El poli llamó a la puerta y apareció el Jefe, el cual respondió a sus preguntas sin dejar de sonreír, haciendo gala de un encanto personal que jamás habíamos observado en él. Hizo gestos de sorpresa, alarma y preocupación; asintió con expresión seria y sacudió la cabeza con una expresión igualmente seria. Luego volvió a sonreír y siguió charlando con el policía sin soltar el cigarro que sostenía entre los dientes. Al cabo de unos minutos, el joven agente se dio media vuelta y abandonó el taller.
El Jefe siguió sonriendo afablemente hasta que el agente desapareció; luego se giró hacia el otro extremo del taller con el rostro desencajado. Al ver nuestros hocicos asomando por entre la chatarra, se encaminó hacia nosotros con paso firme y decidido.
— ¡Corre, pequeñajo, corre! —gritó
Rumbo
.
Pero antes de que pudiera huir el Jefe me agarró por el collar y empezó a golpearme con los puños. Siempre había sospechado que éste albergaba en su interior una crueldad contenida (eso no quiere decir que fuera un hombre cruel), la cual descargó violentamente sobre mí mientras yo aullaba de dolor. Por fortuna, los perros tenemos las células sensibles distribuidas de forma irregular por todo el cuerpo, pues en caso contrario los golpes me habrían dolido mucho más.
Rumbo
nos observaba a distancia, preocupado y temeroso.
—¡Ven aquí! —le gritó el Jefe, pero
Rumbo
se alejó todavía más—. ¡Espera a que te eche el guante! —le amenazó mi agresor. Al oír esto,
Rumbo
puso pies en polvorosa.
No contento con haber descargado su ira sobre mí, el Jefe me arrastró hasta el extremo del taller, cogió una cuerda y me ató a un desvencijado automóvil sobre el que se alzaba un montón de chatarra.
—Está bien —rugió, sujetando el extremo de la cuerda al parabrisas del coche—. Está bien —repitió, propinándome otro sopapo antes de alejarse mascullando que sólo faltaba que la Policía viniera a husmear por su taller—. Está bien —le oí decir por tercera vez mientras cerraba la puerta del cobertizo.
Al cabo de unos minutos volvió a abrirse la puerta y salieron los amigos del Jefe, los cuales se montaron en sus automóviles y se largaron. Luego salió el Jefe llamando a voces a
Rumbo
y, al ver que no aparecía, se metió otra vez en el cobertizo. Yo tenía la sensación de que no veríamos a
Rumbo
durante una larga temporada.
Empecé a tirar de la cuerda, llamando al Jefe para que viniera a desatarme; pero fue inútil, no me hizo caso. Temía tirar demasiado fuerte de la cuerda y que el montón de chatarra me cayera encima. Enojado, empecé a gritar, luego a gemir, luego a lloriquear y al fin, mucho más tarde, cuando el taller se quedó desierto, comprendí que todo era inútil y me callé.
Mi compañero regresó cuando ya había oscurecido. Yo estaba temblando de frío y me sentía triste y abandonado.
—Te dije que echaras a correr —dijo
Rumbo
.
Yo le olfateé.
—Tiene un genio de los mil demonios —siguió diciendo
Rumbo
, olfateándome—. La última vez que me ató, me dejó tres días sin comer.
Yo le miré con aire de reproche.
—De todos modos, procuraré traerte algo de comer —añadió para consolarme. Luego alzó la vista y dijo—: Vaya, se ha puesto a llover.
En aquel momento me cayó una gota en el hocico.
—Te vas a calar hasta los huesos —observó
Rumbo
—. Es una lástima que la puerta del coche esté cerrada y no puedas refugiarte en él.
Yo le miré fijamente durante unos segundos y luego aparté la vista.
—¿Tienes hambre? —me preguntó—. No creo que pueda traerte nada a estas horas de la noche.
En aquel momento me cayeron varias gotas en la cabeza.
—Lástima que nos hayamos comido todo el pato. Debimos reservar un trozo —dijo
Rumbo
, sacudiendo la cabeza.
Yo miré debajo del automóvil, pero apenas había espacio para introducirme por él.
—En fin, pequeñajo —dijo
Rumbo
, adoptando un falso tono jocoso—, no merece la pena que nos mojemos los dos. Será mejor que me vaya a nuestro habitáculo.
Me miró como disculpándose y yo le miré con desprecio.
—Bueno… hasta mañana —murmuró.
Yo le observé mientras se alejaba.
—
Rumbo
.
Se giró y levantó las cejas.
—¿Sí?
—Hazme un favor.
—¿Qué quieres?
—Vete a que te capen —dije suavemente.
—Buenas noches —contestó
Rumbo
, dirigiéndose hacia nuestro cálido habitáculo.
En aquellos momentos comenzó a diluviar y me encogí como una bola. Presentía que iba a ser una noche muy larga.
Fue una noche larga y angustiosa. Lo peor no era que estuviera empapado, pues mi pelo retenía la humedad formando una capa que me protegía del frío, sino los recuerdos que turbaban mi sueño.
