Atlántida (47 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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—Nos han dejado cruzar la frontera, pero luego nos han llevado a un descampado fuera de Tijuana y nos han plantado aquí. ¡En un cochino campo de refugiados, como si fuéramos bestias!

—¿No les dejan seguir hacia el sur para alejarse del volcán? ¡Eso no es justo!

—Pues claro que no lo es. Pero dicen que somos unos yanquis no más, y que bastante con que nos dejaron pasar la frontera. Nos dan una garrafa de cuatro litros de agua al día para toda la familia y cuando les…

La comunicación se interrumpió de golpe. Su madre ya le había avisado de que el móvil andaba corto de batería. Mucho se temía Joey que ya no podrían recargarlo.

Y él tampoco si no volvía la luz. En la pantalla ya había aparecido un aviso:
Te quedan diez minutos de batería.

Joey se resignó a aburrirse aún más y apagó el móvil. Tal como estaban las cosas, podría necesitar esos diez minutos más adelante.

Madrid, La Latina

Tras salir de casa de Celeste y deliberar un rato, decidieron ir al piso de Herman. En el momento en que salieron de la M30 para tomar la calle de Toledo, Kiru volvió a perder la memoria y sufrió de nuevo aquel enamoramiento por Gabriel que provocaba a su alrededor una especie de estallido primaveral comprimido en segundos.

—Estoy harto de esos reseteos mentales —masculló Herman, mirando a la presunta joven por el espejo interior—. ¿Por qué no te acuestas con ella para que deje de calentarnos a todos?

—No seas bruto. No serviría de nada. Se volvería a olvidar de que lo he hecho y empezaría de nuevo.

Gabriel viajaba detrás para no alejarse mucho de Kiru, pero procuraba no rozarla. Al verla desorientada, le explicó:

—Tranquila, Kiru. Yo soy Gabriel y él es Herman. No te acuerdas ahora, pero somos amigos tuyos.

Ella le sonrió. Gabriel no sabía cómo comportarse ante aquella sonrisa. Era el gesto de una niña de doce años dibujado sobre un rostro que aparentaba poco más de veinte y que, según las pruebas genéticas, debía tener como poco treinta y cinco siglos. Gabriel intentaba resistirse a aquella ambigua atracción, pues se sentía al mismo tiempo un pederasta y un saqueador de tumbas.

—Tú eres amigo de Kiru, Gabriel —dijo Kiru, extendiendo la mano entre ambos sobre el asiento trasero.

Gabriel dudó un momento. Tocar a Kiru suponía entrar en contacto con su mente, lo que le provocaba jaqueca sobre jaqueca. Pero quería averiguar qué había ocurrido cuando ella e Isashara-Sybil se miraron y cómo terminaba el siniestro ritual que había presenciado bajo la cúpula dorada.

Por otra parte, aunque temía el dolor que le producían las visiones, casi se estaba convirtiendo en un adicto a ellas. Los recuerdos eran tan vividos, los sentidos de Kiru tan aguzados y la luz del sol sobre el Egeo tan diáfana que cuando visitaba Creta-Widina o la Atlántida llegaba a creerse en un mundo más real que el suyo propio.

—Sí, Kiru. Tu amigo —dijo Gabriel, entrelazando sus dedos con los de ella.

Fue sólo un instante. Algo hizo que ambos se soltaran. Durante una fracción de segundo Gabriel no supo qué había ocurrido, pero al notar el tirón del cinturón de seguridad en el pecho se dio cuenta de que Herman había dado un frenazo.

—¡Tío, no hagas eso sin avisarme!

—¿A qué te refieres?

—Cuando entras en trance se te ponen los ojos en blanco. Y tienes las venas tan hinchadas como si te fueran a reventar. ¡Me has dado un susto de muerte!

Gabriel miró a Kiru. Ella lo estaba mirando con preocupación.

—¿Te duele la cabeza? —le preguntó.

—¿Cómo lo sabes?

Kiru volvió a estirar el brazo para tocarle la frente, pero Gabriel se apartó.

—Ahora no. Por favor.

Kiru retiró la mano sin llegar a rozarlo, aunque lo hizo con gesto dolido.

Ya estaban en la zona centro. Se había hecho de noche y apenas había gente en la calle. Gabriel fingió que miraba por la ventanilla y aprovechó para masajearse el puente de La nariz. Dentro de la burbuja de dolor que ya tenía antes se había formado otra que, paradójicamente, era más grande que la burbuja que la contenía. En ella seguían centelleando las visiones, aunque no había conseguido lo que quería. La vivencia evocada por Kiru no pertenecía a su época de la Atlántida, sino a la de Creta, cuando danzaba y hacía cabriolas ante los toros.

Gabriel ya lo había intentado un par de veces en casa de Celeste, pero en vano. Fuera por casualidad o porque Kiru tenía un bloqueo mental, no había conseguido traspasar el momento en que Sybil y ella se miraban a la cara.

