Mis patas echaron a correr de forma impremeditada, pero esta vez lo que me obligaba a correr se hallaba ante mí, no detrás mío. Sabía instintivamente qué camino debía emprender y, al poco rato, me encontré de nuevo en la carretera que conducía a la población cuyo nombre me resultaba familiar.
Los coches pasaban veloces junto a mí. Todavía temía a estos monstruos mecánicos, pese a haber vivido durante varios meses en la ciudad, aunque sabía que yo mismo había conducido uno de esos vehículos. En otra vida. Llegué a una zona densamente poblada de árboles y decidí tomar por un atajo para llegar antes a mi destino.
El bosque era un lugar fascinante. Estaba poblado de seres ocultos que mis ojos no tardaron en detectar, cuyos nombres (curiosamente) conocía. Había escarabajos, mosquitos, tábanos, avispas y abejas. Unas mariposas moteadas volaban de hoja en hoja. Los lirones y los ratones campestres corrían por entre la maleza y había ardillas grises por doquier. Un pájaro carpintero me miró con curiosidad pero no correspondió a mi saludo. Un corzo se asustó al verme y corrió a ocultarse. Miles y miles de áfidos (quizá los conozcan por el nombre de pulgón verde) chupaban la savia de las hojas y los tallos, extrayendo la ligamaza para que las hormigas y otros se alimentaran de ella. Las aves —los zorzales, los pinzones, los herrerillos, los grajos y muchas otras especies— volaban de rama en rama o se introducían en la maleza en busca de alimento. Los gusanos aparecían y desaparecían a mis pies. La frenética actividad del bosque me dejó impresionado, pues ignoraba que sucedieran tantas cosas en estos remotos parajes. La intensidad de los colores me deslumbraba y el constante parloteo de los animales me aturdía. Era muy emocionante y hacía que me sintiera vivo.
Pasé el día explorando el bosque y divirtiéndome de lo lindo, viendo las cosas con otros ojos y con una actitud mental totalmente distinta, puesto que ahora formaba parte de este mundo y no era un mero observador humano. Hice algunas amistades, aunque por lo general los animales, insectos, aves y reptiles, estaban demasiado ocupados para reparar en mí. Su conducta era imprevisible, pues sostuve una charla muy amena con una víbora venenosa y, sin embargo, una graciosa ardilla se mostró bastante grosera. Su aspecto no coincidía con su naturaleza. (Mi conversación con la víbora fue de lo más extraña, pues las serpientes poseen únicamente un oído interno que capta las vibraciones a través del cráneo. Sin embargo, me di cuenta de que nos estábamos comunicando.) Descubrí que la fama que tienen las serpientes es injusta, pues ésta era completamente inofensiva, como la mayoría de serpientes con las que me he tropezado.
Por una vez me olvidé de llenarme la tripa y me dediqué a gozar de cuanto me rodeaba, olfateando el rastro o los límites señalados por diversos animales por medio de su orina y glándulas anales. Yo dejé mi propio rastro en varias ocasiones, más bien como una señal de que «
Fluke
ha estado aquí» que como un método para hallar el camino de regreso. Jamás regresaría.
Por la tarde me tumbé al sol para echar un sueñecito y al despertarme me acerqué a beber en un arroyo. De pronto vi a una rana devorando un largo gusano rosa, quitándole la tierra con sus dedos mientras lo engullía. Al verme, se detuvo un instante y me observó con curiosidad, mientras el desdichado gusano trataba desesperadamente de huir de la boca de la rana. La rana parpadeó dos veces y siguió engullendo el gusano lentamente como si fuera un fideo. La cola del gusano (¿o era la cabeza?) se agitó una vez más antes de abandonar el mundo de los vivos, y desapareció. La rana me miró con sus ojos saltones mientras tragaba convulsivamente.
—Hace un hermoso día —dije amablemente.
—No está mal —respondió, parpadeando de nuevo.
Me pregunté brevemente qué sabor tendría. Lo cierto es que su aspecto no era nada apetitoso, aunque me pareció recordar que sus ancas eran muy sabrosas.
—No te he visto nunca por aquí —comentó la rana.
—Estoy de paso —contesté.
—¿De paso? ¿Qué significa?
—He emprendido un viaje.
—¿Adonde te diriges?
—A una ciudad.
—¿Qué es una ciudad?
—Una ciudad es donde viven las personas.
—¿Personas?
—Unas cosas altas, con dos patas.
La rana se encogió de hombros y dijo:
—No las he visto nunca.
—¿No pasa ninguna persona por aquí?
—Yo no las he visto nunca —repitió—. Tampoco he visto una ciudad. Aquí no hay ciudades.
—Hay una cerca de aquí.
—Es imposible. No la he visto nunca.
—No me refiero aquí, en el bosque, sino un poco más lejos.
—No existe ningún otro lugar.
—Te aseguro que sí. El mundo es mucho más grande que este bosque.
—¿Qué bosque?
—El que nos rodea —dije, señalando con mi hocico—. Más allá de esos árboles.
—No existe nada más allá de esos árboles. Sólo conozco esos árboles.
—¿Nunca has salido de este claro?
