—Bueno, generalmente espero a que haga más calor, pero si insistes…
Yo me situé como de costumbre a su izquierda, con la cabeza a la altura de su flanco, y salimos trotando del taller.
Rumbo
me llevó a un enorme parque, bastante alejado de nuestra casa. Al llegar a un estanque, me ordenó que me zambullera en él.
—¿Bromeas? —protesté—. Me quedaré helado. Además, no creo que sepa nadar.
—No seas idiota —dijo
Rumbo
—. Todos los perros saben nadar. En cuanto al frío, te aseguro que es mucho peor que nos lave el Jefe con una manguera. Anda, inténtalo.
Y con esto se zambulló en el estanque ante el regocijo de unos niños y sus padres. Chapoteó hasta el centro del estanque rápida y hábilmente e incluso sumergió la cabeza bajo el agua, cosa que jamás había visto hacer a un perro. Imaginé a las pulgas huyendo despavoridas hacia la coronilla de
Rumbo
, el último refugio en una isla que se hundía, y su desconcierto cuando éste metió la cabeza bajo el agua. Nadó alrededor del estanque y luego regresó junto a mí animándome a que me arrojara al agua, pero yo era demasiado cobarde.
Cuando alcanzó la orilla y salió del estanque, las madres tomaron a sus hijos de la mano y se alejaron precipitadamente sabiendo lo que iba a suceder. Pero a mí me pilló desprevenido.
Mi astuto amigo se sacudió enérgicamente, rociándome con una lluvia helada. Me sentí como un idiota por no haberme apartado, pues no era la primera vez que veía hacer eso a un perro. Él caso es que me quedé inmóvil, empapado y sintiendo tanto frío como si me hubiera arrojado al estanque.
—Ya que te has mojado, más vale que te des un baño —dijo
Rumbo
, echándose a reír.
Yo me estremecí, pero comprendí que tenía razón. Me acerqué al borde del estanque, metí una pata en el agua y la saqué precipitadamente. ¡Estaba helada! Me volví para decirle a
Rumbo
que había cambiado de opinión, que había decidido soportar el picor durante unos meses hasta que hiciera más calor. Pero antes de que pudiera abrir la boca, mi compañero se abalanzó sobre mí. Sorprendido, solté un aullido y caí en el estanque seguido de
Rumbo
.
Saqué la cabeza, tratando de recuperar el aliento, con la boca, la garganta, la nariz, los ojos y las orejas llenas de agua.
—¡Ayyy! —grité.
Mientras me debatía desesperadamente en el agua, oí a
Rumbo
riendo a mandíbula batiente. Sentí deseos de ahogarlo, pero estaba demasiado ocupado tratando de ponerme a salvo. Los dientes me rechinaban y no podía respirar. Al cabo de unos instantes —cuando me di cuenta de que sabía nadar— me relajé y empecé a disfrutar de esta nueva experiencia. Agité los cuartos traseros mientras avanzaba impulsándome con las patas delanteras, consiguiendo mantener la cabeza fuera del agua. El esfuerzo impedía que mis miembros se agarrotaran y comprobé que podía utilizar el rabo a modo de timón.
—¿Qué tal lo pasas, cachorro? —me gritó
Rumbo
.
Vi que se hallaba de nuevo en el centro del estanque y me dirigí hacia él.
—Es muy divertido, pero el agua está helada —respondí tiritando.
—¡Espera a que salgas del estanque! —
Rumbo
volvió a meter la cabeza bajo el agua y reapareció sonriendo—. ¡Si no te zambulles no conseguirás librarte de las pulgas!
Recordé que éste era el propósito de nuestro baño y me zambullí. Subí rápidamente a la superficie jadeando y tosiendo.
—¡Otra vez, cachorro! ¡Si no te zambulles hasta el fondo, las pulgas no te dejarán en paz!
Me zambullí de nuevo, conteniendo esta vez la respiración, y permanecí unos instantes bajo el agua. No sé qué pensarían las personas que se hallaban al borde del estanque al ver a dos canes comportándose como unas focas.
Rumbo
y yo jugamos y chapoteamos en el agua durante un rato, hasta que decidimos que era suficiente y nos dirigimos hacia la orilla. Salimos del estanque, nos sacudimos enérgica y deliberadamente, dejando a los espectadores empapados, y echamos una carrera para entrar en calor.
Llegamos a casa sonrientes y satisfechos, rebosando energía y, por supuesto, famélicos. Encontramos un paquete de bocadillos que había dejado un operario sobre un banco mientras desmontaba un motor, nos lo llevamos a nuestro habitáculo y lo devoramos en pocos segundos. Esta vez nos repartimos la comida en partes iguales. Luego, mientras yo me relamía,
Rumbo
me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Habíamos olvidado nuestras rencillas y volvíamos a ser amigos. No obstante, se había producido un ligero cambio: no es que yo fuera exactamente igual que
Rumbo
, pero era menos inferior a él que antes.
El alumno pronto aventajaría a su maestro.
Sin duda se preguntarán ustedes cómo se sentía un hombre encerrado en el cuerpo de un perro.
