Atlantis - La ciudad perdida (8 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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Ariana supervisaba todas las operaciones desde su pequeña oficina, mediante cámaras de vídeo y sensores. Aún más importante, estaba rodeada de una docena de pequeñas pantallas de ordenador, y cada una le mostraba los datos de las pantallas situadas en la sala de las consolas. Detrás de ella, su analista de sistemas y asesor principal, Mark Ingram, supervisaba las consolas del equipo de toma de imágenes. Sabía tanto sobre los sistemas como cualquier operario del equipo. Entre Ariana y la cabina de mando, y rodeado de sus radios, estaba el experto en comunicaciones, Mitch Hudson.

Ariana tenía treinta y cuatro años, y los dioses no habían escatimado en su aspecto físico para dotarla del don de la inteligencia. Era alta y esbelta, con una tez entre aceitunada y oscura. Y aunque los colores vivos le sentaban muy bien, se inclinaba por los pantalones flojos caqui y los tejanos, y las camisetas holgadas y cómodas que ocultaban eficazmente sus amplias caderas y sus generosos pechos. Era plenamente consciente de sus aptitudes como científica, y su apariencia física, aunque importante para algunos, carecía de importancia para ella.

Tenía los ojos castaños, y cuando la sonrisa desaparecía de sus labios, reflejaban desaprobación. En ese preciso instante miraban a Hudson, que estaba en la puerta de su oficina, después de haberle informado de que el cable del equipo de toma de imágenes y de la radio tenía dificultades para desenrollarse. El cable se recogía dentro de una caja situada debajo de la cola del avión, y se desenrollaba a medida que el Lady Gayle ganaba altitud, hasta que éste arrastraba más de tres kilómetros de cable, una antena muy eficaz. Menos en esos momentos, que no funcionaba correctamente porque se había atascado tras desenrollarse tan sólo cuatrocientos metros.

—¿Puedes arreglarlo? —preguntó Ariana.

—Voy a enrollarlo de nuevo —respondió Mitch—. Tal vez sea un nudo la causa del atasco.

—Arréglalo. Sólo nos queda una vuelta y haremos el último intento en la frontera camboyana, que... —consultó su pantalla numérica— sólo está a seis minutos de distancia.

—Estoy en ello —dijo Hudson, desapareciendo por el pasillo que conducía a su estación.

Ariana se recostó en su asiento y examinó las pantallas del ordenador. No le habían informado de otros problemas, y sabía que la tripulación le pondría al corriente enseguida. Era el ambiente de trabajo que ella fomentaba. Creía en la sinceridad por ambas partes, de modo que decía a la tripulación todo lo que podía y esperaba que ésta la tuviera informada de todo lo que ocurría. A diferencia de muchos jefes, tampoco arrancaba las entrañas a los portadores de malas noticias, a menos, claro está, que fueran consecuencia de su incompetencia. En cuyo caso el empleado era expulsado de inmediato de Michelet Technologies. Con billones de dólares y un imperio corporativo en juego, no había lugar para la incompetencia.

—Podemos dar la vuelta sin el cable, si es necesario —dijo Ingram, que apareció de improviso en el pasillo que comunicaba con la parte trasera. Tenía unos cuarenta y cinco años y presentaba los síntomas del estrés de haber trabajado para su padre desde que salió del MIT hacía más de veinte años. Tenía el pelo prematuramente canoso y un cuerpo poco en forma, con catorce kilos de sobrepeso sobre un esqueleto de metro ochenta y dos, pero su mente seguía siendo tan aguda como siempre.

Al principio no había dejado de vigilarla, supervisando todo lo que hacía, pero el último año se había convencido de que sabía lo que se hacía y había vuelto a concentrarse en sus propias responsabilidades. Eso había librado a ambos de mucha presión, aunque seguía existiendo cierta tensión ya que, de facto, había sido degradado al ocupar Ariana su puesto. Sí, le habían aumentado el sueldo, pero Ariana sabía que a veces echaba de menos estar al frente.

—Sé muy bien lo que podemos hacer sin cable —replicó.

Ingram hizo un gesto de asentimiento y se marchó. Ariana advirtió su frustración. Durante años ése había sido el sitio de Ingram, y no trabajaba a gusto en el área de las consolas. Él no tenía por qué comprobar los sistemas de Hudson. Por una parte, ella le agradecía su meticulosidad, pero por otra lamentaba que se entrometiera. Decidió quedarse con lo primero y concentrarse en la misión que tenía entre manos.

Cogió unos pequeños auriculares sin cable y se los puso. Luego apretó el botón de un cambiador de frecuencia que llevaba en el cinturón de sus pantalones caqui. Cambió de canal sin mirar y habló:

—Glendale, aquí Lady Gayle. ¿Cómo me recibes?

—La recibimos alto y claro —respondió una voz al instante—. El señor Michelet quiere hablar con usted, señorita Ariana.

Se recostó en su asiento mientras le ponían con su padre.

—¿Cómo va todo, Ariana?

