Atlantis - La ciudad perdida (2 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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—Deme la posición —ordenó al radiotelegrafista, sentado detrás de él.

—Este chisme se ha vuelto loco, señor. Gira sin parar.

—Maldita sea —murmuró. Apretó un interruptor de su radio—. ¿Alguno de vosotros puede darme la posición, amigos?

Los pilotos de los otros cuatro bombarderos TBM Avenger informaron que tenían el mismo problema con sus brújulas. Presson advirtió la irritación y el miedo subyacente en algunas voces. La Escuadrilla 19 había tenido dificultades desde el momento del despegue, y los miembros de las restantes tripulaciones en prácticas tenían en su haber muy pocas horas de vuelo.

Presson miró hacia fuera desde la cabina de mando y sólo vio el océano. Era un día despejado y visibilidad ilimitada.

Ya deberían estar de vuelta en la base. Hacía dos horas que habían dejado atrás un pequeño grupo de islas, que había tomado por los cayos de Florida, pero ya no estaba tan seguro. Era su primer ejercicio de navegación fuera de la base aérea de Fort Lauderdale. Había sido trasladado recientemente de Texas y, mientras observaba cómo la aguja de la brújula giraba enloquecida, deseó haber prestado más atención a la ruta de vuelo.

No había querido hacer ese vuelo. De hecho, había solicitado al comandante del escuadrón que lo sustituyera, pero había denegado su petición porque no le había dado una buena razón. No le había dicho la verdadera razón: volar ese día era una mala idea.

Bueno, pues había sido una mala idea, pensó. Y ahora empezaba a poner en duda su criterio. Creyendo que habían sobrevolado los cayos, había ordenado a la escuadrilla girar al nordeste, hacia la península de Florida. Pero durante los últimos noventa minutos sólo habían visto océano a sus pies. ¿Se había equivocado? ¿Habían sobrevolado otras islas y estaban ahora mucho más allá del Atlántico, en lugar de en el golfo de México como había supuesto? ¿Dónde estaba Florida?

Les quedaban poco más de dos horas de combustible. Tenía que decidir inmediatamente si debían dar media vuelta, pero no podía contar con la brújula para dirigirse al oeste. Echó un vistazo al sol, que se ponía por encima de su hombro, y supo que el oeste quedaba ligeramente a su espalda. Pero si se desviaban unos grados en cualquier dirección, y si Florida estaba detrás de ellos, pasarían por el sur de los cayos y terminarían, en efecto, en el Golfo. Si su razonamiento era correcto, Florida debía estar al otro lado del horizonte.

Se mordió el interior de la boca hasta hacerse sangre mientras se enfrentaba al problema, pero no sintió el dolor, consciente de que si tomaba la decisión equivocada, acabarían todos en el mar. Ordenó a su radiotelegrafista que tratara de ponerse en contacto con alguien, quien fuera, para averiguar su posición. Mientras esperaba, con el ruido del motor zumbándole en los oídos, comprobó el indicador del combustible, cuya aguja había bajado y se acercaba a la banda de vacío. Casi podía sentir cómo el combustible de alto octanaje era absorbido por los carburadores y los depósitos se vaciaban por segundos.

—Tengo a alguien —informó por fin el radiotelegrafista—. Parece Fort Lauderdale, pero lo recibo entrecortado y distorsionado.

—¿Pueden orientarnos? —preguntó Presson.

—Se lo estoy pidiendo, pero no estoy seguro de que nos reciban con claridad, señor.

Trece vidas, además de la suya, pesaban sobre Presson. Deberían de haber sido catorce, pero el cabo Foreman se había liberado del vuelo. Se preguntó cómo lo había logrado.

—Vamos. ¡Dame una posición! —gritó por el intercomunicador, intentando concentrarse en el presente.

—Lo estoy intentando, señor, pero ya no recibo nada.

Presson profirió una maldición. Miró una vez más el mar, esperando ver algo más que agua. Y vio algo: un remolino de niebla que unos segundos antes no estaba allí. Salía hirviendo del cielo y se extendía a lo largo de varios kilómetros sobre la superficie del océano, extrañamente brillante en un cielo cada vez más oscuro con la llegada de la noche. Algo parecía brillar con fuerza en su interior. La niebla era blanco amarillenta, atravesada por unas oscuras vetas que el resplandor hacía destacar aún más. Tenía varios cientos de metros de lado a lado y aumentaba a gran velocidad.

Al principio, Presson creyó que podía tratarse del humo de un barco, pero nunca había visto ningún barco que produjera humo de un color tan extraño, ni un humo más brillante que el mar circundante. Al aumentar la niebla rápidamente de tamaño, Presson supo que no procedía de ningún barco. Fuera lo que fuese, estaba justo en su ruta de vuelo.

Su intuición le dijo que girara y la rodeara, pero con las brújulas estropeadas temía perder el rumbo. Claro que no estaba seguro de si, manteniéndolo, se acercaba o alejaba más de la base y la seguridad.