Gabriel empezaba a concebir una teoría sobre la memoria de Kiru. No parecía sufrir un auténtico Korsakov. Los afectados por aquel síndrome perdían tanto los recuerdos antiguos como la capacidad de generar otros nuevos. En el caso de Kiru, resultaba innegable que sufría amnesia anterograda: era incapaz de trasvasar información de la memoria de corto plazo a la de largo plazo, de modo que su cerebro, como bien había expresado Herman, se «reseteaba» cada poco tiempo.

Pero también era obvio que conservaba recuerdos antiguos y muy vividos. Sin ser psiquiatra ni psicólogo, Gabriel sospechaba que Kiru se había quedado anclada en las vivencias de hacía tres mil quinientos años porque o bien había sufrido una experiencia traumática que la había dejado mentalmente clavada en aquella época o bien, después de tanto tiempo, sus conexiones neuronales estaban saturadas de información. Tal vez el cerebro humano, aunque fuese mutante como el de Kiru, no estaba preparado para la eternidad. Quizá las únicas respuestas de la mente que el largo paso de los siglos y los milenios fuesen el olvido, la locura o ambos a la vez.

Gabriel se decantaba más por la hipótesis del trauma, porque Kiru parecía haber asimilado algunos recuerdos nuevos después de la Atlántida. No se trataba de vivencias ni hechos, lo que los psicólogos denominaban «memoria declarativa», sino de habilidades prácticas o «memoria procedimental». Así, aunque fuese con un acento peculiar, Kiru hablaba español, y cuando Gabriel se dirigía a ella en inglés o en francés también le contestaba correctamente.

Se preguntó qué lugares habría visitado Kiru a lo largo de los siglos. Si en el Madrid del siglo XXI le habían quemado el rostro con ácido, ¿qué otras brutalidades habría sufrido de las que ni su cuerpo ni, por suerte, su mente guardaban registro?

—¿Has visto cómo está el cielo?

Acababan de pasar el Viaducto y se habían detenido delante de un semáforo. Gabriel miró a su derecha. Allí había una terraza en la que solían tomar raciones cuando hacía buen tiempo y que ofrecía una vista espléndida del noroeste de Madrid.

Ahora los clientes del restaurante estaban señalando a lo lejos y hacían comentarios entre ellos. Algunos se habían levantado para acercarse hasta el borde de la cuesta que delimitaba la terraza, de modo que los árboles no les estorbaran el panorama.

Gabriel había visto atardeceres espectaculares, pero ninguno como ése. Bajó la ventanilla y asomó la cabeza para contemplarlo mejor. En la zona cercana al horizonte, el cielo parecía oro líquido. Más arriba el amarillo se transformaba en un naranja que daba paso a un intenso carmesí, y éste se extendía pasado el primer cuadrante de firmamento, convirtiéndose poco a poco en un tono cárdeno que por fin, ya casi en el cénit, se diluía con el añil de la noche inminente.

Era como si medio cielo estuviera ensangrentado, o como si al otro lado del horizonte se hubiera desatado un incendio incontenible.

—Son los aerosoles del volcán —dijo Gabriel—. Desvían los rayos del sol por todo el cielo.

—¿Cómo pueden haber llegado hasta aquí tan pronto? —preguntó Herman—. California está muy lejos.

Gabriel se encogió de hombros. Cuando Enrique se estaba sacando el carnet de piloto, recordaba haberle oído hablar
del jet stream,
la corriente en chorro que soplaba de oeste a este casi en la estratosfera y que alcanzaba más de doscientos kilómetros por hora.

Fuera por la corriente en chorro o por otra razón, lo cierto era que las cenizas habían llegado. Un hermoso atardecer como heraldo de las plagas que traería el volcán: cenizas grises, frío, hambruna. La ilusión de que aquella catástrofe era algo que sólo afectaba a los americanos empezaba a desvanecerse.

Ya en casa de Herman, cenaron tres pizzas en la cocina. Gabriel se dejó la suya a medias, pues el dolor de cabeza le quitaba el apetito. Pensaba que Herman daría cuenta del resto, como era habitual. Pero, para su sorpresa, los dedos que se abalanzaron sobre las porciones de pizza fueron los de Kiru.

—Está muy rica. A Kiru le gusta la pizza —dijo con la boca llena.

No había hecho falta que le dijeran que se trataba de pizza. Evidentemente, aquél era uno de sus recuerdos procedimentales».

Cuando terminaron de cenar, Kiru empezó a bostezar, y su extraño poder provocó que Herman empezara a dar cabezadas por contagio. Gabriel se levantó y se apartó para huir del halo de sopor que rodeaba a la mujer. Pero, aunque la cocina de los padres de Herman era lo bastante espaciosa para albergar una isla central y una mesa en la que podían comer seis personas, incluso desde la puerta sentía una leve modorra que no colaboraba a aliviar su dolor de cabeza.

—¿Por qué no le acuestas, Kiru?

—Kiru no tiene sueno.

Gabriel insistió, pero Kiru se empecinaba en seguir levantada. Puesto que delante de ella no podían discutir tranquilos sobre lo que debían hacer a continuación, Gabriel decidió recurrir al Morpheus. Cuando se lo enseñó a Kiru y le dijo que se lo iba a poner a modo de diadema, ella se apartó como si aquel aparato de aspecto arácnido fuera una tarántula de verdad.