Pues bien, aunque jamás olvidaba este hecho, no solía influir en mi forma de pensar. Yo me desarrollaba como un perro, y este proceso ocupaba casi todo mi tiempo. Era consciente de mis orígenes y con frecuencia mis instintos humanos predominaban sobre mis tendencias caninas, pero mis facultades físicas (aparte de mi extraordinaria vista) eran las de un perro, y me comportaba como tal. A menudo —generalmente por las noches—, me asaltaban los recuerdos y me hacía numerosas preguntas; otras veces, era total y absolutamente un perro y sólo pensaba en cosas propias de un perro.
Yo había advertido mi parecido con
Rumbo
y estoy seguro de que él también lo había advertido. Lo que me inquietaba era que también había notado cierta semejanza con la rata. ¿Lo habría notado
Rumbo
? Cuando abordaba el tema de nuestra diferencia respecto a los otros perros,
Rumbo
se mostraba escurridizo y yo no sabía si lo comprendía o si representaba también un misterio para él. Se encogía de hombros y se limitaba a decir: «Algunos animales son más estúpidos que otros, eso es todo.» Sin embargo, en ocasiones notaba que me observaba fijamente, como si me escrutara.
Así, seguí viviendo junto a
Rumbo
, sofocando mis deseos de averiguar la verdad sobre mi existencia mientras aprendía a vivir.
Al igual que todos los perros, era extremadamente curioso; lo olfateaba todo, metía las narices en todas partes y mordía cuanto tenía a mi alcance.
Rumbo
se burlaba de mi insaciable curiosidad y me regañaba por comportarme como un estúpido perro (aunque a él también le gustaba olfatear y morderlo todo). Algunas veces, por las noches,
Rumbo
accedía a responder a mis preguntas (siempre que estuviera relajado y con ganas de hablar), pero cuando reflexionaba demasiado profundamente se aturdía y se ponía de mal humor. A menudo, cuando estaba a punto de revelarme algo importante —algo que me proporcionara una pista sobre mi extraña existencia o el motivo de nuestra superioridad respecto a nuestros semejantes—, ponía los ojos en blanco y se sumergía en una especie de trance. Yo me asustaba mucho, pues creía que le había obligado a realizar un esfuerzo excesivo y había perdido el conocimiento. Temía que se convirtiera en un perro como los demás. Luego parpadeaba, miraba a su alrededor con curiosidad y seguía charlando, olvidándose de la pregunta que yo le había formulado. Eran unos momentos muy extraños y desconcertantes, de modo que procuraba que no se repitieran con frecuencia.
En otras ocasiones, no menos inquietantes, veíamos fantasmas. No sucedía habitualmente, pero nos dejaba perplejos. Pasaban ante nosotros con aire afligido, más bien como una sensación que una expresión de soledad, y algunos parecían hallarse en estado de shock, como si hubieran sido brutalmente arrancados de sus cuerpos terrenales.
Rumbo
y yo nos quedábamos atónitos al verlos, pero no ladrábamos como habrían hecho otros perros. Mi compañero soltaba un gruñido para advertirles que se mantuvieran alejados de nosotros, pero los espectros apenas reparaban en nuestra presencia. En cierta ocasión —a plena luz del día— aparecieron cuatro o cinco fantasmas, apiñados en un grupo, y se deslizaron a través del taller como una pequeña nube.
Rumbo
no supo explicarme este fenómeno y lo olvidó rápidamente, pero yo estuve dándole vueltas durante mucho tiempo.
La afluencia de otros seres mortales al taller empezó a aumentar. Generalmente había dos o tres empleados que trabajaban todo el día, quienes se ocupaban de desguazar los automóviles, aparte de los clientes habituales que acudían en busca de piezas baratas. La grúa cargaba los coches desguazados en unos gigantescos camiones (a mí me parecían gigantescos), los cuales partían con su valioso cargamento de metal. Los vehículos que estaban destrozados o eran demasiado viejos para ser reparados eran arrojados a las pilas de chatarra. Pero fue el incremento de una actividad distinta de la habitual lo que despertó mi curiosidad.
Con frecuencia, acudían visitantes que no estaban relacionados con el taller, los cuales se metían en el despacho del Jefe y pasaban varias horas allí. Se presentaban en grupos de dos o de tres. Algunos procedían de zonas como Wandsworth, Kennington, Stepney, Tooting y Clapham, mientras otros acudían de Condados cercanos. Yo lo sabía porque escuchaba sus conversaciones mientras los hombres aguardaban junto al cobertizo a que llegara el Jefe (casi siempre llegaba tarde). A veces, uno de ellos se ponía a jugar conmigo o me hacía rabiar en plan amistoso. A
Rumbo
le molestaba que yo jugara con esos hombres, pues nunca nos ofrecían nada de comer y no encajaban con nuestro estilo de vida (
Rumbo
no ofrecía su amistad a todo el mundo), pero yo, como cualquier cachorro, deseaba que todo el mundo me quisiera. No sabía qué negocios se traían entre manos con el Jefe (aunque noté que lo trataban con gran respeto) ni me importaba; me inspiraban curiosidad porque eran forasteros y porque podía aprender más cosas sobre otros lugares —no sólo la zona circundante, pues ésta ya la conocía—, sino otros lugares más alejados. Buscaba alguna pista sobre mis orígenes y estaba convencido de que cuanto más lograra descubrir —o redescubrir— sobre el mundo fuera del taller, más probabilidades tendría de resolver el enigma de mi existencia.