Algo que se hallaba oculto en la periferia de mi memoria había desencadenado esos pensamientos. Vi una población, ¿o tal vez era una aldea? Vi una casa. De pronto aparecieron unos rostros ante mí: vi a mi esposa y a mi hija. Yo conducía un coche; las manos que aferraban el volante eran las mías. Atravesé la población. Vi el rostro enfurecido de un hombre que conducía también un automóvil y se alejaba de mí. Por algún motivo que desconozco, comencé a perseguirlo. Había anochecido. Los árboles y los arbustos pasaban veloces, como unos espectros a la luz de los laros. El automóvil que circulaba frente a mí giró y enfiló un sendero. Yo le seguí. Se detuvo y yo hice otro tanto. El hombre se apeó del coche y se dirigió hacia mí. Vi, a la luz de los faros, su mano extendida hacia mí, como si sostuviera un objeto. Yo abrí la portezuela mientras el hombre permanecía con la mano extendida hacia mí. Súbitamente, todo se convirtió en un deslumbrante cristal de luz. Luego la luz se desvaneció y yo perdí el conocimiento.
Rumbo
dejó caer medio bocadillo frente a mí. Después de olfatearlo, estiré con los dientes la delgada loncha de jamón que contenía y la engullí rápidamente, luego lamí la mantequilla que cubría el panecillo y por último me comí el panecillo.
—Anoche, mientras dormías, te pusiste a gemir —dijo
Rumbo
.
Traté de recordar los sueños que había tenido y al cabo de unos minutos conseguí reunir los fragmentos.
—No he sido siempre un perro,
Rumbo
.
Rumbo
reflexionó unos instantes y luego dijo:
—No seas tonto.
—Por favor, escúchame. Tú y yo no somos iguales que los otros perros. Tú lo sabes. ¿Y sabes por qué?
—Porque somos más inteligentes —contestó, encogiéndose de hombros.
—Hay algo más. Todavía tenemos los sentimientos y los pensamientos de un hombre. No sólo somos más listos que los otros perros, sino que recordamos lo que éramos antes.
—Yo recuerdo haber sido siempre un perro.
—¿Estás seguro,
Rumbo
? ¿No recuerdas haber caminado sobre dos patas? ¿No recuerdas haber tenido unas manos y unos dedos? ¿No recuerdas que sabías hablar?
—Ahora estamos hablando.
—No, al menos no con el lenguaje de los hombres. Estamos hablando, sí, emitimos unos sonidos, pero nuestras palabras son algo más que esos sonidos. ¿No lo comprendes?
Rumbo
volvió a encogerse de hombros y comprendí que el tema le disgustaba.
—¿Qué más da? Yo te entiendo y tú me entiendes a mí.
—¡Reflexiona! ¡Usa la cabeza! Trata de recordar cómo eras antes.
—¿Para qué?
Durante unos minutos no supe qué contestarle. Luego le pregunté:
—¿No quieres saber por qué y cómo?
—No.
—Yo no conozco las respuestas —dije, irritado—, pero me propongo averiguarlas.
—Escucha, pequeñajo, somos perros. Vivimos como perros, nos tratan como a perros. Pensamos como perros… —Yo sacudí la cabeza, pero él prosiguió—: … y comemos como perros. Somos un poco más inteligentes que los otros, pero no hace falta que nadie se entere de eso.
—¿Por qué no les demostramos que no somos como los otros? —le espeté.
—Desengáñate, pequeñajo, somos como los otros perros. Las diferencias que nos separan son insignificantes.
—¡No es cierto!
—Sí lo es, ya lo comprobarás. Podríamos demostrarles a los hombres que somos muy listos, como hacen muchos animales, los cuales suelen terminar en un circo.
—¡No es lo mismo! Ellos aprenden a hacer trucos.
—¿Sabes que están enseñando a hablar a un chimpancé? ¿Te parece eso un truco?
—¿Cómo te has enterado?
Rumbo
parecía confundido.
—Lo averiguaste antes, ¿no es cierto? Cuando eras un hombre, no un perro. Lo leíste en alguna parte.
—¿Leer? ¿Qué significa eso?
—Palabras. Unas palabras impresas en un papel.
—¡Eso es ridículo! ¡El papel no puede hablar!
—Los perros tampoco.
—Nosotros hablamos.
—No como los hombres.
—Claro, porque no somos hombres.
—¿Qué somos entonces?
—Unos perros.
—Unos monstruos.
—¿Monstruos ?
—Sí. Estoy convencido de que antes éramos hombres, pero sucedió algo y nos convertimos en perros.
Rumbo
me miró perplejo.
—Creo que la lluvia te ha empapado el cerebro —dijo lentamente. Luego se sacudió como si quisiera sacudirse el tema de encima—. Me voy al parque. Si quieres venir, trata de romper la cuerda con los dientes.
Yo me desplomé en el suelo, abatido; era evidente que, por lo que respectaba a
Rumbo
, la cuestión había quedado zanjada.
