Atlantis - La ciudad perdida (5 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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—¡Eh! —exclamó Flaherty, más sorprendido por la acción de Dane que por la de Foreman.

—Diga a su hombre que retroceda —dijo Foreman, controlando la voz.

—Dane —dijo Flaherty con tono expresivo.

Dane bajó de mala gana su arma.

Foreman dio unos golpecitos a Flaherty en el pecho donde éste se había guardado la copia de las órdenes.

—Estarán a mis órdenes mientras dure esta misión. No habrá más preguntas. Su helicóptero saldrá dentro de diez minutos. Diríjanse a la pista de aterrizaje.

Castle, que había permanecido inmóvil durante el enfrentamiento, señaló la puerta.

—Vamos. —Recogió su mochila y se la echó al hombro.

Flaherty indicó con el pulgar que todo iba bien y los miembros del equipo salieron. Flaherty sentía cómo las correas de la mochila se clavaban en sus hombros cuando se acercó a Dane.

—¿A qué ha venido eso?

—Esto está jodido —dijo Dane—. Foreman nos oculta algo y Castle está asustado.

—Mierda, y yo —repuso Flaherty.

—Castle está más asustado que si fuéramos a una simple misión fronteriza.

—Tal vez sea novato.

Dane se limitó a hacer un gesto negativo.

Flaherty sabía que Foreman estaba hasta arriba de mierda, pero el que Castle estuviera asustado le cogió de nuevas.

Dane se detuvo y señaló. Dos mercenarios nungs, de aspecto fornido y armados hasta los dientes, los observaban desde el borde de la pista de aterrizaje y hacían gestos precisos en dirección a ellos.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Flaherty.

—¿Te has preguntado por qué han tenido que escogernos a nosotros cuando la CÍA suele utilizar a hombres como ellos? —preguntó Dane.

—Sí, me lo he estado preguntando —respondió Flaherty—. Pero ahora supongo que es por el SR-71. Tal vez no quieran que nadie se entere de que han perdido uno y están manteniendo el asunto entre nosotros. Por eso hemos tenido que dejar atrás a nuestros hombrecillos.

—Nunca he visto que un nung se asuste por nada —repuso Dan—, pero estos tíos están muy asustados. Esos gestos son para ahuyentar los malos espíritus.

—¡Dios mío! —exclamó Flaherty mientras se acercaban al helicóptero—. Lo que nos faltaba. Malos espíritus.

—Y ni siquiera vienen con nosotros —advirtió Dane.

Los esperaba el Huey negro reabastecido de combustible y con los rotores girando despacio. Los miembros del ER Kansas, junto con Castle, subieron a él, y el helicóptero se elevó al instante con rumbo sudeste.

Flaherty buscó en su mapa el lugar donde Foreman había dicho que había caído el avión. Estaba cerca del río Mekong, a unos cien kilómetros de donde el río cruza la frontera de Laos con Camboya. El mapa presentaba una masa verde oscuro con cotas topográficas. No había en él ningún indicio de civilización.

Dirigió una mirada a Dane. Estaba tenso y agarraba con fuerza su M-60. Flaherty ignoraba cómo sabía lo que le había dicho sobre Foreman, Castle y los nungs, pero no le cabía la menor duda de que era cierto. Sencillamente sabía cosas, como había sabido lo de la cobra en el campamento base.

Flaherty sabía muy poco de Dane, sólo lo que había leído en el exiguo expediente que había llevado consigo hacía seis meses, cuando se enroló en el CCN. Dane nunca recibía correspondencia y era muy reservado, y nunca se unía a los demás cuando se desahogaban emborrachándose en el bar del CCN. Pero a Flaherty le había gustado instintivamente ese hombre más joven en cuanto lo vio, y con los meses esa primera impresión se había confirmado y transformado en respeto mutuo.

