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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Aullidos (20 page)

BOOK: Aullidos
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Luego pregunté al tejón en tono afligido: —¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo vivir así? El tejón se acercó a mí y respondió suavemente: —Acepta el presente. Acepta que eres un perro, acepta que eres un fenómeno de la Naturaleza, o tal vez, no. En cualquier caso, tienes que vivir como un perro.

—¡Pero debo averiguar quién era!

—Eso no te ayudará. Olvida tu pasado, tu familia, ya no forman parte de ti.

—¡Mi mujer y mi hija me necesitan!

—No puedes ayudarlas.

Me levanté y le miré enfurecido.

—No lo comprendes. Debo protegerlas de un malvado que pretende lastimarlas. ¡Creo que fue él quien me mató!

El tejón sacudió la cabeza con tristeza.

—Es inútil,
Fluke
. No puedes hacer nada. Debes olvidar tu pasado. Si te obstinas en regresar, te arrepentirás.

—¡No! —exclamé—. Quizá sea éste el motivo de que no pueda recordar, de que sea distinto. ¡Mi mujer y mi hija me necesitan! Lo presentí al morir. ¡Debo regresar junto a ellas!

Eché a correr, temiendo que el tejón quisiera retenerme, temiendo oír mas revelaciones, pero cuando me hube alejado un trecho, me volví y grité:

—¿Quién eres? ¿Qué eres?

El tejón no respondió y la oscuridad me impedía verlo.

Capítulo 16

Es muy duro esto que acabo de contarles, ¿no? ¿Les parece angustioso? Yo, desde luego, me sentía angustiado. Pero ¿comprenden su significado? Si existe esa gran meta que todos aspiramos alcanzar —llámenlo perfección, felicidad o tranquilidad de espíritu— es lógico pensar que no se alcanza fácilmente; tenemos que ganarla. Ignoro el motivo y no estoy seguro de creer en ello (a pesar de ser un perro que antes fue un hombre), de modo que no me extraña que tengan dudas. Pero, como no ceso de repetirles, desechen sus prejuicios.

Me encontré en la calle principal de Edenbridge uno o dos días más tarde. No estoy seguro de cuándo llegué allí pues, como es lógico, después de mi encuentro con el tejón me sentía aturdido. Tenía que aceptar que, como hombre, estaba muerto (suponiendo que las revelaciones del tejón fueran ciertas), y que jamás podría regresar a la normalidad. Pero si estaba muerto, ¿cómo había muerto? ¿De viejo? No lo creo. En mis recuerdos, mi esposa aparecía como una mujer joven y mi hija debía tener unos cinco o seis años. ¿A causa de una enfermedad? Es posible. Sin embargo, ¿por qué odiaba a ese misterioso individuo? ¿Por qué me parecía tan malvado? ¿Acaso me había matado él?

Estaba convencido de que ésa era la respuesta, pues de no ser así, ¿por qué me inspiraba tal odio? En cualquier caso, estaba decidido a averiguar la verdad. Pero ante todo tenía que hallar a mi familia.

La calle principal estaba atestada de amas de casa que hacían la compra y de furgonetas de reparto. La escena se me antojaba vagamente familiar y supuse que había vivido allí, pues de otro modo, ¿por qué me sentía atraído por esta pequeña población? Sin embargo, no estaba seguro.

La gente me miraba extrañada al ver a un chucho callejero paseándose arriba y abajo, observándoles atentamente y asomando el hocico en las tiendas. Yo no les hacía caso, pues tenía cosas más importantes en qué pensar.

Al atardecer aún no había conseguido averiguar nada. No recordaba con claridad ninguna tienda, ningún pub ni ninguna persona, aunque todo me parecía familiar. Mis tripas me recordaron que estaban hambrientas y que no tenían la culpa de que yo me hallara en un lío. Los comerciantes me echaban en cuanto asomaba la cabeza por la puerta, y al tratar de agarrar una manzana de una cesta su dueña me atizó un sopapo en el hocico y me cubrió de insultos.