—¿Qué es eso?

—Sirve para tener sueños hermosos, Kiru.

Ella miró a un lado, como si rastreara en el baúl de sus recuerdos perdidos.

—A Kiru le gusta soñar. Pero algunos sueños hacen daño.

—Con esta diadema no te ocurrirá. Confía en mí.

No era necesario que Gabriel insistiera, pues saltaba a la vista que Kiru se fiaba en él. Se sintió un poco miserable, ya que no podía garantizarle que no sufriera pesadillas. Por eso, cuando le colocó el casco en la cabeza y le pegó los microelectrodos, programó el Morpheus en ondas delta para que durmiera profundamente, sin sueños.

Apenas habían pasado treinta segundos cuando Kiru cerró los ojos, tumbada sobre el sofá de la sala de juegos.

—¿Para cuánto tiempo has programado este cacharro? —preguntó Herman, mientras tapaba con una manta a Kiru.

—Sueño indefinido. Ya la despertaremos.

Gabriel le hizo un gesto para que salieran de la habitación. Volvieron a la cocina, donde él mismo abrió el frigorífico y sacó una lata de cerveza. «No tomes más que una», se recordó a sí mismo. Aunque lo que más le apetecía era repantigarse en un sofá y beber hasta olvidarlo todo, incluidos el dolor de cabeza y de costillas, sospechaba que la jornada todavía no había terminado. No quería que el alcohol lo embotara.

—¿Es que bebes como los indios cabreados? —preguntó Herman.

—No te entiendo.

—Que sólo has sacado birra para ti.

—Es mejor que tú no bebas. Ya te has tomado una cerveza cenando.

—¿Desde cuándo te has convertido en mi madre?

—No pretendo ser tu madre. Pero creo que deberíamos irnos de aquí.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Herman. Pero Cuando ya tenía el dedo metido en la anilla de la lata, comprendió—. Ya. Quieres que conduzca. ¿Por qué no coges el coche tú esta vez?

Gabriel se encogió de hombros.

—Por mí, de acuerdo. Pero luego no me critiques si voy demasiado rápido.

—¿Y adonde piensas ir?

—Aún no lo sé.

—¿Pretendes montarte en mi coche y conducir a la aventura?

Gabriel se clavó los dedos sobre el puente de la nariz. La cerveza no le estaba ayudando a mitigar el dolor de cabeza. Apartó la lata al otro lado de la mesa, aunque le quedaba más de la mitad.

—Ya te he dicho que no lo sé. Déjame pensar.

—¿Por qué tenemos que irnos?

—No estoy tranquilo ni aquí ni en ningún sitio.

—Entonces, razón de más para no ir a ninguna parte.

En vez de contestar, Gabriel sacó el móvil y llamó a Celeste. La conversación en que le había contado su entrevista con la experta en genética no había hecho más que avivar sus temores. Para Gabriel, Kiru representaba el secreto de la Atlántida, el misterio de un antiguo poder que quería comprender. Pero para otros podía significar la eterna juventud, el sueño más ansiado de la humanidad. Por un premio como aquél muchas personas serían capaces de matar o torturar.

Celeste no contestó al móvil. Tras pensárselo unos segundos, Gabriel decidió llamar al teléfono de su casa aunque despertara a los niños.

Tampoco recibió respuesta.

—Esto no me gusta —dijo, guardándose el teléfono en el bolsillo del vaquero—. Es mejor que nos vayamos cuanto antes.

—No te pongas tan nervioso. Ya sé que esos tipos te han metido el miedo en el cuerpo…

—Más bien me han metido en el cuerpo las punteras de sus zapatos.

—… pero no saben que vivo aquí.

—Eso es lo que tú crees.

—¿Cómo van a saberlo?

—Vamos, Herman. Estamos hablando de Sybil Kosmos. Tiene todo el dinero del mundo a su disposición. ¿Crees que no te sacaron fotos en la clínica?

—¿Por qué iban a sacarme fotos?

—Para tenerte controlado.

—Qué tontería. ¿Qué podrían hacer con una foto mía?

—Hay cientos de bases de datos ilegales, si no miles. No tienen más que usar un software de reconocimiento facial para saber dónde vives, cuántas multas le debes al Ayuntamiento y cada cuántos días ves porno en la Red.

—No me lo creo, tío —dijo Herman, cada vez menos convencido.

Mientras dejaba que Herman se cociese un poco más en la salsa de su propia paranoia, Gabriel volvió a llamar a Celeste.

Nada.

Era posible que Celeste hubiese silenciado tanto el móvil como el fijo para acostarse. Pero Gabriel estaba cada vez más preocupado.

—Vamos a pensar en dónde podemos ir. Algún lugar donde no nos tengan localizados. Un hostal de carretera… —Gabriel miró a Herman—. ¿Cuánto dinero llevas encima?

—¿Por qué?

—Porque no podemos pagar con tarjeta.

—Vamos, tío. Me vas a hacer salir de casa a estas horas, y encima me toca pagar. De puta y poniendo la cama.

—Si Enrique y tú no os hubierais ido de la lengua, ahora no tendríamos que huir como forajidos en la noche.

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