Flaherty desplazó su mirada de Dane al terreno que sobrevolaban. Volaban alto, por encima de los seis mil pies, y el paisaje estaba bañado por la brillante luz de la luna. Trató de orientarse, pero no era fácil a la velocidad que volaba el helicóptero. No le cupo la menor duda, sin embargo, cuando sobrevolaron el Mekong. En el ancho río se reflejaba la luna, y alcanzó a ver varios rápidos. Sobrevolaron el río durante una hora, luego el helicóptero se ladeó de pronto y se dirigió hacia el oeste.

Flaherty sintió una mano en el brazo. Era Castle.

—Nada de mapas —dijo.

—¿Adonde demonios vamos? —preguntó Flaherty, mientras el Mekong desaparecía por el este—. El lugar del accidente que ha señalado queda al sur.

—Limítese a cumplir las órdenes. Habremos salido de aquí en veinticuatro horas.

Flaherty dejó el mapa. Al enrolarse en las Fuerzas Especiales había confiado en dejar atrás eso: obedecer estúpidas órdenes que podían acabar con tu vida por razones que nunca te decían. Ahora sabía que Castle y la CÍA tenían secretos. No querían que supieran dónde había caído el SR-71. Que él supiera, podían estar adentrándose en China, pero eso requeriría otro giro a la derecha y un largo vuelo hacia el norte.

Volaron hacia el oeste durante una hora. Flaherty tuvo que encogerse de hombros cuando Dan y Thomas preguntaron por qué habían dejado tan atrás el Mekong. No había nada que él pudiera hacer. Habían recibido unas órdenes y estaban a bordo de un pájaro de la CÍA.

—Un minuto —dijo Castle, volviéndose por fin hacia ellos y levantando un dedo—. Preparen y carguen las armas.

Flaherty miró hacia fuera. El terreno que sobrevolaban era una selva de tres capas con montañas asomando aquí y allá. No había señales de presencia humana. No había carreteras, ni pueblos. Nada. Sacó de su bolsa de munición un cargador lleno de cartuchos de 5,56 milímetros y lo colocó en el hueco de la parte inferior de su CAR-15. Le dio una palmada para asegurarse de que estaba bien encajado, luego tiró hacia atrás de la palanca de la parte superior del arma y dejó que se desplazara hacia adelante. Colocó el arma entre sus rodillas, con la boca mirando hacia abajo. A continuación sacó la munición flechette de 40 milímetros y cargó su M-79. Observó cómo Dane cargaba con cuidado su ametralladora M-60 con su cinta de cien balas de 7,62 milímetros, asegurándose de que la primera bala entraba en su sitio, y cómo a continuación enganchaba al lateral de la ametralladora la bolsa de lona que contenía el resto de la cinta, cerciorándose de que el arma se cargaba libremente sin dejar de estar cubierta. Flaherty había visto a muchos soldados inexpertos acarrear las cintas en bandolera o colgadas del hombro; también había visto muchas de esas armas atascarse al entrar una bala sucia. Los demás miembros del ER Kansas indicaron con el pulgar que estaban listos.

El helicóptero redujo la velocidad y a continuación descendió rápidamente. Flaherty miró hacia adelante. Los pilotos parecían discutir sobre algo, señalando el tablero de mandos, pero descendieron. En el lado de una cresta, un pequeño claro apareció por delante y por debajo de ellos. El helicóptero descendió aún más, y el piloto maniobró para acercarlos, golpeando el patín de aterrizaje derecho contra el lado de la montaña mientras el otro quedaba suspendido en el aire. Castle hizo un gesto a Flaherty y éste saltó, seguido del resto del equipo y de Castle.

El helicóptero se había alejado tan deprisa como había llegado, en dirección este. Flaherty permaneció arrodillado detrás de su mochila, con el arma preparada, hasta que dejó de oírse y escucharon el ruido de la selva. Sintió lo que siempre sentía al infiltrarse en un territorio después de que el amistoso ruido del helicóptero desapareciera: abandonado en territorio indio. Le confortaba la presencia de Dane y Thomas. Thorney no le inspiraba mucho ni en un sentido ni en otro. Tendría que ganarse su sitio.