Para evitar que se organizara un escándolo (no quería que la Policía me detuviera, pues tenía que permanecer en la ciudad hasta que recuperara la memoria), eché a caminar hasta llegar a unos grandes terrenos municipales. En aquel momento me pareció recordar algo, pero era un recuerdo muy vago: durante los últimos veinte años, muchos londinenses habían abandonado los barrios pobres del sur de la ciudad para trasladarse a vivir a Edenbridge, en unos modernos edificios situados en plena campiña. Algunos se habían adaptado a su nuevo entorno, pero otros (como Lenny, el amigo del Jefe) añoraban Londres y se pasaban la vida yendo y viniendo entre estas dos comunidades tan distintas. Era evidente que yo había vivido en esta población y, por tanto, conocía su historia, pero ¿dónde había residido? ¿En uno de esos edificios? No conseguía recordarlo.

Seguí a dos niños hasta su casa, los cuales jugaron un rato conmigo y su madre me dio de comer. No era mucho, pero al menos conseguí aplacar mi apetito. Luego, pese a las protestas de los niños, salí corriendo del jardín y me dirigí de nuevo hacia la calle principal.

Recorrí todas las callejuelas que desembocaban a ambos lados de la calle principal, pero no vi nada que desencadenara los recuerdos que se hallaban ocultos en mi memoria.

Al anochecer me sentía profundamente abatido. No había sucedido nada. Confiaba en que al llegar a Edenbridge hallaría mi casa sin dificultad, pero no había sido así. Me hallaba a oscuras, tanto mental como físicamente.

Llegué hasta los límites de la población. Pasé frente a varias tabernas, atravesé un puente, pasé frente a un garaje y un hospital y me encontré en un descampado. Desalentado, penetré en el patio del hospital, me oculté en un rincón detrás del edificio y me quedé dormido.

A la mañana siguiente me desperté al percibir un delicioso olor de comida y, siguiendo mi olfato, llegué ante una ventana que estaba abierta. Me alcé sobre mis cuartos traseros y apoyé las patas en el antepecho de la ventana. Por desgracia, la ventana era muy alta y no alcancé a ver nada, pero gocé aspirando los deliciosos aromas que salían de ella. De pronto, apareció la enorme cabeza castaña de una mujer. Ésta sonrió al verme, mostrando unos dientes blanquísimos que contrastaban con los tonos rojos y naranjas que resplandecían en su orondo semblante.

—¿Tienes hambre? —me preguntó. Yo agité el rabo—. No te vayas.

La mujer desapareció y al cabo de un instante reapareció sonriendo satisfecha y sosteniendo una loncha de tocino ahumado medio quemada.

—Toma, cómetelo —dijo, metiéndome el pedazo de tocino en la boca.

Yo lo escupí inmediatamente al sentir que me abrasaba la garganta. Luego le eché un poco de saliva para que se enfriara.

—Buen chico —dijo la mujer, arrojando otra loncha de tocino al suelo. La devoré tan apresuradamente como la primera y alcé la cabeza, agitando el rabo para suplicarle que me diera otra.

—Estás muerto de hambre, ¿verdad? —dijo la mujer de color (de múltiples colores), echándose a reír—. De acuerdo, te daré otra loncha de tocino y luego te largas, no quiero meterme en un lío.

La tercera loncha apareció y desapareció en un santiamén y miré de nuevo a la mujer, pero ésta se echó a reír, agitó el índice y cerró la ventana.

El día había empezado bastante bien y, sintiéndome más animado, me dirigí hacia la entrada del hospital. Había comido caliente y disponía de toda la jornada para tratar de averiguar algo acerca de mi pasado. Quizá la vida (o la muerte) no era tan mala. Como les he dicho, los perros somos optimistas por naturaleza.

Al llegar a la puerta del hospital, doblé a la izquierda y me encaminé hacia la calle principal, convencido de que allí encontraría algo o a alguien que conocía.