—No —dije en tono resignado—. Me quedaré aquí hasta que venga el Jefe a desatarme. No quiero disgustarlo más.
—Allá tú —dijo
Rumbo
—. ¡Procuraré traerte algo! —gritó, mientras se colaba por el agujero del muro.
—Gracias —me dije a mí mismo.
El Jefe apareció al cabo de un rato y se acercó para ver cómo me encontraba. Sacudió la cabeza un par de veces y me soltó un par de insultos. Yo le miré con aire compungido y él desató la cuerda que había sujetado a mi collar. Me pasó la mano por el lomo y al notar que todavía tenía el pelo húmedo me recomendó que echara una carrera para secarme. Yo acepté su consejo y me dirigí corriendo hacia el parque para reunirme con mi compañero. Era muy fácil seguirle el rastro, pero era más divertido ir de farola en farola que encaminarme directamente al parque. Hallé a
Rumbo
olfateando a una perrita, una yorkshire terrier bastante quisquillosa, mientras la señora que la acompañaba trataba de alejarlo. Los complejos pensamientos se habían desvanecido. Yo no me explicaba el interés que sentía
Rumbo
por esas estúpidas perritas, pero me gustaba jugar. Y este juego prometia ser muy divertido.
Las semanas pasaron volando —quizá fueran meses— y volví a sumergirme en mi mundo canino, aunque de vez en cuando me asaltaban los recuerdos. Cayó una intensa nevada, el viento sopló con fuerza y llovió a cántaros. Sin embargo, el tiempo no conseguía deprimirme, pues sus distintas facetas me parecían fascinantes: vivía las cosas de otra manera, con una actitud distinta; todo cuanto sucedía constituía para mí un redescubrimiento. Era como la sensación que tenemos cuando nos recuperamos de una larga y penosa enfermedad: todo parece nuevo y asombroso, más emocionante, y observamos las cosas con mayor interés. No sé describirlo de otro modo.
Rumbo
y yo logramos sobrevivir a todas las penalidades del invierno. Teníamos que desplazarnos más lejos en busca de alimentos, pues la zona circundante se había puesto bastante «caliente», pero yo disfrutaba con nuestras excursiones. Nuestra amistad se hizo más profunda a medida que dejé de ser un cachorro caprichoso y empecé a planificar algunas de nuestras escapadas en lugar de seguir siempre a
Rumbo
. Éste había empezado a llamarme
Fluke
en vez de pequeñajo, pues ya era casi tan alto como él. Cuando no íbamos en busca de comida ni estábamos metidos en algún lío,
Rumbo
salía en busca de una perra. No entendía mi falta de interés en el sexo opuesto e insistía en que ya tenía edad para excitarme al percibir el olor de un cuerpo femenino maduro. Yo mismo me sentía un tanto desconcertado, pero lo cierto es que las hembras de mi especie no me inspiraban el menor interés; supongo que mis instintos caninos no eran todavía lo bastante poderosos. Aparte de ese pequeño problema y los angustiosos recuerdos que me asaltaban de vez en cuando, fue una buena época; pero como todo lo bueno, tenía que terminar. Terminó un día gris y lluvioso.
Rumbo
y yo acabábamos de regresar del mercado de frutas y husmeábamos alrededor de un nuevo vehículo que habían traído hacía unos días. Se trataba de una furgoneta «Transit» azul oscuro, la cual se hallaba aparcada en un extremo del taller. Habían borrado el letrero que llevaba pintado en la puerta y el día anterior uno de los empleados había cambiado la matrícula. También habían sustituido el parachoques delantero por otro más robusto. Junto a la furgoneta estaba aparcado un «Triumph 2000», cuya matrícula también había sido sustituida por otra. Ambos vehículos se hallaban separados del resto del taller por unos montones de chatarra. Fue el olor de la furgoneta lo que nos atrajo a
Rumbo
y a mí —probablemente la habían utilizado para transportar alimentos—, pero mis facultades humanas debieron advertirme que algo raro sucedía. Las continuas reuniones del Jefe con sus amigotes (cada vez más frecuentes); la insólita prosperidad de la que últimamente hacía gala; su enojo cuando se presentó el policía; no hacía falta ser muy inteligente para comprender que había algo turbio en todo ello. Por desgracia, yo no era muy inteligente.
Un día abrieron las puertas del taller y entró una furgoneta.
Rumbo
corrió por entre los montones de chatarra para averiguar quién había llegado y comprobamos que era el Jefe. Nos quedamos muy sorprendidos, pues no solía aparecer hasta media mañana. Por lo general, eran sus empleados quienes abrían el taller.
Comenzamos a brincar y a ladrar en torno al Jefe, pero éste abrió la puerta del cobertizo sin hacernos caso. Observé que había sustituido la chaqueta de borrego por su vieja chaqueta de cuero, debajo de la cual llevaba un jerséi rojo de cuello alto. También llevaba guantes, lo cual me chocó. Arrojó el cigarro en el suelo y entró en el cobertizo. Al parecer, hoy no nos había traído comida.