Estaban todos apiñados en la escarpada ladera de la montaña, al resguardo de los árboles que bordeaban el claro. Castle silbó débilmente y los hombres se apretujaron más.

—Vamos a seguir a lo largo de estas crestas, luego bajaremos a un río y lo cruzaremos. El lugar del accidente está justo al otro lado. Seguiremos el río durante cuatro kilómetros hacia el norte, volveremos a cruzarlo y nos dirigiremos de nuevo al este durante otros seis kilómetros hasta el lugar de recogida.

Flaherty sacó la brújula y miró la brillante aguja. Abrió mucho los ojos. La aguja daba vueltas.

—Sus brújulas no funcionan —dijo Castle, advirtiendo lo que hacía.

—¿Por qué no?

—Larguémonos de aquí —dijo Dane—. Esto se pone feo.

—¿Qué está pasando? —preguntó Flaherty a Castle agarrándolo por el cuello de la camisa.

—Ya se lo han dicho —respondió Castle—. Vamos a recuperar los restos del SR-71. —Arrancó las manos de Flaherty de su camisa.

—¿Cómo sabe que las brújulas no funcionan? —preguntó Flaherty, intentando dominarse.

—Es lo que han dicho los pilotos mientras entrábamos —respondió Castle, encogiéndose de hombros, pero sin lograr parecer despreocupado—. Que sus mandos se estaban volviendo locos. Tal vez haya cerca un importante campo magnético. No lo sé.

—Pide un Fuego de la Pradera —dijo Dane. No había oído lo que había dicho Castle, pero miraba alrededor con expresión preocupada.

Flaherty se frotó la mano en el pañuelo verde que llevaba alrededor del cuello, como si considerara las palabras de Dane. Fuego de la Pradera era la contraseña para una exfiltración de emergencia en el cuartel general del CCN. El pájaro de la CÍA podía haberlos llevado allí, pero la mejor baza de Flaherty era que el CCN cuidaba de sus hombres. Sabía que si pedía un Fuego de la Pradera, enviarían un helicóptero, si la meteorología no lo impedía. O deberían hacerlo. Se habían adentrado tanto en territorio enemigo que el CCN tal vez no autorizara el vuelo. ¡Mierda!, exclamó Flaherty para sí; ni siquiera sabía dónde estaban.

Miró el ruedo de caras. El miedo de Dane era palpable. Thomas era el de siempre, con su cara inescrutable, pero las palabras de Dane estaban produciendo su efecto en el corpulento negro porque hizo un gesto de asentimiento, aprobando la sugerencia de Dane. Tormey también parecía asustado, pero era su primera misión al otro lado de la alambrada. El problema era Dane. Habían estado juntos en tiroteos, y el sargento de armas siempre había cumplido sobradamente con su deber.

—Saca la radio y pide un Fuego de la Pradera —dijo Flaherty, dando un golpecito a Thomas en el brazo—. Quiero una exfiltración lo antes posible. Podemos guiarlos hasta aquí mediante las ondas de la radio de nuestro equipo.

—No pueden hacerlo —respondió Castle perplejo—. Tenemos que recuperar la caja negra de ese SR-71.

—Comprobemos el perímetro de la zona —continuó Flaherty, sin prestarle atención—. Dane, tú quédate aquí. Tormey, cubre la pendiente.

—Tenemos que entrar en el valle y llegar hasta el avión —insistió Castle, apuntándolos con su CAR-15.

Dane miraba fijamente la cresta como si pudiera ver el valle al otro lado.

—Vaya allí y no vivirá para contarlo. —¿De qué demonios está hablando éste? —preguntó Castle. —No lo sé, pero me fío de él —repuso Flaherty. Trataba de pasar por alto el CAR-15 de Castle, pero éste parecía a punto de perder los estribos.