Esos segundos que Presson malgastó debatiendo mentalmente, llevó a la Escuadrilla 19 a menos de un kilómetro y medio de la niebla blanca que aumentaba rápidamente. De pronto, ésta se convirtió en un muro y se puso a su altura, al tiempo que aumentaba a un ritmo que desafiaba todo fenómeno natural o provocado por el hombre que Presson hubiera visto jamás.

Se quedó mirando fijamente la niebla, que se arremolinaba alrededor de su centro. Dentro del resplandor distinguió un círculo negro como el carbón, más oscuro de lo que jamás había visto. Era como el centro de un remolino, y la niebla giraba a su alrededor y era absorbida por él.

—Vamos a sobrevolarla —ordenó Presson por la radio, pero no obtuvo respuesta. Miró alrededor. Los otro cuatro aviones estaban en formación. Movió la palanca de mando hacia atrás para ganar altitud, esperando que los demás pilotos siguieran su ejemplo, pero le bastó con volver a mirar al frente para saber que era demasiado tarde.

Llegó al borde de la niebla y, de repente, se vio dentro.

En Fort Lauderdale, el cabo Foreman había observado en la pantalla de radar a la Escuadrilla 19 desde el momento del despegue. Después de cruzar varias de las islas occidentales de las Bahamas próximas a la isla de Bimini, la Escuadrilla había girado inexplicablemente hacia el nordeste, en dirección al mar abierto. Los aviones habían logrado pasar entre el sur de la Gran Bahama y el norte de Nassau, sin otra cosa que mar abierto ante ellos, con las Bahamas como única tierra a su alcance muy al nordeste.

Al principio, el cabo no había advertido nada raro en el vuelo. Tal vez el teniente Presson quería ofrecer a los pilotos nuevos la oportunidad de volar más tiempo sobre mar abierto. Los jefes de las escuadrillas de vuelo tenían total libertad a la hora de entrenar a las tripulaciones a su mando.

Pero al ver que la escuadrilla se alejaba cada vez más de tierra firme, sin regresar ni dirigirse a la Gran Bahama, Foreman había reaccionado intentando establecer contacto por radio. Había recibido varias llamadas de preocupación de los pilotos, pero no había logrado comunicarse con ellos. Les había transmitido su posición, pero los aviones habían seguido volando hacia el nordeste, alejándose de tierra firme, lo cual indicaba que no lo recibían.

—Escuadrilla 19, aquí la base aérea de Fort Lauderlade —dijo Foreman por enésima vez—. Se están dirigiendo al nordeste. Deben dar la vuelta ahora mismo. Sus coordenadas son... —Se interrumpió en mitad de la frase cuando desapareció la imagen de la pantalla de radar. Parpadeó, mirando fijamente la pantalla. Estaban a demasiada altura para haberse estrellado. Observó la pantalla mientras seguía llamando por la radio. Con la mano libre descolgó el auricular del teléfono y llamó a la oficina del capitán Henderson.

Al cabo de diez minutos, Henderson y otros oficiales estaban en la torre de control, escuchando cómo el silencio despedía a la Escuadrilla 19 hacia un destino desconocido. Foreman los puso al corriente de lo ocurrido.

—¿Cuál ha sido su última posición? —preguntó Henderson.

—Ésta. —Foreman señaló un punto en el mapa—. Exactamente al este de las Bahamas.

Henderson se acercó a un teléfono y ordenó que salieran dos aviones en busca de la Escuadrilla desaparecida. Al cabo de unos minutos Foreman vio en la pantalla de radar dos puntos de luz que correspondían a los dos aviones de reconocimiento Martin Mariner.

—¿Qué tal tiempo tienen, cabo? —preguntó Henderson.

—Bueno y despejado, señor —informó Foreman.

—¿No hay tormentas locales?

—Despejado, señor—repitió Foreman.

Los hombres reunidos en la torre de control se quedaron callados, tratando cada uno de imaginar qué podía haber sido de los cinco aviones. Sabían que a esas alturas habrían caído por falta de combustible. Todos sabían que hasta con el mar en calma, sobrevivir a un amerizaje forzoso era como mínimo arriesgado.

Menos de treinta minutos después de que comenzara la misión de rescate, el punto de luz en la pantalla de radar que correspondía al Martin situado más al norte, el más próximo a la última posición de la Escuadrilla 19, desapareció bruscamente de la pantalla.

—¡Señor! —exclamó Foreman, pero Henderson había estado observando por encima de su hombro.

—¡Póngase en contacto con ellos por radio! —ordenó.

Foreman lo intentó, pero como había ocurrido con la Escuadrilla 19, no obtuvo respuesta. Sin embargo, el otro avión de rescate informó.

Henderson ya había tenido suficiente.

—Ordene al último avión que regrese.

Muchas horas más tarde, después de que los desconcertados oficiales hubieran abandonado la torre de control, preocupados por las comisiones de investigación y por sus carreras, Foreman se inclinó sobre el mapa y lo estudió con atención. Marcó con un punto la última posición de la Escuadrilla 19, y con otro punto el lugar donde había desaparecido el Mariner. Luego trazó una línea entre ambos y, a partir de cada punto, otra línea hasta las Bermudas, donde habían comenzado los problemas de la Escuadrilla 19. Miró fijamente el triángulo que había dibujado, luego levantó la cabeza para mirar hacia el océano oscurecido.