—¿Para qué iba a salir?
—Para conocer otras cosas.
—Ya conozco todo lo que existe.
—No, existen otras cosas.
—Te equivocas.
—A mí no me habías visto nunca, ¿verdad?
—No.
—Bien, pues yo vengo de más allá de esos árboles.
La rana me miró extrañada.
—¿Por qué? —inquirió—. ¿Por qué has venido de más allá de esos árboles?
—Porque estoy de paso. He emprendido un viaje.
—¿A dónde te diriges?
—A una ciudad.
—¿Qué es una ciudad?
—Es donde viven… ¡Olvídalo!
La rana lo olvidó al instante. En realidad, le traía sin cuidado.
Yo me alejé irritado.
—¡Nunca te convertirás en un apuesto príncipe! —le grité por encima del hombro.
—¿Qué es un apuesto príncipe? —preguntó entonces la rana.
Nuestra conversación me hizo meditar acerca del punto de vista de los animales. Ese anfibio evidentemente creía que el mundo se reducía a lo que él podía contemplar. Ni siquiera se planteaba el que existieran otras cosas. Y así sucedía con todos los animales (aparte de unos pocos como nosotros): el mundo consistía exclusivamente en lo que ellos conocían, nada más.
Pasé una noche incómoda y agitada debajo de un roble. El sonido de una lechuza y su compañero me mantuvo despierto durante buena parte de la noche. (Uno ululaba mientras el otro chirriaba.) Más que el sonido que hacían, lo que me molestaba era que de pronto se abalanzaban sobre los vulnerables ratones que pasaban corriendo en la oscuridad, cuyo grito de terror hacía que me despertara angustiado. No tenía valor para increpar a las lechuzas, pues me parecían unos bichos malvados y poderosos, y tampoco me atrevía a ir en busca de un lugar más tranquilo donde dormir. Sin embargo, al fin conseguí conciliar el sueño y a la mañana siguiente salí a cazar unos pollos con mi nueva amiga (eso creía yo), una zorra roja.
Me desperté al oír unos débiles aullidos. Todavía era de noche —calculé que debía faltar un par de horas para que amaneciera— y los aullidos sonaban cerca. Permanecí inmóvil, tratando de detectar la procedencia y el autor de ios aullidos. ¿Habría algún cachorro en este bosque? Tras cerciorarme de que las lechuzas estaban dormidas, avancé por entre los árboles, manteniéndome alerta, y al poco me tropecé con la guarida de la zorra, situada en una hondonada protegida por las raíces de un árbol. Percibí un hedor a excrementos y restos de comida y, de pronto, vi cuatro pares de ojos observándome.
—¿Quién anda ahí? —preguntó alguien, en un tono entre asustado y agresivo.
—No os inquietéis —contesté—. Soy yo.
—¿Eres un perro? —preguntó la voz. Luego, un par de ojos se separaron de los otros, avanzando en la oscuridad, y apareció la zorra.
—¿Y bien? —me preguntó.
—En efecto, soy un perro —respondí.
—¿Qué buscas aquí? —me espetó, adoptando una actitud amenazadora.
—Oí aullar a tus crías. Sentía curiosidad, eso es todo.
La zorra pareció comprender que era inofensivo y se mostró algo más amable.
—¿Qué haces en este bosque? —me preguntó—. Los perros no suelen acercarse por aquí de noche.
—Estoy de paso… me dirijo a un lugar —contesté. ¿Sabría el significado de la palabra ciudad?
—¿A las casas donde viven los animales grandes?
—Sí, a una ciudad.
—¿Perteneces a la granja?
—¿Qué granja?
—La que está al otro lado del bosque, más allá de los prados.
Su universo era mayor que el de la rana.
—No, no pertenezco a la granja. Vengo de una ciudad muy grande.
Ah.
En aquel momento se oyó una vocecita llamando a la zorra y ésta se giró bruscamente.
—¡Tengo hambre, mamá!
—Tranquilízate, en seguida voy.
—Yo también tengo hambre —dije, lo cual era cierto.
La zorra me miró y dijo:
—Pues vete a buscar algo que comer.
—Es que… no conozco este bosque.
—¿No sabes cazar un conejo, un ratón o una ardilla? —preguntó la zorra, contemplándome con incredulidad.
—No lo he hecho nunca. He matado ratas y ratones, pero no he matado a ningún animal más grande.
La zorra sacudió la cabeza, perpleja.
—¿Y cómo te las arreglas para sobrevivir? Supongo que los animales grandes te miman y protegen, como suelen hacer con los de tu especie. Incluso os utilizan para cazarnos.
—¡A mí no! Yo vivo en la ciudad. Jamás he cazado zorros.
—¿Por qué habría de creerte? ¿Cómo sé que no me engañas? —La zorra sonrió, más que una sonrisa era una mueca amenazadora, mostrándome sus afilados dientes.
—Si lo deseas me iré, no quiero molestarte. Se me ha ocurrido que tu compañero y yo podríamos ir a cazar juntos.
—Ya no tengo compañero —contestó la zorra, enojada y dolida.
—¿Qué le ha sucedido? —pregunté.