—Ustedes no son más que muías de carga y protección para llevar de vuelta el equipo —dijo Castle—. Tenemos imágenes de la zona, y no hay rastro del Vietcong ni del ejército de Vietnam del Norte.

—Baje el arma —ordenó Flaherty. Dane apuntaba con su M-60 al estómago del hombre de la CÍA.

—Foreman se ocupará de ustedes —dijo Castle, bajando de mala gana su arma.

—Que lo haga —dijo Flaherty. ¡Mierda!, iba a volver a casa en menos de una semana y a cambiar el uniforme por ropa de civil. No necesitaba esa mierda. ¿Qué podía hacerle Foreman? ¿Darle de baja con deshonor?

Thomas había sacado la radio. Susurró unos instantes por el micrófono, luego se concentró en la radio, girando los diales y moviendo la antena.

—¡Maldita sea! —exclamó por fin, quitándose los auriculares—. No recibo nada en FM.

—¿Interferencias? —preguntó Flaherty.

—Nunca he visto nada igual. Como si estuviéramos en el lado oscuro de la luna. No recibo la radio de las Fuerzas Armadas y cubren esta parte del mundo de Vietnam a Tailandia.

—¿Está estropeada? —preguntó Flaherty.

—Funciona —respondió Thomas con convicción—. Algo se interfiere, pero no sabría decir qué.

—Las radios de FM tampoco funcionan aquí —comentó Castle.

—¿También se lo han dicho los pilotos del helicóptero? —preguntó Flaherty.

—Sí.

—¿Alguna otra información que pueda darnos con cuentagotas?

—Nuestro pájaro de exfiltración se dirige en estos momentos al lugar de recogida —repuso Castle, señalando hacia el oeste—.

Tenemos que entrar en el valle para llegar allí, así que sugiero que nos pongamos en marcha si queremos llegar a tiempo. Como las radios no funcionan, no hay otra manera de salir de aquí, a menos que quieran caminar quinientos kilómetros por territorio hostil.

—En marcha —ordenó Flaherty profiriendo una maldición. No tenían otra opción—. Todos alerta. Dane, ve tú primero.

El ER Kansas subió la cuesta con las armas preparadas. En cuanto abandonaron el pequeño claro, se encontraron bajo el triple dosel de la selva. Estaba oscuro como boca de lobo, ya que no entraba ni la débil luz de la luna. Dane avanzaba con cautela, a tientas. Los demás lo seguían con la mirada clavada en el puntito brillante de la parte posterior del sombrero de campaña del hombre que les precedía.

Flaherty echó un vistazo a la esfera luminosa de su reloj. Al menos no faltaba mucho para que amaneciera. Luego lo sacudió. Que él supiera, tampoco funcionaba.

Avanzaron despacio a lo largo de las crestas, y transcurrieron dos horas antes de que llegaran a la cumbre. Empezaba a clarear por el este cuando salieron de la selva al filo rocoso que dominaba el valle del río. En ese momento Flaherty confirmó que su reloj se había parado.

Bajó la vista. No veía el río, porque estaba demasiado oscuro. Al otro lado, el terreno ascendía pero de forma menos pronunciada. Todo lo que distinguió a la luz de la luna fue una meseta accidentada que se extendía hasta donde alcanzaba la vista por el lado oeste del río. Dane dio unos golpecitos a Flaherty en el hombro y señaló a la derecha, donde las crestas se elevaban aún más. Allí había algo grande que les cortaba el paso.

—Ruinas —dijo Dane.

—Diez minutos —ordenó Flaherty, y los miembros del equipo se arrojaron al suelo y esperaron, con las mochilas delante de ellos y las armas preparadas.

Se hacía de día rápidamente. Flaherty vio que Castle buscaba algo en su mochila.

—Nunca había visto nada parecido —susurró Dane, contemplando las ruinas.

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