Eché a caminar por la carretera cuando, de pronto, un monstruo verde se abalanzó hacia mí. Lancé un grito de terror y el autobús frenó en seco. Crucé apresuradamente la carretera con el rabo entre las piernas mientras el enfurecido conductor me insultaba y hacía sonar la bocina. Me agazapé junto a un seto y al cabo de unos instantes el conductor puso el vehículo en marcha y arrancó lentamente.

Cuando la hilera de ventanillas pasó junto a mí, vi unos rostros que me miraban encolerizados y otros con expresión de lástima. Una niña clavó sus ojos en los míos y sostuvo mi mirada hasta que el autobús pasó de largo. Luego, la niña se volvió y siguió observándome con la nariz aplastada contra el cristal.

El autobús atravesó el puente y desapareció. En aquel instante comprendí que la niña que me había mirado era Gillian, mi hija, aunque yo la llamaba Polly porque me gustaba más ese nombre. ¡No me había equivocado! ¡Edenbridge era mi hogar! ¡Al fin había hallado a mi familia!

Pero no la había hallado. El autobús había desaparecido y yo sólo recordaba unos nombres, la breve discusión que había sostenido con mi mujer respecto al nombre de mi hija y nada más. Aguardé en vano, confiando en que la imagen apareciera de nuevo, pero no fue así.

Gemí desesperado y eché a correr detrás del autobús, resuelto a no desaprovechar esta oportunidad. Al cruzar el puente vi que el autobús se había detenido en una parada. Me puse a ladrar y atravesé la calle principal como una bala. Pero fue inútil; el autobús siguió su camino y enfiló la carretera. Yo seguí corriendo, extenuado y jadeando, mientras el autobús se hacía cada vez más pequeño, y al final me detuve.

El autobús —en el que viajaba mi hija— había desaparecido.

Mi angustiosa e infructuosa búsqueda —por la ciudad y por mi mente— duró otros dos días. Desayunaba y cenaba todos los días en el hospital gracias a la generosidad de la cocinera negra y dedicaba el resto de la jornada a recorrer la ciudad y sus alrededores, pero fue en vano. Por fin, al tercer día, debía ser sábado a juzgar por la cantidad de gente que andaba por la calle, tuve un golpe de suerte.

Caminaba arriba y abajo por la calle principal, procurando pasar inadvertido (algunos tenderos ya me conocían e intentaban atraparme), cuando de pronto miré por un callejón que conducía al aparcamiento situado detrás de los comercios y vi a una niña acompañada de una mujer. Al cabo de un instante doblaron la esquina y desaparecieron, pero había reconocido a la niña y comprendí que se trataba de rni esposa y mi hija. El corazón me dio un vuelco y noté que me temblaban las rodillas.

—¡Carol! —grité—. ¡Carol! ¡Polly! ¡Esperadme! ¡No os vayáis!

Comencé a ladrar como un loco, mientras los transeúntes me observaban estupefactos, y avancé tambaleándome por el estrecho callejón. Era como una pesadilla, pues el shock me había dejado aturdido y apenas podía dar un paso. Al fin conseguí sobreponerme, pero había perdido unos valiosos segundos. Eché a correr detrás de mi mujer y mi hija y vi que se montaban en un «Renault» verde.

—¡Carol! ¡Detente! ¡Soy yo!

Se giraron sobresaltadas y mi mujer exclamó:

—¡Apresúrate, Gillian, súbete al coche y cierra la puerta!

—¡No, Carol! ¡Soy yo! ¿No me reconoces? Atravesé rápidamente al aparcamiento y me detuve junto al «Renault», ladrando y tratando de conseguir que mi mujer me reconociera.

Ambas me miraban atemorizadas, pero en lugar de calmarme, mi excitación aumentó. Carol bajó la ventanilla e hizo un gesto con la mano, diciendo:

— Aléjate de aquí, chucho!