—Tenemos un pequeño problema con el cable —respondió ella sin vacilar—, pero por lo demás todos los sistemas funcionan.

—¿Puedes pasar sin el cable?

—Sí.

—Bien.

—Te llamaré en cuanto sintonicemos —dijo ella, que tenía una docena de tareas esperándola. Su padre lo comprendió y cortó.

En el CII de Glendale, Paul Michelet procuraba no estorbar a sus subordinados. A diferencia de su hija, no comprendía para qué servían las máquinas de la sala situada debajo de él. Por eso pagaba generosamente a quienes se ocupaban de ellas. Su éxito a lo largo de los años se había basado en su capacidad para comprender a la gente y el cuadro general, y tomar decisiones difíciles. Los detalles los dejaba para los demás.

Paul Michelet se encontraba en esos momentos en una pequeña sala de conferencias que comunicaba con el Centro de Interpretación de Imágenes. Lo separaba de los técnicos una pared que era de cristal sólo por el lado de la sala, de modo que podía ver y oír todo lo que ocurría allí, mientras que ellos nunca sabían si había alguien o no en la sala de conferencias. Michelet hacía tiempo que había descubierto que tal medida aumentaba su eficiencia. Si nunca sabían cuándo miraba el jefe, tenían que suponer que lo hacía en ese momento y obrar en consecuencia.

En la sala había dos hombres aparte de Michelet. Uno estaba de pie tan inmóvil que habría pasado desapercibido a quien echara un vistazo. Era Lawrence Freed, el jefe de seguridad y experto en resolver cualquier tipo de problemas. Era un negro esbelto, de metro setenta y cinco de estatura, que daba la impresión de que podía llevárselo un fuerte viento. A Michelet le había costado aceptar su expediente cuando tres años atrás lo había entrevistado para el puesto. El hombre descrito en él era un ex comando de la Fuerza Delta, cinturón negro en cinco artes marciales y brillante oficial de operaciones. No sólo engañaba su aspecto físico, sino que también era tan silencioso y tenía una voz tan suave que a uno le costaba imaginar que fuera capaz de realizar un acto de violencia. Michelet había albergado sus dudas, pero Freed iba recomendado por uno de sus contactos en Washington, y decidió probar suerte. Y en los tres años que llevaba a su servicio, no le había dado motivos para lamentarlo. Al contrario, había probado suficientemente su eficacia.

El tercer hombre de la sala era el polo opuesto de Freed. Rolando Beasley no había parado quieto desde que había entrado en la habitación. Era un gran oso, con la frente pálida y una poblada barba gris. Michelet lo había contratado hacía poco. También había llegado muy recomendado. Beasley todavía tenía que demostrar su valía.

Michelet dio la espalda al CII. Sobre la mesa de madera de teca, en el centro de la habitación, había un mapa extendido.

—He tardado siete meses en sobornar a los oficiales camboyanos pertinentes para que me permitieran sobrevolar la zona. —Quería que Beasley supiera que no se trataba de un asunto académico, sino de una empresa seria en la que había mucho en juego. Había tratado en otras ocasiones con expertos «académicos» y sabía lo importante que era hacerles comprender que ya no estaban en sus aulas.

—Debería ser de lo más interesante —dijo Beasley. Hablaba con un ligero acento británico, pero en su expediente no constaba ninguna estancia significativa en Inglaterra, y su lugar de nacimiento era Brooklyn. Michelet supuso que lo había adquirido en los círculos académicos. Era arqueólogo e historiador especializado en el Sudeste asiático.

Freed no dio muestras de haber oído ninguno de los dos comentarios. Por supuesto, como sabía Michelet, él se había encargado de organizar todos esos sobornos a través de su intermediario en Camboya. También había reunido el material del expediente de Beasley.

—Michelet Techonologies, y todos los interesados en temas geológicos —continuó Michelet—, saben que el Sudeste asiático posee vastos recursos minerales. Bangkok es el centro mundial del negocio de gemas y Tailandia es el mayor exportador de piedras preciosas sin tallar del planeta. Pero creemos que Camboya puede superar a Tailandia.

—Está hablando de una gran inversión de dinero —apuntó Beasley—. ¿Merece la pena?

Michelet lo miró fijamente, como si acabara de pronunciar una sarta de blasfemias.

—Los rubíes y los zafiros son los distintos colores de un elemento llamado corindón, que es la forma cristalina del óxido de aluminio. Los oligoelementos contenidos en el corindón son lo que da a las gemas su color. Para los rubíes, el oligoelemento es el cromo. Para los zafiros, el titanio. Los rubíes tal vez sean las gemas que menos se ven, vendiéndose a cuatro veces el precio de los diamantes del mismo peso.

—Sé que algunos hombres de negocio tailandeses —dijo Beasley con el entrecejo fruncido— han estado dirigiendo una operación minera clandestina en el sudoeste de Camboya, extrayendo varias gemas preciosas bajo la protección de los Khmer rojos, a los que sobornan. Pero no creo que haya sido un negocio lucrativo.