—Lo atraparon y lo mataron —dijo, sin más explicaciones.
—Danos algo de comer, mamá —insistió su hijo.
—Quizá podría ayudarte —sugerí.
—¡Lo dudo! —replicó la zorra. Luego adoptó un tono menos agresivo y añadió—: Aunque pensándolo bien quizá pueda utilizarte.
—Estoy a tu disposición. Estoy famélico. —De acuerdo. Vosotros no os mováis de aquí, ¿habéis oído?
Por supuesto que la habían oído.
—Acompáñame —dijo la zorra.
—¿A dónde vamos? —pregunté, echando a caminar detrás de ella.
—Ya lo verás.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté.
—¡Chiten! —murmuró furiosa. Luego preguntó—: ¿Qué es un nombre?
—Lo que te llamas.
—Yo me llamo zorra. Tú te llamas perro, ¿no?
—No, soy un perro, pero me llamo
Fluke
.
— ¡Qué tontería! Eso quiere decir gusano.
—Ya lo sé, pero los hombres me llaman
Fluke
, es una expresión.
La zorra se encogió de hombros y no volvió a abrir la boca hasta que hubimos recorrido un kilómetro y medio. Luego se volvió y dijo:
—Casi hemos llegado. A partir de ahora, no hagas el menor ruido y camina con cautela.
—Está bien —respondí, temblando de emoción.
Vi la granja ante nosotros y, por el olor que emanaba, deduje que se trataba de una granja lechera.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Matar a una vaca? —pregunté asustado.
—¡No seas idiota! —murmuró la zorra—. Gallinas. Aquí también hay gallinas.
Menos mal, pensé yo. Prometía ser un juego muy interesante.
Nos acercamos sigilosamente y yo imité el estilo de la zorra, avanzando apresuradamente y en silencio, deteniéndome para escuchar, olfateando el aire, avanzando de nuevo, de arbusto en arbusto, de árbol en árbol, y luego a través de la hierba. Noté que el viento soplaba en nuestra dirección, transportando unos aromas deliciosos que procedían de la granja. Llegamos a un enorme cobertizo descubierto y la zorra penetró en él. A nuestra izquierda había unas balas de cebada que habían quedado del invierno pasado y, a nuestra derecha, unos sacos de fertilizante. Al salir del cobertizo me detuve junto a un abrevadero, apoyé las patas en el borde y me puse a beber.
—¡Vamos! —murmuró la zorra, impacientándose—. No hay tiempo para eso. Pronto amanecerá.
Yo la seguí, sintiéndome más animado, con todos los músculos de mi cuerpo tensos y vibrantes. Atravesamos el corral, pasamos frente a los comederos de los animales, un silo y un estercolero medio vacío pero que apestaba. Yo arrugué el hocico y seguí a la zorra. Oímos a las vacas roncando en un enorme cobertizo y pasamos junto a un gigantesco depósito de cebada, cuyo olor ocultaba en parte (aunque no del todo) el hedor del estiércol. Al salir del corral vi frente a nosotros la silueta de la granja iluminada por la luna.
La zorra se detuvo para olfatear el aire. Luego se puso a escuchar con las orejas tiesas. Al cabo de unos instantes sus músculos se relajaron y se volvió hacia mí.
—Junto a la casa vive uno de tu especie, una fiera enorme. Debemos procurar que no se despierte. Te explicaré lo que vamos a hacer… —La zorra se acercó y observé que era muy atractiva, aunque tenía un estilo un tanto agresivo—. El gallinero está allí, separado de nosotros por una barrera delgada pero muy afilada. Si consigo agarrarla con los dientes y levantarla, me deslizaré debajo de ella. Lo he hecho otras veces. Una vez que hayamos conseguido entrar, aquello se convertirá en un infierno (¿entendía realmente el concepto de infierno o era mi mente la que traducía sus pensamientos?) y dispondremos tan sólo de unos segundos para agarrar cada uno una gallina y largarnos.
Estoy seguro de que sus astutos ojos relucían en la oscuridad, pero yo estaba demasiado excitado —o era demasiado estúpido— para advertirlo.
—Cuando salgamos de allí —dijo la zorra—, emprenderemos caminos distintos para confundir al perro y a esa cosa con dos patas…
—Un hombre —dije yo.
¿Qué?
—Un hombre. Se llama así.
—¿Como
Fluke
?
—No. Eso es lo que es. Un hombre.
La zorra se encogió de hombros y prosiguió:
—Está bien. El hombre tiene un palo largo que ruge y mata, yo misma lo he comprobado; así que ándate con cuidado. Será mejor que regreses por el corral y yo atravesaré los campos que hay detrás de la granja, puesto que corro más de prisa que tú. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contesté humildemente.
Rumbo
debía estar revolcándose en su tumba.
Avanzamos sigilosamente, conteniendo la respiración, y al poco rato llegamos al gallinero, el cual estaba cercado por una alambrada. No era muy grande —supuse que los pollos debían ser un negocio adicional, aparte de las vacas—, pero había entre treinta y cincuenta gallinas. De vez en cuando las oíamos agitar las alas, pero era evidente que no habían detectado nuestra presencia.