— Carol, por el amor de Dios, soy yo, Nigel! (¿Nigel? Recordé que ése era mi nombre, pero creo que me gustaba más Horacio.)

—Es el perrito al que por poco atropella el autobús —oí decir a mi hija.

La miré atónito. ¿Es posible que esta niña fuera mi hija?

Parecía dos o tres años mayor que la última vez que la había visto. Sin embargo, la mujer sin duda era Carol, y la había llamado Gillian. ¡Por supuesto que era mi hija!

Pegué un salto y aplasté el hocico contra la parte inferior de la ventanilla.

—¡Polly, soy papá! ¿No te acuerdas de mí?

Carol me dio un golpe en la coronilla, aunque sin ánimo de lastimarme, tan sólo para defenderse. Luego puso el motor en marcha y arrancó lentamente.

—¡No! —grité—. ¡No me abandones, Carol! ¡Te lo suplico!

Eché a correr pegado al coche, arriesgándome a que me atropellara, llorando de rabia al ver cómo se alejaban, sabiendo que no podía seguirlas y que volverían a desaparecer de mi vida. Sentí deseos de arrojarme debajo de las ruedas del coche para obligarlas a detenerse, pero mi sentido común y mi vieja amiga, la cobardía, me impidieron hacerlo.

—¡Regresad! ¡Regresad!

Pero no regresaron.

Vi la expresión de asombro en el rostro de Polly mientras el coche se alejaba por la sinuosa carretera que conducía a las afueras de la población, confiando en que sucediera un milagro que obligara a su madre a detener el vehículo, pero fue inútil.

Los transeúntes me miraron extrañados y decidí alejarme antes de que me denunciaran. Eché a correr detrás del «Renault», mientras los recuerdos comenzaban a afluir a mi mente.

De pronto recordé dónde había vivido.

Capítulo 17

Marsh Green es una pequeña aldea, de una sola calle, situada en las afueras de Edenbridge. En un extremo hay una iglesia, en el otro una taberna, en el centro un comercio y varias casas a ambos lados. Detrás de éstas se ocultan otras casas, una de las cuales contemplaba yo en aquellos momentos.

Sabía que mi esposa y mi hija residían en ella y que, hace unos años, yo también había vivido aquí. Me llamaba Nigel
Nettle
[2]
(sí, me temo que éste es mi apellido) y había nacido en Tonbridge, en el Condado de Kent. De niño había trabajado para unos granjeros de la localidad (de ahí mis conocimientos sobre el campo y los animales), y de mayor me había dedicado al negocio de los plásticos. Había fundado una pequeña fábrica en Edenbridge, en una zona industrial situada en las afueras de la ciudad. Me había especializado en envoltorios flexibles pero, a medida que la empresa prosperaba, había comenzado a fabricar otros tipos de contenedores de plástico. Desde el punto de vista de un perro, todo ello me parecía tremendamente aburrido, pero supongo que en aquella época la empresa era muy importante para mí. Nos habíamos trasladado a Marsh Green para residir cerca de la fábrica y solía viajar con frecuencia a Londres por asuntos de negocios (ése era el motivo de que hubiera reconocido la carretera).

Según recordaba, habíamos sido muy felices: mi amor por Carol no había mermado con el paso del tiempo, sino que se había hecho más profundo; Polly (Gillian) era un encanto de niña, nuestra casa era un sueño y el negocio iba viento en popa. Así pues, ¿qué es lo que había sucedido? Sencillamente, que yo había muerto.

Era preciso que averiguara cómo y cuándo (Polly parecía mucho mayor que la última vez que la había visto); pero estaba convencido de que mi muerte estaba relacionada con el misterioso individuo que se me aparecía en sueños y que desaparecía antes de que pudiera reconocerlo. Si éste representaba una amenaza para mi familia (idea que no cesaba de atormentarme), y si estaba relacionado con mi muerte (mi intuición me decía que había sido el causante), hallaría el medio de vengarme de él. Pero en estos momentos lo único que deseaba era reunirme con Carol y Polly.

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