Fue precisamente un día en que se presentaron sus amigos que el Jefe decidió ponerme el nombre que llevo actualmente. Algunos empleados del taller me llamaban Horacio (Dios sabe por qué, pero parecía hacerles gracia), nombre que yo detestaba. Me llamaban así en tono burlón y por lo general, a menos que me ofrecieran algo, cosa poco frecuente, yo no les hacía caso. Hasta
Rumbo
me llamaba a veces Horacio en tono sarcástico en vez de «pequeñajo». Al final, llegué a acostumbrarme a este nombre.
El Jefe no se había molestado en ponerme un nombre como es debido, seguramente porque yo no era importante para él; después de nuestro primer encuentro, casi nunca me dirigía la palabra. De todos modos, yo me alegraba de que no me llamara Horacio como sus empleados.
Así fue como un dia, por casualidad, me pusieron el nombre de
Fluke
.
Unos cuantos amigos del Jefe se habían reunido frente a su despacho, esperando a que llegara éste.
Rumbo
había emprendido una de sus habituales escapadas tras una perra en celo y yo me paseaba por el taller, triste y de mal humor porque mi compañero había vuelto a abandonarme. Me acerqué al grupo para ver si podía enterarme de algo interesante (o quizás en busca de un poco de cariño). Al verme, uno de ellos, un hombre joven, se agachó y dijo en tono afectuoso:
—Ven, chico, acércate.
Yo corrí hacia él, satisfecho de que se hubiera fijado en mí.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó.
Yo no quería decirle que me llamaba Horacio, así que, en vez de responder, le lamí la mano.
—Veamos —dijo el hombre, examinando mi collar—. No llevas ningún nombre. Es preciso ponerte uno. —Se levantó, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un pequeño paquete de caramelos. Yo comencé agitar el rabo mientras el joven sostenía un caramelo de menta frente a mi hocico. Me alcé sobre mis cuartos traseros, con la boca abierta, esperando que me lo diera. Él se echó a reír y me arrojó el caramelo, el cual atrapé con la lengua y me lo tragué antes de que mis cuartos traseros tocaran de nuevo el suelo. Luego apoyé las patas sobre su abrigo, pidiéndole educadamente otro caramelo. El joven se enojó por haberle manchado el abrigo de barro y me apartó bruscamente—. Si quieres otro tendrás que ganártelo. Anda, cógelo —dijo, arrojándome otro caramelo de menta. Yo pegué un salto y lo atrapé en la boca. El joven soltó una carcajada y sus compañeros se volvieron para observarnos. Se hallaban apoyados en su flamante automóvil, con cara de aburridos. Llevaban el cuello del abrigo levantado para protegerse del frío y daban patadas en el suelo para entrar en calor.
—Arrójale otro caramelo, Lenny, a ver si lo atrapa —dijo uno de los hombres.
Lenny me arrojó otro caramelo y volví a atraparlo en el aire.
—Arrójalo desde más alto.
Lenny obedeció y yo atrapé de nuevo el caramelo.
—Eres un perro muy listo —dijo Lenny.
Yo estaba de acuerdo con él; lo cierto es que me sentía muy satisfecho de mí mismo. Lenny sostuvo otro caramelo entre el pulgar y el índice y yo me dispuse a repetir mi hazaña.
—Espera un momento, Lenny —dijo otro de sus compañeros—. Esta vez pónselo más difícil.
—¿Qué quieres que haga?
Los hombres reflexionaron unos instantes. Uno de ellos se fijó en un par de tazas de hojalata que había sobre la repisa de la ventana.
—Hazle el truco de los trileros —dijo.
—¡Venga, hombre! —protestó Lenny—. Es un perro.
—Anda, inténtalo.
Lenny se encogió de hombros y cogió las tazas que utilizaban los operarios del taller para tomarse una taza de té a media mañana. De todos modos, no creo que les hubiera importado que Lenny las utilizara con otros fines. Yo había notado que los empleados se mantenían alejados de los hombres con los que su Jefe hacía negocios. Lenny colocó las tazas boca abajo en el suelo, mientras yo le daba unos golpecitos con el hocico reclamando otro caramelo. Me apartó a un lado y uno de sus compañeros me sostuvo por el collar.
Lenny me mostró un caramelo, gesticulando de forma exagerada, y lo ocultó debajo de una de las tazas, mientras yo intentaba librarme de la mano que me sostenía.
Luego hizo una cosa muy extraña: colocó sus manos sobre las tazas y empezó a moverlas en círculos, sin despegarlas del suelo. Lo hizo lentamente, pero yo estaba aturdido. Al cabo de unos instantes se detuvo e indicó a su compañero que me soltara. Yo me precipité hacia delante y derribé la taza de la que emanaba un intenso olor a menta.