba.
Aquella ola no era más que la primera onda en el estanque. La segunda, que la seguía a cien kilómetros de distancia, no tardó demasiado en llegar, y arrasó lo poco que quedaba en pie.
Palermo no fue la única. Pocos minutos después, el tsunami entró en el golfo de Túnez y penetró varios kilómetros tierra adentro, arrasando incluso el aeropuerto de la ciudad. Toda la zona costera quedó reducida a escombros que el reflujo arrastró mar adentro y que la segunda ola volvió a lanzar contra tierra.
Por el norte, el maremoto devastó las costas de Córcega y Cerdeña. La onda encontró un hueco entre las dos islas, por el estrecho de Bonifacio, y un vástago del tsunami se abrió paso por el Mediterráneo occidental. Casi dos horas después de partir del golfo de Nápoles, llegó a las costas de Cataluña.
Al menos, en Barcelona la alarma llegó con cierta antelación. Pero en una gran ciudad es imposible movilizar a la gente con tan poco tiempo, y hubo miles de muertos. Las olas arrasaron el puerto y la playa de la Barceloneta, se internaron por el Poblé Nou, anegaron el palacio de la Generalitat, recorrieron el barrio Gótico a su antojo e inundaron varias líneas de metro, ahogando a cientos de personas que no podían sospechar la amenaza que se cernía sobre ellos.
El número total de muertos provocado por la ola asesina era muy difícil de calcular. El tsunami de 2004 en Indonesia había matado a 230.000 personas. El que había nacido en el golfo de Nápoles era mucho más devastador.
Y mientras las últimas ondas del tsunami recorrían el Mediterráneo, el campo magnético de la Tierra se volvió caótico.
A las 15:01, hora de Greenwich, varios millones de personas volvieron a sufrir la misma pesadilla que había desazonado su sueño una semana antes. Esta vez el fenómeno afectó más a los habitantes del Extremo Oriente y de las islas del Pacífico, pues era allí donde reinaba la oscuridad de la noche.
Gabriel, que se había quedado dormido en la butaca del avión, también lo experimentó de nuevo.
Muévete. Huye. Vuela.
Sobrevive.
Perdura.
Se despertó con las pulsaciones aceleradas, tal como le había pasado en el apartamento de Málaga. Durante unos segundos se sintió desorientado.
Grandes esferas rojas que subían… Ahora comprendía qué eran. Enormes células de convección, masas de roca fundida subiendo desde las profundidades de la Tierra.
Todo estaba relacionado.
Miró a su alrededor y recordó dónde estaba, volando a Santorini en un Learjet 45, un reactor poco más grande que una avioneta.
Al otro lado del pasillo, Kiru miraba por la ventanilla. Tenía en brazos a
Frodo
, y el cachorro dormitaba apaciblemente. Ambos habían hecho buenas migas. Kiru parecía sentirse más tranquila acariciando aquella bolita tibia de pelo y no necesitaba pegarse tanto a Gabriel. Algo que éste agradecía, pues cada roce con la Atlante, por breve que fuese, le traía visiones telepáticas y agravaba su dolor de cabeza. En cuanto al cachorro, desde que estaba con Kiru sólo orinaba y defecaba encima de los papeles y las bolsas que ella le ponía a modo de retrete. Para alguien dotada del
Habla,
dominar a un perrillo resultaba algo tan natural como respirar.
Gabriel se asomó a su propia ventanilla. Antes de quedarse dormido, recordaba haber visto la costa de Ibiza.
Ahora seguían sobrevolando el mar, y por la sensación que notaba en el estómago era evidente que estaban bajando. Pero cuando salieron de España la atmósfera era tan diáfana que se veían todos los detalles, mientras que ahora una neblina gris lo desdibujaba todo.
Además, se dio cuenta de que en el avión reinaba un silencio ominoso.
O mucho se equivocaba, o los motores no sonaban.
Se levantó y se acercó a la cabina del piloto. En la puerta estaban ya Herman y Valbuena, con gesto preocupado. Gabriel los apartó un poco para hacerse sitio.
Dentro de la cabina, el piloto se dedicaba a pulsar botones y tocar en vano una pantalla táctil que se veía apagada. Enrique, que tenía licencia de piloto privado, iba en el asiento de al lado. Se estaba peleando a la vez con la radio del avión y con el teléfono móvil. Con poco resultado, al parecer.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Gabriel.
Enrique se volvió hacia él. Su gesto de inquietud, que lindaba con el pavor, no le tranquilizó nada.
—Es mejor que os sentéis todos y os abrochéis los cinturones.
Gabriel olfateó el aire. Olía a quemado.
—Antes decidme qué pasa.
Tras los cristales de la cabina se divisaba ya su destino, Santorini. Gabriel había estudiado tantas vistas del pequeño archipiélago y desde tantos ángulos que conocía su morfología de memoria. Pero ahora sus contornos se veían desdibujados por aquella neblina.
—Es más fácil decir lo que no pasa —respondió León, el piloto. Aunque controlaba los nervios mejor que Enrique, era obvio que estaba más que preocupado.
—Explícate.
—Todos los aparatos se han ido al carajo. No tenemos radio, ni GPS. Es imposible contactar con el control de tierra y también con los radiofaros.
—¿Volamos a ciegas?
—Sólo tenemos el giróscopo láser. No vamos a ciegas del todo porque tenemos la isla ahí delante. Aunque podría verse mejor.