—No, si considera que cuarenta millones de dólares anuales en el mercado negro no es lucrativo —dijo Michelet, estudiando a Besley. Era evidente que no había levantado la cabeza de los libros de texto en toda su vida—. Pero creemos que están trabajando un yacimiento pobre. —Dio un golpecito en el mapa de Camboya, extendido sobre la mesa de conferencias—. La zona que está sobrevolando el Lady Gayle es la que, según las imágenes obtenidas por satélites y lanzaderas espaciales, guarda importantes yacimientos de gemas y cristal, nada menos que diez veces mejores que los de Tailandia. Son las altas tierras de Camboya, situadas al norte de Tonle Sap. Nadie se ha adentrado jamás en esa zona para echar un vistazo.

»El problema siempre ha sido doble. Primero, adentrarse en la escabrosa región de selva montañosa para reconocer el terreno en busca de gemas. Segundo, vigilar las distintas facciones en lucha y las más de diez millones de minas desparramadas por Camboya. Estos dos factores han impedido cualquier reconocimiento por tierra. Pero también ha sido un problema la ausencia de un gobierno estable en Camboya.

—Lo más cerca que he estado de esa zona —dijo Beasley— es en la antigua ciudad Angkor Thom, donde se encuentra el templo Angkor Wat, justo al norte del lago Tonle Sap. Nunca intenté ir más al norte ni sé de nadie que lo haya hecho. Habría sido muy imprudente. Si no te capturaban los Khmer rojos o los bandidos, como usted ha dicho, lo hacían las minas, o la jungla de tres capas en un terreno muy escarpado, o las bestias salvajes de la región. No hay carreteras, ni pueblos. Nada. Es una zona muy peligrosa.

Michelet sacó una carpeta y la abrió. Dentro había varias fotografías, todas tomadas a gran altitud.

—El año pasado, la lanzadera espacial Atlantis tomó varias fotografías de Camboya. Hice que mis contactos en el Laboratorio de Propulsión por Reacción me enviaran los datos básicos.

—¡Asombroso! —exclamó Beasley, examinando las fotos con interés. Luego recorrió una de ellas con los dedos—. Fíjense en el Angkor Thom. Casi pueden verse los fosos. Conozco arqueólogos que pagarían bastante por esto.

No lo suficiente, pensó Michelet. Le había costado seiscientos mil dólares conseguir esas fotografías. Sabía mejor que nadie que todo tenía un precio, y la lealtad solía ser lo peor pagado.

—Los datos de estas fotos indicaron a mis especialistas que la zona merecía un examen más minucioso. Las lecturas iniciales sugieren muchas posibilidades de encontrar el tipo de formaciones geológicas que contienen piedras preciosas en cantidades dignas de explotar.

—Camboya posee vastos recursos que nunca se han explotado en medio de todo el alboroto —repuso Beasley, haciendo un gesto de asentimiento—. Hay zonas que los blancos nunca han visto. Corren rumores de que durante años existió una gran ciudad, pero el primer explorador que llegó a Angkor Thom no lo hizo hasta 1860. Y en mi opinión Angkor Thom no era la ciudad de la leyenda, sino una posterior y más pequeña.

Michelet había hecho varias comprobaciones con otras fuentes y sabia que la zona que quería que el Lady Gayle reconociera era aún más remota. Señaló la zona en el mapa.

—Esta región, las tierras altas de Banteay Meanchey, está prácticamente deshabitada y no aparece en ningún mapa.

—Hay una razón —dijo Beasley, examinándola—, aparte de lo escarpado del terreno, las minas y los Khmer rojos.

—¿Cómo dice? —Michelet estaba sorprendido. Eso le cogía totalmente de nuevas—. ¿Y puede saberse cuál es esa razón?

—Angkor Kol Ker —respondió Beasley.

—¿Y eso qué es? —preguntó Fred, dando un paso hacia él.

—Como les decía, hay una leyenda sobre la existencia de una antigua gran ciudad en Camboya. Cuando el naturalista francés Henry Mouhot descubrió Angkor Thom en 1860, todos creyeron que había resuelto el misterio de la leyenda. Pero siempre ha habido, y sigue habiendo, rumores sobre la existencia de ruinas al norte y este de esta zona. De una ciudad aún más antigua y suntuosa que Angkor Thom y su templo, Angkor Wat, llamada Angkor Kol Ker. Muchas leyendas hablan de esas ruinas, pero se conocen muy pocos detalles. Una expedición francesa trató de llegar allí en los años cincuenta, pero no volvió a saberse nada de ella. Supusieron que se había topado con guerrillas hostiles, los precursores de los Khmer rojos. Desde entonces nadie más lo ha intentado. Ni siquiera se sabe si existió la ciudad. Podría ser un mito. Una especie de Shangri-la pero en la selva. Algunas de las leyendas relacionadas con ella son bastante fantásticas. —Beasley se retorció el extremo del bigote—. Si creemos las leyendas, anuncian un horrible fin a quien entre en Angkor Kol Ker o se acerque a sus inmediaciones. De modo que, en términos míticos, esa zona está condenada.

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