Después de que lo hubieran rescatado, hacía ocho meses, había tratado de averiguar qué le había ocurrido a su hermano y a sus compañeros de escuadrón. Había averiguado que la zona del océano donde se había hundido su escuadrón era conocida entre los pescadores japoneses del lugar como el mar del Diablo, y en ella se habían producido muchas desapariciones inexplicables.

Después de la rendición incluso había bajado a tierra y viajado hasta uno de los pueblos situados en esa zona. Por un viejo pescador se había enterado de que en el mar del Diablo se pescaba, pero sólo cuando el chamán del pueblo les decía que podían hacerlo sin peligro. Cómo lo sabía el chamán, el pescador no se lo había sabido decir. Mirando fijamente el mar, Foreman se preguntó si el chamán del pueblo había tenido, sencillamente, un mal presentimiento.

Se llevó la mano al bolsillo del pecho y sacó una fotografía. Era de una familia, dos chicos adolescentes, a todas luces gemelos, junto a un hombre corpulento de barba poblada y una mujer menuda y sonriente, con la cabeza ligeramente ladeada mirando a su marido. Cerró los ojos y tardó largo rato en volverlos a abrir.

Recogió el mapa de la mesa, lo dobló y lo guardó en el bolsillo de la camisa, luego salió de la torre de control y bajó a la playa. Miró fijamente el agua, escuchando el ritmo del mar, tratando de penetrar con la mirada el horizonte hasta el triángulo que temía. Ladeó la Cabeza como si escuchara, como si alcanzara a oír las voces de la Escuadrilla 19 y algo más, algo más profundo, más oscuro y más antiguo, mucho más antiguo.

Allí afuera acechaba el peligro, lo sabía. Era algo más que la desaparición de la Escuadrilla 19. Miró una vez más la foto de su familia y se concentró en sus padres, que hacía seis años no habían hecho caso de las advertencias de peligro y habían acabado engullidos en el infierno de Europa durante el oscuro reinado de Hitler.

Seguía allí cuando la luz del amanecer empezó a teñir el horizonte.

Agua y selva

En un extremo del mundo, un avión secreto, capaz de volar a una velocidad varias veces superior a la del sonido, se estabilizaba a gran altitud; en el otro extremo, un submarino nuclear, el orgullo de la flota y equipado con las últimas innovaciones tecnológicas y el armamento más sofisticado, abría los tanques de lastre para iniciar la inmersión. Ambos estaban conectados electrónicamente con un lugar en Oriente Medio.

El puesto de escucha se encontraba en las escarpadas montañas del norte de Irán para controlar el sur de la Unión Soviética. Pero esta vez se trataba de una misión diferente: coordinar el avión espía SR-71 Blackbird, que había despegado de Okinawa, y el Scorpion, un submarino de ataque rápido que se había desligado de las operaciones normales del Atlántico para realizar esa misión secreta.

El hombre que estaba al mando de la operación llevaba unos auriculares especiales. Por el izquierdo escuchaba los informes transmitidos desde el Scorpion, que subían por un cable aislado que se desenrollaba de una jarcia en la cubierta trasera del submarino, hasta una boya transmisora que daba brincos en las olas por encima del submarino. Por el derecho, escuchaba al piloto del SR-71 identificarse como Blackbird, sin rodeos. Él utilizaba su propio nombre, Foreman, sin molestarse en ocultar su identidad con un nombre en clave porque no tenía otra vida que su trabajo. En la Agencia Central de Inteligencia se había convertido no tanto en una leyenda como en un anacronismo, de quien se cuchicheaba como si no existiera en la vida real.

Ante él tenía tres papeles: uno era una carta de navegación del océano al nordeste de las Bermudas, donde en esos momentos operaba el Scorpion; el otro, un mapa del Sudeste asiático que sobrevolaba el SR-71; y el tercero, una carta de navegación de la costa este de Japón. En ellos había trazados tres triángulos: el de la carta de navegación del Atlántico en rotulador azul; el del mapa, en verde; y el último, el de la carta del Pacífico, en rojo.

La puerta del Triángulo de las Bermudas, como prefería llamarla él, cubría una zona que se extendía de las Bermudas a Key West y cruzaba las Bahamas hasta San Juan, en Puerto Rico. No se conocía con este nombre cuando él había contemplado la desaparición de la Escuadrilla 19, pero con la publicidad sobre el incidente la leyenda había cobrado impulso, y un periodista había designado la zona con ese nombre a falta de otro mejor. A Foreman no le interesaban las leyendas, sino los hechos.

Llamaba a esos lugares puertas porque eran entradas, de eso estaba convencido, pero los perímetros nunca eran estables, y aumentaban y disminuían a distintos ritmos. A veces casi desaparecían, otras alcanzaban unos límites en forma de triángulo. Si el centro de cada puerta estaba fijado geográficamente, el tamaño dependía más del momento, unas veces abriéndose de par en par y otras cerrándose aparentemente del todo.

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